La muerte de Alberto Nisman, que se produce por un aparente suicidio pocas horas antes de tener que presentarse el fiscal ante la cámara de diputados para exponer los fundamentos de su acusación a la Presidenta de la República por su presunto involucramiento en un arreglo con Irán para desviar la investigación de los presuntos responsables del atentado a la AMIA, fue el dato que convulsionó la jornada de ayer y que será un tema recurrente y explosivo en las próximas semanas y meses.
No nos queda la menor duda de que este hecho, sea consecuencia de un suicidio voluntario o inducido, o de un asesinato, se va a constituir en el ariete que van a manejar la oposición y el sistema económico y mediático que la controla, para intentar un golpe institucional que haga imposible la gestión del gobierno en este año electoral.
Al mismo tiempo es imposible dejar de asociar este episodio a un contexto internacional que en estos días está indicando una subida de la tensión en torno a un tema sensible, como es el terrorismo islámico, y a su aprovechamiento, a partir del atentado a “Charlie Hebdo”, por las fuerzas sistémicas para presionar a los gobiernos que no se ajustan al patrón de condiciones que fija el ordenamiento global asimétrico. El de Argentina es uno de esos gobiernos.
En el caso del fiscal Nisman convergen demasiadas líneas para estar medianamente seguros de lo que pasó. Esas líneas, además, brotan de lugares donde la oscuridad y el secreto son componentes esenciales de la labor que allí se cumple. Y donde pululan personajes pesados y expertos en urdir intrigas. Tipos como el agente Stiuso, por ejemplo, y entidades como el SI (ex SIDE), la CIA y el Mossad, más las conexiones que con la embajada de Estados Unidos tienen políticos, magistrados y fiscales argentinos, son elementos cuya presencia es tan demostrable como incógnitas resultan las consecuencias que esos contactos pueden tener.
Por consiguiente, las hipótesis que se pueden tejer frente al caso del presunto suicidio del fiscal Nisman están en este momento tejidas con incertezas. Sin embargo es preciso formularlas, precisamente porque es muy difícil que esa incertidumbre se disipe conociendo el terreno minado que constituye la corporación judicial, y la incapacidad de los partidos para mirar más allá de sus narices y de su interés político inmediato. ¿No han pasado 20 años del atentado a la AMIA y la cortina de pistas falsas, rumores incomprobables, sobornos e inepcia sigue bloqueando su esclarecimiento? También es preciso hacerlo porque ese ente multiforme, pero siempre igual a sí mismo, que componen los partidos de la oposición y los monopolios de prensa, ya está lanzado a explotar el suceso sin otra finalidad que derribar a la Presidenta o al menos ponerla contra las cuerdas. Para comprobarlo basta referirse a las declaraciones de Elisa Carrió y a las de periodistas como Jorge Lanata.
Antes que nada hay que preguntarse a quién beneficia el hecho. “¿Cui bono”? No al gobierno, precisamente, que era el primer interesado en aclarar una cuestión que no aparentaba tener sustento probatorio y que por cierto lo iba a dañar si quedaba envuelta en el silencio o la falta de respuestas. La reducción al absurdo de la imputación, que requería de la audiencia pública en diputados, no podía sino favorecerlo y avergonzar a quienes deseaban aprovechar la denuncia para perjudicar a Cristina Kirchner. Los beneficios que deducía y espera deducir el eje opositor de un escándalo envuelto en claroscuros, en cambio, son muchos y evidentes. Con ellos puede seguir llenando las primeras planas y los espacios televisivos con montones de rumores, imputaciones y versiones interesadas que pasmarán a los incautos de siempre.
La explicación más simple –y que no necesariamente debe ser la menos verosímil- es que el fiscal, al verse obligado a justificar una denuncia que a estar por la opinión de todos los expertos e incluso del juez al que debía responder -el Dr. Canicoba Corral, insospechable de oficialismo-, no parecía asentarse en nada, decidió eliminarse para no enfrentar la humillación de aparecer desprovisto de argumentos ante una interpelación legislativa que todo hacía prever iba a ser implacable de parte del sector oficialista del Congreso. La cuestión es saber por qué salió a hacer esas afirmaciones presuntamente incomprobables justo en este momento, durante sus vacaciones en el exterior, en plena feria judicial y en el marco de una crisis en los servicios de inteligencia, como consecuencia de la cual su contacto más estrecho, el agente Stiuso, acababa de ser relevado (o más bien expulsado) de su cargo.
Aquí ingresamos a un plano muy resbaloso. La muerte de Nisman, ¿pudo ser un suicidio inducido? ¿Era más útil el fiscal muerto que el fiscal vivo? ¿Se trató de un asesinato para tirarle un cadáver al gobierno? No hay una respuesta taxativa a estas preguntas. Pero podemos estar seguros de que cualquiera sea la contestación, el episodio en sí mismo va a servir como factor para ensuciar el juego político desde aquí hasta octubre, con el soporte de una telaraña mediática que por lo general ha exhibido una absoluta falta de pudor para argumentar en base a mentiras.
Sólo queda rogar para que un hecho tan desdichado, como es la muerte violenta de un hombre joven como el fiscal Alberto Nisman, no se convierta ni en un misterio más, ni en el pretexto para su utilización perversa de parte de un sistema oligopólico empecinado en derrocar a este gobierno por los medios que fueren.
Contra este peligro sólo queda el combate de la transparencia contra la mentira. La decisión del gobierno en el sentido de desclasificar los documentos vinculados a la causa AMIA es un paso decisivo en este sentido, y no menos lo será la indagación a fondo de las “300 fojas” que el fiscal desaparecido debería expuesto ayer ante el Congreso, junto al de todo el material grabado con las escuchas a través de las cuales se habría argumentado la acusación contra la Presidenta.