A riesgo de resultar redundante, es preciso volver sobre la situación en Europa del Este. No hay lugar en el mundo donde se concentre tanto peligro. Como dijimos no bien estalló la crisis en Ucrania, Estados Unidos está allí jugando con fuego. Los riesgos se hacen mucho más evidentes si se ve la situación con los ojos de la historia. No de la historia distante, sino desde la perspectiva del período del cual venimos y que tuvo a las dos guerras mundiales como referente catastrófico. Y es sumamente inquietante que los líderes de Ucrania occidental utilicen un lenguaje incendiario cuando se refieren a los eventuales desarrollos de la actual situación. “No le tengo miedo a una guerra con las tropas rusas” dijo el presidente Petro Poroshenko en una entrevista a la revista alemana Bild. Añadiendo que “estamos preparados para un escenario de guerra total”. Esto puede sonar a retórica, pero el problema es que esas afirmaciones vienen acompañadas por solicitudes directas al Congreso norteamericano para que los Estados Unidos acudan en “defensa de la integridad” de su país y por la llegada de pertrechos bélicos y asesores de la OTAN a Ucrania. Sin hablar de la ofensiva mediática que desde más de un año occidente ha desatado contra el gobierno de Vladimir Putin, que lo pinta bajo los colores más sombríos y no deja de hacer alusión, en ocasiones, a una presunta inclinación del pueblo ruso a someterse a gobiernos despóticos.
Esto no obsta para que los sectores de la ultraderecha radical que animaron las jornadas que acabaron en el golpe parlamentario contra Viktor Yanukovich tengan un lugar en el Consejo Militar de Kiev encabezado por el primer ministro Arseni Yatseniuk, y que su representante allí haya afirmado, a propósito del Estado islámico o DAESH, que “la misión histórica de Ucrania es liderar a las razas blancas el mundo en una cruzada final por su supervivencia. Una cruzada contra los subhumanos encabezados por semitas”.[i]
Es significativo es que gobiernos que se dicen responsables y que pretenden tutelar el orden mundial estén dispuestos a tener bajo su ala, aunque sea provisoriamente, a semejantes especímenes. Y que un gobierno en particular, el alemán, que en la práctica arrastra tras de sí a la Unión Europea, se enfrasque en este tipo de política expansionista y agresiva contra Rusia, cuando hay tanto en el pasado de Alemania que señala el carácter absolutamente explosivo de ese tipo de procedimientos y la existencia de dos vías contrastantes en la Öst Politik, probadas a lo largo de más de un siglo con resultados completamente disímiles.
La canciller alemana, que prácticamente rompió vínculos con Putin durante el reciente encuentro del G 20 en Australia, no puede ignorar esos antecedentes. Ella sabe que Otto von Bismarck cuidó mucho la relación con Rusia, y que el apartamiento de esa alianza tácita por el joven emperador Guillermo II comenzó la pendiente que llevó a la primera guerra mundial. La Öst Politik (o política hacia el Este) fue determinante para el destino alemán. Tanto antes como durante los conflictos europeos, y en el período de la guerra fría, las posturas en esa materia preocuparon y atrajeron de distinta manera a los políticos, empresarios y militares germanos. La creencia en la posibilidad de una asociación con Rusia que revolucionase los términos del equilibrio europeo aproximando Berlín a Moscú, y la propensión alterna, la de desarrollar una política agresiva y expansiva respecto a Rusia, se manifestaron repetidas veces a lo largo de un siglo. Durante la primera guerra mundial un jefe del estado mayor que propendía a llegar a un arreglo con el zarismo, fue desplazado por la dupla Ludendorff-Von Hindenburg, que estaban decididos a demoler al enemigo oriental para volverse luego contra el frente en Francia. Asimismo, cuando se produjo la revolución bolchevique, el estado mayor y los empresarios alemanes intentaron, tras la paz de Brest- Litovsk, desgajar a Ucrania de Rusia. Después de la guerra, sin embargo, se verificó otra inversión en el rumbo: derrotada, Alemania buscó la aproximación con el otro estado paria de Europa, el bolchevique, y firmó con él el tratado de Rapallo, en 1922, que aproximó germanos y soviéticos y permitió su colaboración estrecha en varios campos, muy especialmente en el militar. El tratado perdió vigencia después de la llegada de Hitler al poder, pero en 1939 las circunstancias internacionales indujeron al pacto nazi-soviético que, si no hubiese sido por la determinación frenética de Hitler en el sentido de cumplir con sus objetivos del “lebensraum” o “espacio vital”, hubiera podido invertir el rumbo de la segunda guerra mundial.
El caso Hagel
Hoy Alemania parece volver a la tónica agresiva respecto al Este, pero esta vez no representando su propio papel sino como acompañante de la política de Estados Unidos. Pero, ¿cuál es la política de Estados Unidos? A estar por los acontecimientos en curso durante los últimos años parece indudable que se basa en la persistencia por conseguir la hegemonía global, conteniendo a China y nulificando la capacidad de Rusia para seguir siendo una potencia mundial. Toda su estrategia consiste en ejercer un dominio irrestricto sobre las zonas álgidas del planeta, el medio oriente en primer lugar, recurriendo para ello a la guerra, la conspiración y los golpes planificados que usan tanto a las masas de ingenuos creyentes en la democracia como a los fanáticos religiosos reclutados entre los desesperados, desarraigados o psicológicamente extraviados emergentes de sociedades en procesos de desintegración, o de núcleos mal integrados a las sociedades de acogida que los han recibido como inmigrantes necesarios, pero no deseados.
En este esquema la conducción de la política norteamericana parece marcada por fuerzas que brotan del estado profundo, de una entidad que escapa a todo control democrático y que parece capaz de imponerse a todos los consejos de prudencia que prodiga el sector más moderado de la oligarquía política estadounidense, que en estos años creyó encontrar en Barack Obama a un dirigente que sería capaz de expresarla. En la práctica Obama no sólo fracasó en sus intentos por amoldar a la sociedad norteamericana a un modelo algo más solidario en materia de protección social, sino que en el plano de la política exterior agravó las conductas de los gobiernos que lo antecedieron. El secretario de defensa del cual el presidente se acaba de desprender, Chuck Hagel, fue una opción del actual mandatario a poco de ser reelecto. Obama se deshacía en ese momento del tándem Hilary Clinton-David Petraeus (este último convenientemente sepultado por un escándalo sexual), que desde el Departamento de Estado y la CIA impulsaban la desestabilización y en última instancia la liquidación del régimen de Bachar al Assad en Siria. Hagel era de un consejo más moderado y habría estado dispuesto a motorizar no sólo una componenda con los sirios sino a conducir las conversaciones con Irán sobre el tema atómico con más flexibilidad que las anteriores administraciones. Respaldaba también el proyecto del presidente en el sentido de ir retirando efectivos de Irak y de Afganistán. Propiciaba el diálogo entre Hamas y el gobierno israelí. No había aprobado el golpe de estado en Ucrania, activamente respaldado en cambio por Victoria Nuland, la asistente de la secretaría de Estado para Europa y Eurasia. Todo esto le había valido el resentimiento de los halcones del establishment militar-industrial y del lobby proisraelí en el Congreso. Su salida indica que Obama no dispone ya de una política propia en materia internacional (si es que alguna vez la tuvo) y que todos sus escarceos de cambio en esa materia no pasaron de ser eso, meras insinuaciones que quedaron en agua de borrajas.
[i] Reportaje de la revista alemana Bild del 19//11/14, citado por Strategic Culture Foundation (www.strategic-culture.org)