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24
JUL
2008

Barack Obama y la política exterior USA

Se tiene la sensación de que no sólo el candidato demócrata sino también su adversario republicano no toman muy en cuenta la modificación que se está produciendo en las relaciones de fuerza entre las grandes potencias.

El probable vencedor de las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos, Barack Obama, tiene al “cambio” como leit motiv de su campaña. En el plano interno quizá esa aseveración tenga un cierto grado de verdad, por cuanto podría impulsar un programa dirigido a mejorar el carácter marcadamente retrógrado y salvajemente capitalista en lo referido al sistema de salud. Aunque hay que reconocer que esta proposición, digamos “sanitaria”, no involucra en lo más mínimo a los temas de fondo que convierten a la actual situación económica norteamericana en una bomba de tiempo.

En lo que hace a las líneas generales del modelo norteamericano y a la política exterior que es su contrafuerte, todo indica que Obama seguirá llevando hacia adelante el proyecto hegemónico que los dos grupos de la oligarquía dominante en Estados Unidos –demócratas y republicanos-, comparten con distintos matices. Y ese proyecto no es otro que el de la “guerra infinita”, que el presidente George W. Bush definió, con torpeza pero indudable sinceridad o cinismo, poco después de los atentados del 11/S.

Puesto en la perspectiva de la historia, el concepto de la “guerra infinita” no puede ser otra cosa que la decisión de imponer la voluntad de la híperpotencia estadounidense a cualquier costo y por un lapso indeterminado de tiempo. Es, poco o más o menos, el establecimiento de una pax americana que imite a la pax romana de 2.000 años atrás, que consistía en guerrear sin pausa en el limes para someter a los pueblos díscolos o para impedirles avanzar hacia el interior de las fronteras del imperio.

Esta semana Barack Obama desembarcó en Bagdad, en la primera etapa de una gira por el Medio Oriente. A estar por los argumentos que el senador por Illinois desarrolló a lo largo de su viaje y que ya había esbozado previamente, el núcleo de su pensamiento estratégico gira en torno de una módica retirada de Irak –donde quedaría una “fuerza residual”. Esta se encargaría de llevar adelante operaciones puntuales de contrainsurgencia, abocarse a proteger las empresas e intereses norteamericanos allí alojados y suministrar entrenamiento y respaldo a las fuerzas del ejército del gobierno títere iraquí. Así, tras retirar la mayor parte de las brigadas de combate a lo largo de un período de 16 meses, quedarían de cualquier modo varias decenas de miles de soldados norteamericanos instalados en el lugar.

Todos estos pasos se darían, desde luego, en la presunción de que la guerra anunciada contra Irán no tendría lugar y de que, de alguna manera, se intentaría llegar a algún tipo de arreglo que al menos contuviese, por un tiempo, la tormenta que se cierne entre Israel y ese Estado, neutralizando también las tensiones de Tel Aviv con los palestinos, los sirios y los libaneses.

A cambio de esto, Barack Obama pretendería desplazar el activismo militar de su país hacia Afganistán, llevando allí otras dos brigadas de combate y urgiendo un mayor involucramiento de los aliados de la Otan en el control de ese territorio. Lo cual, casi fatalmente, acarrearía una extensión del conflicto hacia las zonas aledañas de Pakistán. Esta serie de evoluciones, de verificarse, no alterarían gran cosa el proyecto norteamericano de hegemonía global. Un Irak más manejable tras cuatro años de matanzas y la virtual partición de ese país, estaría brindando a los grandes consorcios norteamericanos la oportunidad de saquear con cierto grado de seguridad las riquezas petroleras allí existentes. Habiendo obtenido un control directo, aunque parcial, de las reservas de crudo en el Medio Oriente, los subsiguientes capítulos para arramblar con todo el paquete podrían esperar, mientras se consolida la inserción occidental en el área estratégica del Asia Central.

La utilidad de un fantasma

El argumento invocado por el candidato demócrata para justificar este desplazamiento del eje de la intervención norteamericana es, como de costumbre, el combate al terrorismo: Osama Bin Laden estaría refugiado en las anfractuosidades del difuso límite montañoso entre Afganistán y Pakistán, y allí habría que concentrar los esfuerzos para erradicar al enemigo nro. 1 de Estados Unidos y a sus secuaces talibanes. En la actualidad, fuera de Estados Unidos, este “verso” no se lo cree nadie, empezando por el de la improbable existencia del fantasmal líder del fundamentalismo musulmán, dado por muerto en sucesivas ocasiones: Osama debía, en efecto, someterse a diálisis periódicas antes de desvanecerse en las montañas, y es difícil que allí haya podido contar con los auxilios médicos necesarios para mantenerse en vida, si es que pudo escapar a los bombardeos de saturación realizados por los B-52 contra sus posibles refugios.

Por otra parte, lejos de proveer un programa dirigido a una gradual reducción del hiperinflado presupuesto militar de Estados Unidos, el candidato demócrata en realidad ha solicitado un incremento del personal bajo bandera que rondaría en unos 65.000 soldados y 27.000 marines, dotados de las capacidades necesarias para derrotar a los enemigos convencionales y para enfrentar los desafíos que provienen de las guerras inconvencionales en que tan pródigos resultan estos tiempos.

Su actitud refleja, de hecho, un consenso que parece haberse establecido desde hace un tiempo entre las centrales de inteligencia, el Pentágono y el establishment político y que apunta a moderar las actitudes más arrebatadas del tándem Bush-Cheney, sin renunciar un ápice, sin embargo, a sus objetivos de fondo.

El proyecto Rusia

Nada hay de raro en esto si se toma en cuenta que el principal asesor en materia de política internacional del candidato demócrata es el geoestratega Zbygniew Brezezinski, ex asesor del presidente Jimmy Carter en asuntos de seguridad nacional, un intelectual de fuste (como lo es su par republicano Henry Kissinger), permeado por una concepción geopolítica en la cual tal vez no poco tiene que ver su origen polaco, que puede haberle infiltrado, desde su infancia, un sentimiento antirruso que, al casar con las aspiraciones más extremas de la élite norteamericana, lo predispone a diseñar los más atrevidos proyectos dirigidos a recortar y reducir, hasta su virtual extinción, las capacidades de Rusia como potencia mundial.

Uno de los aspectos más inquietantes de la campaña electoral norteamericana es que ninguno de los dos candidatos, Barack Obama y James McCain, hayan dicho nada en torno respecto de un asunto de vital –o, si se quiere, mortal- importancia, cual es el del despliegue del escudo “antimisiles” alrededor de Rusia, desde países que hasta hace pocos años formaron parte del glacis defensivo de la ex Unión Soviética. Y esto a pesar de la serie de declaraciones que el gobierno ruso ha producido desde principios de este año en torno del tema, previniendo sobre las graves consecuencias que semejante despliegue va a tener en caso de efectivizarse.

Desde la Casa Blanca y el Departamento de Estado esas afirmaciones fueron desestimadas con un encogimiento de hombros, pues no de otra manera pueden definirse las ligeras afirmaciones en el sentido de que dichos cohetes tienen una motivación defensiva, para cubrir a Europa occidental de eventuales ataques nucleares provenientes de un “Estado delincuente” como Irán –al que de ninguna manera se le ha podido probar que dispone de armas atómicas. Más insultante aún resultó el tono escandalizado en que las expresiones rusas fueron recibidas, alegando que resultaba “agresivo” que el ex presidente Vladimir Putin declarara que a tal despliegue su país respondería situando sus tropas y rampas de lanzamiento en las fronteras de Polonia y de cualquier estado que alojase las facilidades que permitiesen tornar operativos los cohetes norteamericanos.

Más recientemente el nuevo presidente ruso, Dmitri Medvedev propuso un nuevo orden en las relaciones en materia de seguridad entre el Oriente y el Occidente, sugiriendo que a él se incorporaran Rusia, la Unión Europea y los Estados Unidos, propuesta que siguió a la aun más audaz proposición de Putin en el sentido de que Estados Unidos desplegase junto a Rusia esa barrera antimisilística en los confines del Cáucaso.

Todo fue inútil, y la Otan ha proseguido su política de rodear a Rusia, empujándola cada vez más hacia el oriente y royéndola en sus implantaciones meridionales, a través del escalamiento de los esfuerzos en segregar o dividir los países de la ex URSS. Incluso conspiró para alentar la independencia de Ucrania, que es, junto a Bielorusia y Rusia, el corazón histórico de la vieja Rus.

Uno se puede imaginar lo que las contrapartes rusas de los Brezezinsky o Kissinger pueden pensar acerca de estos movimientos y lo poco predispuestos que deben estar a confundir, esas maniobras de asedio, con la guerra contra el terror definida por Washington y en cuyo nombre se realizan todos los desplazamientos de sus fuerzas armadas.

Una aspiración desencantada

Rusia quiere integrarse al sistema capitalista occidental desarrollado. Pero desea, obviamente, hacerlo en sus propios términos. Ese deseo llevó primero a la rendición del agusanado aparato del viejo PC a las razones del capitalismo del mercado. Después la banda Yeltsin fomentó la privatización del gigantesco botín representado por las empresas estatales, traspasándolo a las manos de los miembros de la nomenklatura que fungían de directores, combinando este movimiento con la asociación de no pocos de ellos con los magnates de las finanzas surgidos de la putrefacción del régimen, dando lugar al surgimiento de una neoburguesía mafiosa.

Rápidamente, sin embargo, comenzó a diseñarse una fuerte hostilidad popular ante este estado de cosas. Los encargados de concentrar y capitalizar ese descontento fueron los supervivientes del antiguo aparato de seguridad del Estado, que gradualmente, a través de uno de sus agentes más dotados, Vladimir Putin, negociaron el desplazamiento de Boris Yeltsin. No es la primera vez que la policía política se encarga en Rusia de ser el principal eslabón de una cadena dirigida a contener la disolución del Estado. Vladimir Putin, un ex KGB convertido en político, fue quien orientó la maniobra, rompiendo, entre otras cosas, el plan del lobby petrolero anglonorteamericano en el sentido de ocupar un lugar estratégico dentro del complejo energético ruso. El oligarca Mijail Jodorkovsky, que intentaba vender el 40 % de la más grande empresa rusa de petróleo, la Yukos, al gigante petrolero norteamericano Chevron, fue arrestado en el aeropuerto de Novosibirsk, cuando en apariencia intentaba dirigirse al exterior, y languidece ahora en una cárcel.

A esto se sumó un agresivo plan de rearme y de ventas de armas al exterior y un fortalecimiento de los vínculos con China, hasta integrar el llamado grupo de Shangai, que se está erigiendo como un contrapeso militar capaz de imponer respeto a la híperpotencia y sus aliados. Estos últimos, la Unión Europea en particular, pueden afichar su solidaridad con Estados Unidos de labios para afuera, pero es muy difícil que les tiente convertirse otra vez, como durante la Guerra Fría, en la primera fila destinada a recibir el choque de una eventual represalia rusa, si a partir de la erección de la barrera misilística occidental la potencia moscovita decidiese no seguir retrocediendo.

El nuevo presidente ruso, Dmitri Medvedev, tiene un perfil en apariencia menos duro que Putin, y esto había suscitado una esperanza entre los dirigentes occidentales en el sentido de que habría de desprenderse de la tutela del anterior mandatario y elaborar una política que de alguna manera restituyese la comodidad de las relaciones que existieran entre la UE y las administración de Boris Yeltsin. Nada indica que vaya a ser así, sin embargo. No sólo Putin sigue siendo el referente central de la política rusa –cuenta con un 70 por ciento de aprobación popular- y ocupando el puesto de primer ministro en el nuevo gobierno, sino que este no evidencia la más mínima disposición a acomodarse al despliegue de la cohetería norteamericana y su infraestructura logística en Polonia y la República Checa.

Con un lenguaje moderado, pero con inequívoca firmeza, el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Serguei Lavrov, propuso una pausa estratégica en el conflicto de los misiles, sugiriendo un congelamiento en el despliegue de estos, en el avance de la Otan hacia el Este y en el fomento por Occidente de los conflictos en el Cáucaso; verbigracia, en Georgia. Medvedev, por su parte, en un discurso pronunciado el 12 del corriente mes, afirmó que “la evolución de las relaciones internacionales a comienzos del siglo 21 y la consolidación del poder ruso nos determina a examinar las condiciones que nos rodean y a revisar las prioridades de nuestra política exterior… con miras no sólo a participar en la implementación de la agenda mundial, sino también en la formulación de esta”.

Más claro, agua. Cualquiera sea el vencedor en las próximas elecciones norteamericanas es evidente que debería ir haciéndose cargo de que el escenario mundial ha cambiado desde el derrumbe de la URSS en diciembre de 1991 y que Rusia –y China a su lado- se perfilan como contendores o al menos como socios que exigen ser respetados en la proyección del nuevo siglo. Sería bueno que Barack Obama comenzase a insertar en sus discursos de campaña algo de estas perspectivas. Y sobre todo que los ejércitos de asesores que lo rodean y los cuadros de la administración norteamericana que diseñan las grandes líneas de la política internacional de la superpotencia, empezasen a mirar el escenario con algo menos de soberbia. Se ahorrarían –y ahorrarían al mundo, sobre todo- sobresaltos que podrían ser espantosos.

Pero no hay demasiados motivos para ser optimistas. El apuro de Condolezza Rice en buscar una rápida membresía de Georgia y Ucrania en la Otan, y la aceleración de los preparativos para la instalación de la cortina de misiles en Europa Oriental, pueden estar indicando que los halcones de la administración Bush están decididos a precipitar acontecimientos en el frente euroasiático para crear un hecho consumado de antagonismo entre Estados Unidos y Rusia, que trabe los movimientos de Obama respecto de Moscú, en detrimento de cualquier posibilidad de construir un nuevo consenso entre las potencias.

El mundo se mueve, y sus variaciones no dejarán de alcanzarnos.


(En la redacción de este artículo se han utilizado fuentes provenientes de Internet, como Rebelión y Global Research, el blog de F. William Engdahl y la edición electrónica del Asia Times).

 

[1] Una defensa misilística es cualquier cosa menos defensiva. ¿Quién puede garantizar que los cohetes de alcance medio que se desplegarían en Polonia no vayan a tener cabezas nucleares, con las cuales se podría alcanzar cualquier objetivo ruso en cuestión de minutos, en vez de horas?

 

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