La marcha convocada por un grupo de fiscales, expresivos de lo menos confiable de la corporación judicial argentina, tuvo una concurrencia atendible, aunque no sobresaliente. El acto central en Buenos Aires contó con unos 400.000 asistentes, según la policía metropolitana, y no superó los 50.000 según la policía federal. La disparidad en las cifras es manifiesta, pero no nos sentimos inclinados a avalar la primera, pues lo que se veía en los noticiosos parecía condecir más bien con el cálculo de la federal, que suele evaluar en 3000 personas por cuadra la concurrencia a las concentraciones callejeras. De cualquier manera no es un tema para polemizar en torno a él; sin duda la asistencia fue mucha y pudo rondar una cifra que supere en algo a las cien mil personas. Lo más destacable fue que la manifestación se realizó pacíficamente, que no hubo expresiones extemporáneas y que reflejó las indudables garantías que hay en este momento en la Argentina para expresar libremente una opinión. La composición social de los integrantes de la concentración era más o menos la misma que la de los cacerolazos: clase media porteña, con gran mayoría de concurrentes de edad mediana. Los motivos de la marcha no eran discernibles, pues homenajear al desaparecido fiscal Alberto Nisman sin una idea clara en torno a la sustentabilidad de la imputación que este había lanzado contra la principal figura del ejecutivo y no existiendo certeza alguna acerca de las causas de su muerte –aunque todo induce a presumir que se trató de un suicidio- el argumento del reclamo de justicia y del fin de impunidad no se sostiene. En especial cuando la llamada a manifestarse provino de fuerzas que nunca se preocuparon gran cosa de la corrupción y que de la impunidad hicieron una práctica sistemática.
De lo que sí no cabe duda es que se trató de una manifestación de los opositores al actual gobierno. Las fuerzas políticas que los encarnan carecen de argumentos serios para oponer al programa del ejecutivo, cualesquiera sean los defectos de este. En consecuencia se abalanzan sobre cualquier pretexto sensacionalista que, inflado por los medios hegemónicos, puede resultar atractivo para algunos sectores medios, aquejados de un esnobismo que se transforma en una antipatía de piel hacia el peronismo en cualquiera de sus expresiones. Es la única forma que esos sectores encuentran para generar una apariencia de fervor popular.
La manifestación del 18 F, pues, pasó sin pena ni gloria. Pero la misma, y sobre todo la charla artificiosa que se generó en torno a ella y que con seguridad volverá a gestarse una y otra vez sobre este y otros temas a lo largo del año electoral, son el síntoma de un estado de cosas que excede nuestras fronteras y que representa un peligro, a nivel global, que nos involucra a todos.
Vivimos en una época de peligrosidad extrema. Es el imperialismo el que mueve los hilos de la creciente inestabilidad mundial. A medida que se ve cada vez más amenazado por su propia decadencia, más feroz se torna. Y más astuto también.
Los golpes blandos
La forma actual del golpe de estado es el “golpe blando”. El que se denomine “blandas” a esas operaciones no significa necesariamente que sean incruentas. Las “revoluciones de color” a menudo han tenido el color de la sangre, o bien han sido el preludio de conflictos mayores que han diseminado la muerte en todas direcciones. No hay más que recordar los ejemplos recientes de Ucrania o Libia para comprobar cómo, bajo el paraguas verborrágico de la democracia y los derechos humanos, lo que se pone en práctica es un recambio violento de gobierno, que dirige a la sociedad hacia la guerra civil o, como en el caso de Libia, no sólo a esta sino también a la virtual cancelación del estado y a la liquidación de todas las garantías que consienten la vida civilizada.
La táctica cambia según las condiciones en que se encuentra el lugar contra el que se decide proceder. Por razones de política comunicacional y porque la exteriorización de la fuerza bruta en forma directa encuentra una desaprobación generalizada en países como los nuestros, en vez de recurrir al golpe militar tal como se lo practicaba en los viejos tiempos, se prefiere apelar al fomento de la discordia a través del poder de los medios oligopólicos, que saturan a un público al que se le viene lavando el cerebro desde hace décadas. Maniobrando sobre esa masa absorta o atontada, sensible a los impactos sensacionalistas que excitan la irracionalidad, las operaciones de prensa suscitan un difundido e impreciso descontento. Las diferencias étnicas o confesionales, los prejuicios o antipatías de piel, salpican el panorama.
El racismo, larvado o militante, es un elemento que suele impregnar a las clases medias, cuya flotación entre los sectores privilegiados y el proletariado les infunde una inseguridad contagiosa. Esta condición psíquica se convierte en un factor determinante de los movimientos de humor que pueden arrastrarlas la calle. Es el momento de los provocadores, que aprovechan el instante para destrozar el mobiliario urbano, promover saqueos o disparar a diestra y siniestra, creando una situación en la que parece transparentarse la incapacidad del estado para proveer a la seguridad pública. Se abren así las instancias necesarias para el juicio político, la expulsión o el linchamiento –figurado o real- del gobernante al que se quiere deponer.
Esta tendencia se ha generalizado en gran parte del mundo sometido al acoso imperialista. En Europa del este y el medio oriente las evidencias de este accionar son abrumadoras. Pero en América latina estas tácticas también están exteriorizándose de una manera que comienza a ser alevosa. Venezuela, Brasil y Argentina son blancos, en estos mismos momentos, de esa clase de operación. En Venezuela es donde los movimientos para derrocar al chavismo han generado los mayores trastornos. Sin embargo esas políticas de desgaste contra el gobierno de Caracas han cumplido sólo a medias con su fin. Manifestaciones con francotiradores emboscados en los techos, al estilo de los de la Plaza Maidan en Kiev, se cobraron muchas víctimas en Caracas, en años recientes. Pero esas tácticas no terminan de dar el fruto deseado debido a que el gobierno bolivariano dispone de un respaldo popular que le da un poder de calle capaz de contrarrestar las movilizaciones de la contra. Esto pareciera haber inducido a un retorno a los procedimientos más clásicos. El descubrimiento de una conspiración en Venezuela que tenía por propósito el bombardeo de blancos administrativos y sobre todo de la estación de Telesur, conjura en la que tenían participación varios oficiales de la Fuerza Aérea, es un indicio de esta disposición a no pasar por alto ninguna instancia golpista. Y asimismo es una muestra del valor y del carácter estratégico de la información para el sistema de poder que señorea el mundo. No es casual, en efecto, que el objetivo primario de la conspiración descubierta fuera la destrucción de la emisora que, como ninguna otra en Suramérica, provee informaciones y análisis de la realidad desasidos de la servidumbre a las grandes agencias de noticias.
La capacidad de resistencia del gobierno bolivariano se ve incrementada por lo arraigada que se encuentra la prédica del comandante Chávez en el seno de la fuerza armada. Lo cual no es óbice para que en cualquier momento ese fenómeno pueda resquebrajarse por el accionar de algunos oficiales, como parece haber sido el caso de la conspiración recientemente abortada, a la que quizá pueda leerse como una operación de ablande y como un sondeo para saber hasta qué punto una jugada de esa naturaleza puede encontrar eco en otros sectores de la misma fuerza.
El recurso más viable, con todo, en este momento de América latina, sigue siendo el del golpe institucional. Y para ponerlo en práctica se utilizan los expedientes más variados. Desde el aprovechamiento de una matanza de campesinos en Paraguay, que insólitamente fue transformada en una acusación contra el gobierno progresista del presidente Lugo para promover su destitución por el Congreso, hasta las acusaciones de corrupción contra Dilma Rousseff en Brasil, con el pretexto de las coimas en Petrobras, pasando por los intentos de desagregación nacional forjados años atrás en La Paz por la embajada de Estados Unidos, con la complicidad de los terratenientes del Oriente boliviano. Los síntomas de un crescendo ofensivo contra los gobiernos de corte nacional populista surgidos en Suramérica en los albores del presente siglo se están incrementando.
No es este un fenómeno aislado del discurrir de la política mundial y se articula a través de movimientos precisos. La creación de la Alianza del Pacífico no sólo mira a contraponerla al Mercosur y a la CELAC, sino que es parte de una estrategia que apunta a contener a China en su irresistible ascenso a primera potencia mundial. Económica ya lo es, lo que representa una amenaza intolerable para el proyecto de ordenamiento global trazado de acuerdo a las pautas del neoliberalismo. La penetración de las potencias que se perfilan como clientes alternativos para los países latinoamericanos y la capacidad de estos de dirigirse a alguna suerte de unidad que mire al mundo desde su propia perspectiva, en vez de seguir subordinados al “diktat” del norte, van a ser resistidos y saboteados por el imperialismo de todas las formas que estén a su alcance.
Es en este encuadre que deben visualizarse los episodios de mayor o menor envergadura que se están produciendo en estos tiempos y que aparecen apuntados al debilitamiento de los gobiernos nacional-populares que han emergido en Suramérica en años recientes. No va a ser fácil resistirlos pues, como se ha visto, las fuerzas sistémicas, que viven en relación simbiótica con el imperialismo, son ricas y pródigas en recursos. Los bancos, las finanzas y los medios de comunicación oligopólicos, más los elementos de los servicios de inteligencia a sueldo de la CIA, disponen de una batería de artificios capaces de reiterar ad infinitum los operativos de desestabilización que se nos vienen sirviendo en forma periódica: operaciones de prensa, corridas al dólar, manipulaciones financieras, fuga de divisas… No es sólo Venezuela el blanco del ataque. Los gobiernos moderadamente nacionalistas de Brasil y Argentina son un objetivo no menos importante. En Brasil, pese a las concesiones que Dilma hizo a la derecha neoliberal con designaciones que ponen en puestos clave a personeros de esa corriente, la presión no cede y hoy apunta directamente al “impeachment” de la presidenta. Es decir, a su juicio político a pocos meses de inaugurado su segundo mandato. Detrás de la maniobra está la burguesía paulista, que desconfía de cualquier programa que se aparte de la norma dictada por Washington y que no pretende otro rol que el que Washington le tiene asignado desde medio siglo atrás: ser dueña de un Brasil que funja como procónsul del imperio en Suramérica.
En Argentina no hay porqué esperar ninguna transigencia de parte del norte. Creo que esta es una lección que la presidenta finalmente ha entendido. La economía norteamericana no es complementaria de la Argentina sino todo lo contrario y sus miras para con este país no son otras que la de que siga como está. Postura que enlaza con la vieja aspiración de la oligarquía, que querría tener un país de diez millones de habitantes para seguir disfrutando de la renta agraria sin tener que compartirla con nadie. Esta insensatez sigue teniendo clientes crédulos, que se hacen lenguas de los tiempos de la república y que se desmayan de placer cada vez que evocan a la Argentina del primer centenario.
La manifestación del miércoles terminó en agua de borrajas, pero esto no quiere decir que la amenaza haya cesado. En la medida en que se aproxime la instancia electoral y que el gobierno nacional profundice los movimientos que evidencian su apartamiento del modelo global impuesto por EE.UU., volveremos a sentir que el suelo se mueve. O, mejor dicho, que las cámaras de televisión se sacuden para dar la sensación de un terremoto.