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DIC
2014
El 2014 ha estado señalado por fenómenos que no preanuncian nada bueno, si bien es cierto que el panorama argentino y latinoamericano no es tan negativo como la tenebrosidad que envuelve a la situación en otros lugares del planeta.

El balance del año que se va no puede ser considerado regocijante en ningún plano, sea nacional o internacional. Este reconocimiento, por supuesto, no equivale a una admisión de que las cosas han de seguir mal, ni a una renuncia a la necesidad de seguir luchando. Simplemente se trata de comprobar la realidad. No hay otra forma de lidiar con una  enfermedad que constatando su existencia para luchar mejor contra ella.

Comencemos diciendo que estamos frente a una situación compleja que requiere de cierto desmenuzamiento para ser analizada. En el plano nacional está claro que el ciclo iniciado en el 2003 se encuentra amenazado por una posible paralización tras las elecciones del año próximo. En buena medida porque quienes lo guiaron no tomaron los caminos –riesgosos, pero los únicos que podían haber garantizado el desarme del enemigo- que eran necesarios para afirmarse. El desastre que para el país significó la experiencia neoliberal pudo haber servido para aplicar a las fuerzas de la reacción, en 2003-2004, una “terapia de shock” similar a la que la escuela de Chicago recomienda para atacar a las economías a las que desea reducir a la servidumbre. La entidad de las fuerzas en juego difiere, desde luego; pero eso va a ser siempre así: no puede haber relación entre el peso económico del sistema y el del difuso y desordenado frente popular que en un momento determinado se le opone. De lo que se trata de tratar de aprovechar la coyuntura, cuando esta se da, para forjar un movimiento de masas y tratar de derrocar a un enemigo que, por un segundo, se encuentra fuera de balance. Lo exiguo de la masa electoral que llevó el poder al kirchnerismo –ese 25 por ciento que resultó de la miserable jugada menemista de rehuir el combate para restar legitimidad al triunfo del adversario- no debió haber obstado para actuar con energía y, sobre todo, para luchar por preservar el frente plebeyo que se estaba fraguando. Sin embargo se decidió proceder paso a paso–quizá porque no había una verdadera voluntad de comprometerse a fondo con el cambio- y se dejó pasar una ocasión de oro. El remate de ese rumbo vacilante fue la ruptura en el 2011 con el sector que cabe designar como el más combativo del movimiento obrero, cualesquiera hayan sido las insuficiencias y torpezas de sus dirigentes que siguieron a esa fractura. Lo cual viene a demostrar que sin una fuerza política cohesionada, provista de un programa a corto, mediano y largo plazo, es muy difícil trastrocar los parámetros que fijan la realidad.

Lo que se ha producido de bueno en estos años lo conocemos bien. Se llevó adelante un proceso de recuperación parcial de la soberanía nacional, con hitos de veras importantes, aunque en algunos casos demorados en el tiempo y resultado de actitudes reactivas frente al hostigamiento del adversario más que de un programa sistemático. De cualquier modo la liquidación de las AFJP y la recuperación para el estado de los aportes jubilatorios, el rescate de YPF y de Aerolíneas; el fomento del plan nuclear, desmantelado durante la etapa neoliberal; la repatriación de los científicos y técnicos argentinos expulsados por el modelo agroexportador y por la liquidación de la industria durante los 90; la creación de empleo, la disminución radical de la miseria a través de planes asistenciales, el fomento de la educación pública y una política exterior soberanista y abierta a criterios geopolíticos que privilegian a la región suramericana, fueron todos logros más que notables. A lo que cabe agregar, lo último pero no lo menos importante, el haberle perdido el respeto (o el miedo) a los grandes medios de comunicación y a sus escribas, y a ese mito del llamado “periodismo independiente”, que se encuentra ligado por lazos muy íntimos a la estructura semicolonial del país.

Estos pasos, aunque no terminaron de configurar un bastión inexpugnable en razón de que no se emprendieron la reformas de base en materia fiscal y tributaria, y de que no se resolvió un plan de cambio estructural pautado de manera coherente y constante, fueron suficientes para exasperar al establishment –mucho más que la meritoria política de derechos humanos, que lo dejó perfectamente frío en la medida en que esta se centraba en castigar a los responsables directos de los crímenes cometidos durante la dictadura, que hacía rato estaban sumidos en el desprecio y habían perdido por lo tanto cualquier valor político.

La exasperación del sistema se fundaba en los otros motivos y fue expresada por los oligopolios de la información y articulada por una justicia en buena medida cooptada por aquel, y por una oposición de una increíble mezquindad e insuficiencia políticas, que este año se elevaron a niveles sorprendentes. Se intentó desestabilizar, si no se lo podía derrocar, al gobierno democrático. Asistimos a golpes de mercado y a una inacabable guerrilla comunicacional y hubo que soportar un discurso opositor vacío de credibilidad, pero potenciado por la cuasi unanimidad mediática, que hacía y hace hincapié en tópicos como la inseguridad y la corrupción, magnificando en este último caso ciertos deslices poco edificantes, pero que no guardan relación con la corrupción estructural y masiva de los 30 años de neoliberalismo que destruyeron al país. En cuanto a la inseguridad, basta señalar la disparidad entre las cifras de bajas que resultan de la acción del delito entre países como México, Colombia, Venezuela, Brasil y Estados Unidos, con el nuestro, para comprobar que la manipulación que existe en las campañas de terrorismo psicológico que en torno a este tema practican los grandes medios.

Desde luego la inseguridad existe y es probable que siga registrando niveles altos en el próximo futuro, pero en las usinas de la desinformación jamás se tiende a vincularla con la devastación causada por el período neoliberal y con la marginación social que resultó de este, que requiere ser revertida para acabar con el problema. Tampoco toman en cuenta la crisis del sistema capitalista en general, fautor una especulación predatoria que requiere de la existencia de un mercado ilegal de capitales donde se lava el dinero y en el que los fondos del narcotráfico aceitan la circulación. La droga, que es en efecto un elemento clave en el auge de la inseguridad, no existe por sí sola; es un factor deletéreo que va minando la resistencia psíquica y física de las gentes y limita su capacidad de acción y reacción,  complementando así la tarea de lavado de cerebro que cumple la industria del espectáculo respecto a la masa del público. El  establishment global no desea ser molestado en su gestión de la concentración y maximización de la renta suntuaria. La gestación de paraísos e infiernos artificiales es útil para apartar la atención del público de la financierización del capitalismo en detrimento del modelo productivo del mismo.

Ahora bien, pese a toda la bambolla mediática y al rebote de la crisis económica mundial que está apretando no sólo a la Argentina sino al conjunto de gobiernos latinoamericanos que se situaron en actitudes contrastantes respecto del modelo neoliberal, estamos llegando al año electoral con una razonable perspectiva de triunfo para el Frente para la Victoria. Esta perspectiva se encuentra mediada, sin embargo, por lo que denominamos, en una nota reciente, “el momento de reflujo” (“La ofensiva imperialista” del 11/12/14). Esto es, por la retirada parcial de la ola populista que dominó el principio de siglo en América latina. Como señalamos allí los signos de retroceso son evidentes en Brasil y Uruguay, y Venezuela está hoy doblemente acosada por la hostilidad norteamericana y por la baja mundial de los precios del petróleo. La aparición en nuestro país, después de las elecciones, aún en el caso de una victoria del FPV, de un modelo todavía más atemperado de resistencia al modelo global preconizado desde el norte es, por lo tanto, una posibilidad que no puede descartarse.

El mundo                                                                                         

En lo referido al escenario internacional la situación tampoco puede ser reducida este año a una apreciación simplista. Hay varios órdenes de factores que deben ser tomados en cuenta. Uno de ellos es el esquema globalizador fundado en una distribución brutalmente asimétrica de la riqueza. Este esquema funciona no sólo en la relación entre los países centrales y la periferia, sino también cada vez más al interior de los países centrales mismos. El desempleo, con particular incidencia en los jóvenes, la ofensiva día a día más decidida contra lo que resta del estado de bienestar y las políticas de ajuste que las potencias mayores dictan a las menores –Grecia, Italia, España, Portugal y los países del Este europeo- para reequilibrar su economía de acuerdo a parámetros monetaristas, indican que el restringido círculo del poder y los tecnócratas que lo sirven se sienten tan seguros de su poder que piensan que pueden permitirse cualquier cosa.

Esto, en las sociedades europeas o en los mismos EE.UU., no deja de revestir matices riesgosos. Pero mucho más peligroso resulta cuando se combina con un dinamismo agresivo que se expande en abanico y se complica con el activismo militar. El esquema del ajuste forma parte de un paquete global al que se desea instalar como un modelo hegemónico piloteado por Estados Unidos y sus socios, la Unión Europea y Japón. Este propósito choca con la intención de los países con economías emergentes, China, Rusia, Brasil y la India que, con diversas gradaciones de importancia económica, pretenden sustraerse del abrazo de ese capitalismo enfermo. El hecho de que uno de esos países, China, se perfile como la potencia económico-militar que en una década o menos podría desbancar a la economía de Estados Unidos de su puesto de primus inter pares y podría dar al traste con sus maquinaciones imperialistas, exaspera a los halcones de Washington y sin duda al núcleo oligárquico que desde los organismos internacionales de crédito dirige la política mundial. Esta es la razón por la cual la hostilidad norteamericana hacia Rusia reviste en estos momentos un cariz tan feroz como para abocarla, a través del embargo, de la paralización de sus activos en el exterior, de la injerencia en Ucrania y del dumping en los precios del petróleo, a una capitulación en regla, anulándose como potencia de primer nivel, o a encarar un casus belli que no desea. Pues este, aunque probablemente no llegase a una “all total war”, a una guerra abierta entre las potencias nucleares, con seguridad arruinaría la recuperación que Vladimir Putin elaboró pacientemente desde su acceso al poder. A estar por su conducta diplomática Rusia da la impresión de querer evitar un choque abierto con aquellos a los que su gobierno todavía llama, un tanto patéticamente, sus “socios” de occidente. Moscú necesita tiempo, en efecto, para que su viraje hacia una alianza oriental con China se consolide y rinda resultados.

China, por su lado, siente la presión norteamericana en el Mar de la China del Sur, donde la disputa entre Pekín y los gobiernos de Taiwán, Filipinas, Malasia, Indonesia y Vietnam por las islas Paracelso y las islas Spratly y sus potenciales riquezas energéticas, se ve acrecentada por el valor geoestratégico de su ubicación, pues se encuentran en la ruta marítima más concurrida del planeta. Pekín no tiene intenciones de rendirse, pues sabe que tiene al menos una baza muy grande en la manga que puede permitirle negociar: el interés de los empresarios norteamericanos en hacer negocios con ella. Pero el carácter feroz del desafío imperialista tampoco escapa a su comprensión. La presión contra Rusia y la pretensión de reducirla a una fuerza de segundo orden arrancándole al menos una parte de su capacidad de disuasión militar –la implantación de la OTAN en Ucrania no significaría otra cosa- es una amenaza mortal contra China, que no posee todavía un potencial militar equiparable al de Estados Unidos.

Este año ha visto reafirmarse en el mundo una política global basada en la conspiración, los golpes de mano y la fuerza bruta, con el añadido de algunos rasgos de manifiesta y escalofriante barbarie. Para llamarnos la atención sobre el carácter regresivo de esta etapa histórica basta mencionar el salvajismo de los bombardeos israelíes contra Gaza –una operación que bajo el pretexto de una operación punitiva no fue otra cosa que la reiteración de un ejercicio de limpieza étnica-, y la irrupción del ISIS o EI, el Estado Islámico, siniestro engendro derivado del experimentalismo de la CIA para manipular a los fanáticos más irreductibles y cerriles sublevados contra los intentos de modernización surgidos del propio seno de las sociedades musulmanas. Los cuerpos de los niños palestinos destrozados por las bombas israelíes y los cuerpos decapitados de los soldados del ejército sirio, de periodistas occidentales o de árabes no pertenecientes a la secta fanática, son una muestra deprimente de la regresión moderna. No siempre será así, pero hay que convenir en que esta etapa se asemeja mucho a la nocturnidad a que aludía Victor Serge cuando, en 1939, describía a una Europa suspensa entre el estalinismo y el nazismo.[i]

En fin, mañana será otro día, como dice el refrán, aunque la meteorología siga marcando “tiempo tormentoso” para la época que viene.        

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[i] Victor Serge, “S’il est minuit dans le siècle”, Grasset, París, 1939. 

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