El arte, y con mayor razón la industria cultural, lleva la huella de su tiempo. Hollywood y la producción cinematográfica y televisiva estadounidense son un testimonio cabal de esto. La veta violenta siempre ha estado presente allí, pero su asociación con la hipocresía, la arrogancia, la auto-indulgencia y una presunta excelencia norteamericana nunca se ha manifestado con tanta intensidad como en estos últimos años, que son los de la pretensión frenética de imponer la hegemonía estadounidense a través de la globalización neoliberal.
“Francotirador”, la última producción de un mediocre actor que supo transformarse en un realizador potente, Clint Eastwood, viene a coronar una trilogía de películas representativas de esa tendencia. “The hurt locker” y “La noche más larga”, ambas de Kathryn Bigelow, y ahora “Francotirador” (“American sniper”), de Eastwood, se ubican todas en el marco de la guerra contra el terrorismo, entendiéndose por tal a esa difusa conspiración del Mal que todos los gobiernos estadounidenses han utilizado para justificar su desaforada política expansionista en muchos lugares del mundo, donde despliegan un terror mil veces mayor al que dicen pretender combatir.
“Francotirador” o “American Sniper”, en su título original, es una “biopic” que sigue los pasos de un personaje real, el soldado estadounidense Chris Kyle, significado por la marina de su país como el francotirador más letal de la historia: según los registros Kyle mató a 160 enemigos en Irak, aunque el protagonista de semejante hazaña expresara, en su autobiografía, que el número real se elevaba a 255, sin contar a la treintena de saqueadores que según él había suprimido en Nueva Orleans durante el caos que siguió al huracán Katrina. A lo que habría que sumar a dos ladrones que habría liquidado cuando quisieron despojarlo de su vehículo.
El que a hierro mata a hierro muere, dice el refrán, y Chris Kyle fue muerto a su vez en un polígono de tiro por otro veterano de Irak que sufría trastornos mentales, un par de años atrás.
En la distorsionada psicología de la opinión conservadora norteamericana un individuo de esta laya es un héroe. La película de Eastwood comparte este punto de vista y glorifica al personaje atribuyéndole los rasgos de un muchacho rudo, patriota, buen padre de familia, imbuido de rígidos principios por su progenitor, que estimaba que los hombres se dividían en tres categorías: los lobos, las ovejas y los perros guardianes. Kyle, ni que decir tiene, decidió pertenecer a la última y, nos cuenta la película, los atentados del 11/S estimularon esta determinación, induciéndolo a enrolarse en los Navy Seals, los comandos de la armada que son la punta de lanza de las fuerzas especiales de Estados Unidos. Cuando la Unión invade a Irak, Kyle parte hacia el frente y luego, una vez cumplido su turno, se las arregla para cumplir tres períodos de servicio más en ese arrasado país del medio oriente.
La película está bien narrada, como es habitual en Eastwood, y rebosa de esa acción cruda que complace al público norteamericano y no sólo norteamericano. Juega el registro documental con mucha eficacia y el relato no se desprende nunca de la óptica de su personaje. Esto es, la de alguien que no se plantea problemas, para quien el mundo se divide en buenos y malos, y que ve en el enemigo –y lo manifiesta- a nada más que a un montón de “salvajes”, a los que hay que meter en caja o eliminar antes de que tengan ocasión de hacer daño. “El demonio habita aquí” dice Kyle.
Ni el director ni el guionista se apartan de esta visión maniquea ni dicen nada sobre la naturaleza real del conflicto en el cual el personaje se ve envuelto. Tal y como lo hacía la película de Bigelow sobre la caza a Bin Laden y el valor de la tortura como expediente para sacar información. Ya sé, podrá decirse que Eastwood se propone verter su tema de acuerdo a un registro objetivo, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Pero semejante argumento es una añagaza: no se pueden relatar episodios como los que los que la película exhibe sin entrar en consideraciones acerca del contexto que los incluye. En particular si el director tiene empatía con su personaje y este aparece como un buen muchacho.
Kyle mata incluso a mujeres y niños fanatizados, aparentemente para cubrir a sus camaradas de la amenaza que aquellos representan; pero al director no se le ocurre ni por un momento preguntarse el porqué de la determinación de esos seres casi inermes frente al poderío del Leviatán que los aplasta con el peso de sus tanques y los acribilla desde sus helicópteros.
Los manifestantes que protestan en las calles contra esas muertes son también descritos como unos energúmenos enfurecidos, en una réplica fiel de la teoría del choque de las culturas, que presupone una irremediable hostilidad entre distintos segmentos de la humanidad. En la cual descollaría sin embargo, en razón de una excelencia arrogada por sí y ante sí, el valor del pueblo estadounidense, provisto de una excepcionalidad que lo determina a ser el perro pastor que cuida a las ovejas de los lobos que pululan por el mundo. Ese mundo, empero, a poco que nos alejemos del hogar, es un mundo de mierda, como en varias ocasiones apuntan los camaradas de Kyle. “Esta tierra huele a mierda de perro”, dice el escolta que custodia a Kyle en la azotea desde donde el héroe cubre a los infantes de marina que avanzan por las calles de Falujah. Esta apreciación redunda en la visión que los soldados tienen respecto a quienes habitan esas regiones. Los subsumen en una condición infrahumana y, por consiguiente los transforman en no-seres: una especie susceptible de ser exterminada sin mayores problemas de conciencia. Este desdén por la vida de “los otros” contrasta con la evocación devota y tierna de “los nuestros”, los familiares que han quedado en el hogar. Lo cual, dicho sea de paso, da lugar a una de las escenas menos creíbles que propone la película. Esa en la que Kyle habla con su mujer por teléfono durante un combate –maravillas del “roaming”-, mientras esta, embarazada, se desploma con una crisis nerviosa a la entrada del hospital, a 14.000 kilómetros de distancia. Más enjundia simbólica tiene otra escena en la cual el francotirador intercambia ternezas por teléfono con su esposa, mientras tiene en la mira a una madre iraquí con su hijo y delibera consigo mismo y su mando acerca de si ha de volarles o no la cabeza.
El éxito comercial que la película de Eastwood está teniendo en Estados Unidos es un hecho sobre el que conviene reflexionar. “Francotirador” se ha puesto a la cabeza de las recaudaciones en las dos semanas siguientes a su estreno. Esto no es casual y resulta inquietante. Porque, más allá de los contenidos ideológicos inexplícitos pero evidentes del filme, lo que se percibe en él –como en el grueso de la producción cinematográfica y televisiva norteamericana- es una idolización de la violencia. Quien escribe no cree en el pacifismo, pero en Eastwood y en muchos de sus colegas hay una asunción de las armas como fetiche, que las convierte en el atributo esencial de la identidad norteamericana. Esa reivindicación excede por mucho a la atracción que puede existir en torno a un instrumento que ha acompañado el devenir del hombre desde sus orígenes. Hay en el filme un regusto que se entrelaza íntimamente con una mitología bravucona que combina demasiado bien con la arrogancia de quienes tienden a verse como los paladines del mundo libre. Esa infatuación convierte a mucho público estadounidense en el idiota útil de un sistema de valores (o disvalores) basado en el predominio del dinero y el control de la información. O, mejor dicho, en el de la desinformación.
La película no tiene ni atisbos de la complejidad que había en “Million dollar baby”, en “Mystic river” o “Lo imperdonable”, muy meritorios títulos de Eastwood. “Francotirador” es un canto acrítico al patriotismo de los seres simples, que no se detiene a preguntar acerca de cuánto hay de inconsciente hipocresía en quienes esconden, detrás de un alegado impulso justiciero, el gusto de la matanza por la matanza misma.
El personaje central es objeto de una muy buena interpretación de Bradley Cooper, quien se aleja aquí de sus individuos provistos de una rica composición psicológica, para dar un creíble retrato de un texano elemental, fornido y capaz de remontar –según el filme- los traumas que deja la guerra convirtiéndose en el ángel guardián de los veteranos que volvieron discapacitados de Irak.
Uno de ellos terminaría con la vida de este apóstol siniestramente bonachón del gatillo fácil, en un irónico acto de justicia retributiva.
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“Francotirador” (“American sniper”). Dirección: Clint Eastwood. Guión: Jason Hall, sobre el libro de Chris Kyle. Actores: Bradley Cooper, Sienna Miller.