Este jueves, despidiendo humo y fuego, el vector que transportaba al satélite Arsat - 1 se elevó del suelo de la Guayana francesa, rumbo al espacio. Más allá de los servicios que este satélite va a prestar en materia de telecomunicaciones, el hecho es inmensamente alentador y promisorio por lo que significa como un primer paso para toda una serie de emprendimientos que han de seguirlo y, sobre todo, porque implica el desarrollo de una tecnología propia, no dependiente de las importaciones. Este avance coloca a nuestro país entre las ocho naciones del mundo que están en condiciones de impulsar esta clase de desarrollo: Estados Unidos, Rusia, China, India, Israel, la Unión Europea y, ahora, la Argentina.
Por supuesto, el irreprimible carácter cainita de los medios oligopólicos no demoró en tratar de encontrarle pegas al proyecto. Pero a lo más que pudieron llegar fue a reprocharle al gobierno “falta de grandeza” por su forma de publicitar el asunto. Para ellos se trata un “aprovechamiento electoralista” de un logro que corresponde a todos los argentinos.
El logro alcanzará a todos los argentinos, es cierto, pero el mérito por él no es necesariamente de todos ellos. Por cierto no lo es de quienes, en la década de los 90, mandaban a los físicos nucleares y a los científicos a “lavar los platos”, procedían al desguace de la industria y entendían que algunas provincias de país “no eran viables”. Ni de quienes hasta hace poco tiempo se preguntaban sobre la necesidad de gastar tanta plata en poner “una heladera en el cosmos”. Esa mentalidad reduccionista que ha caracterizado desde siempre a los propaladores del derrotismo y de la idea del país dependiente no tiene nada que ver con el espíritu que anima los científicos que están llevando adelante el avance tecnológico de la Argentina, ni con el instinto político y estratégico de quienes, desde una posición de poder, han respaldado sus esfuerzos y se han prodigado en crearles un espacio propicio. El regreso de los miles de científicos que habían debido emigrar del país como consecuencia del arrasamiento neoliberal de nuestra economía y del programa destructor de la industria concebido en las usinas del pensamiento imperialista y ejecutado por sus títeres locales, fue consecuencia de la política del kirchnerismo, que recuperó, al menos en este plano, una concepción de veras desarrollista que viene de nuestra historia y que cobró con el primer peronismo la primera oportunidad de verificarse en gran escala.
Esa trayectoria ascendente se había quebrado con el golpe de setiembre de 1955. Nunca se pondrá suficientemente de manifiesto el carácter regresivo y funesto de ese episodio. La disputa entre quienes sostenían que a la Argentina le competía un destino de grandeza y quienes la habían conformado de acuerdo a un esquema dependiente, proveedor de commodities y generador de una renta suntuaria que recaía en un sector limitado de esta sociedad, se volcó en ese momento a favor de estos últimos. Y lo hizo de forma perdurable. Sin embargo, la resistencia del modelo que propendía a una autosuficiencia razonable persistió, entre múltiples contradicciones. Incluso en el período nefasto de la dictadura 1976-1983 se mantuvieron y potenciaron emprendimientos estratégicos de una importancia capital, como la conquista del ciclo del combustible nuclear, que también puso a nuestro país en una posición de avanzada en el dominio de esa difícil tecnología y lo dotó de un nivel que le ha permitido exportar reactores a otros países, con los réditos económicos, laborales y científicos que tal actividad implica.
No fue hasta la década de los 90 ese trabajoso empeño por mantener en pie una tecnología de avanzada se vino totalmente abajo por el brutal envite de las políticas del consenso de Washington, gestionadas por los gobiernos más cínicos y desvergonzados que ha tenido que sufrir el país. Las presidencias de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, timoratas hacia el exterior y despiadadas en las políticas de demolición de lo existente en el interior, dejaron en estado casi agónico a las industrias que implicaban el uso de tecnologías de punta. Y de haberse proseguido con la tónica marcada por sus gestiones no hay duda de que las mismas se habrían extinguido. Afortunadamente –o mejor dicho, por la sublevación del pueblo que por unos días tomó el destino en sus manos en diciembre del 2001- ese curso fue interrumpido. ¿Hace falta preguntarse sobre lo que pasaría si los agentes de ese proyecto de demolición volviesen al gobierno? Francamente repele escuchar como dirigentes como Ernesto Sanz –quien proclamó que, de ser gobierno, el radicalismo que él dice representar derogaría muchas de las leyes sancionadas en los últimos diez años-, vitupera contra el actual gobierno y afirma que sus dirigentes se van a pasar la vida dando explicaciones en los tribunales por su (presunta) corrupción. El Dr. Sanz está poseído por una fe irrefragable en la ley y tal vez tenga razón si se la entiende a esta no tanto como factor ponderador de las tensiones sociales y distribuidor de justicia sino como lo que normalmente es: un reaseguro de los sectores dominantes. Pruebas al canto: las absoluciones que en estos días han recaído sobre Domingo Cavallo, Fernando de la Rúa y María Julia Alsogaray.
Hay que librar batalla contra el espíritu acomodaticio y renunciatario que ha caracterizado a las fuerzas que en el siglo XIX configuraron a la Argentina. Ellas arremetieron contra lo que constituía su esencia criolla e impusieron la dictadura de un pensamiento raquítico; raquítico no porque fuera importado sino porque no se lo integraba a nuestra realidad y se lo adoptaba como un disfraz para disimular la codicia sectorial. En el país de hoy ese espíritu todavía se hace sentir, aprovechando el prolongado trabajo de disolución cultural que se ha efectuado desde la historia oficial y desde un abanico mediático que se ha esforzado y se esfuerza por diseminar la vulgaridad, la estulticia y la desinformación. Es una batalla larga y difícil, pero no imposible. Y la mejor refutación a ese espíritu derogatorio son emprendimientos como la hazaña tecnológica que hoy celebramos y el tozudo empeño científico y político desplegado para llevarla adelante contra viento y marea, atravesando las épocas sombrías y emergiendo a la luz de un tiempo nuevo.
La misma luz que se alumbró en las elecciones del pasado domingo en Bolivia y que esperamos ilumine a los brasileños cuando en el hermano país se dirima la contienda entre Dilma Rousseff y Aécio Neves; es decir, entre el mantenimiento de una postura soberanista y la adopción de un curso regresivo, que mira a América latina desde la óptica de los Estados Unidos. Suramérica ha avanzado demasiado, sin embargo, como para que cualquier torsión reaccionaria de su marcha tenga mucho futuro.