El discurso de la presidenta Cristina Fernández ante la asamblea general de las Naciones Unidas ha sido excelente y ha tenido un rasgo de originalidad pocas veces visto en ese lugar. Tal rasgo de originalidad fue la franqueza con que explayó verdades evidentes, pero que suelen ser soslayadas o nubladas por el lenguaje diplomático que allí se estila. Excepción hecha de Chávez, creo que desde la época del discurso del Che Guevara ante el mismo organismo, allá por los años sesenta, ningún mandatario latinoamericano se atrevió a explicarse de una manera tan valiente en torno a la forma en que el imperialismo presiona a estas sociedades. Desde luego que la presidenta no utilizó la palabra imperialismo, pero el significado de sus declaraciones iba claramente en aquel sentido. La protesta de Cristina Fernández contra la agresión de que está siendo víctima nuestro país aludió a un fenómeno comprobable y que está condicionando nuestra existencia cotidiana.
Por estos días, en efecto, se ha agravado en Argentina la presión contra el peso, la carrera al dólar está siendo potenciada al máximo a través de la hinchada cotización del "blue" y los medios monopólicos de comunicación se han convertido en la vidriera de cuánto episodio pueda contribuir a la conmoción psicológica. Se despliegan allí, con fruición repetitiva, todos los hechos de inseguridad; se explayan a toda hora puntos de vista negativos o despectivos respecto al gobierno, se inflan todos los datos que pueden contribuir a su desprestigio y se editorializa con una profusión de augurios catastrofistas.
Es obvio que se está ante un movimiento desestabilizador de esta sociedad argentina que, como hemos dicho en muchas oportunidades, a nivel internacional carga con el sambenito de ser díscola y pretenciosa simplemente por el hecho de que varias veces, con mayor o menor torpeza, ha intentado defender sus derechos soberanos yendo un poco más allá de la ley de la obediencia debida que dictan los poderosos de la tierra. Sin pretender equiparar a figuras que surgen de contextos históricos y de coyunturas sociales muy diferentes, los argentinos hemos tenido la insolencia de resistir la penetración anglo-francesa en la época de Rosas, hemos reafirmado nuestra neutralidad en tiempos de Yrigoyen y la primera guerra mundial, nos hemos atrevido a intentar darnos una situación que escapase a la condición de mero proveedor de materias primas en tiempos de Perón; fuimos el primer país que completó el ciclo del combustible nuclear después de las potencias, tuvimos la ocurrencia de intentar la quijotada de Malvinas; y, cuando, luego de un bamboleante y renunciatario proceso democrático, caímos en default, en vez de someternos de una vez por todas al diktat financiero internacional, volvimos a cargar a la democracia con un contenido legítimo y lidiamos con la cuestión de la deuda externa hasta reducirla a dimensiones más o menos manejables. Para el sistema mundial, esto es imperdonable.
Todos esos procesos, salvo el actual, fueron frustrados o cortados en agraz por el imperialismo, que contó para ello con el concurso indispensable de nuestra (lamentablemente, también es “nuestra”) burguesía compradora, de la plaza financiera y de la conjura de los grandes medios de comunicación. Ahora, aprovechando el impacto que la crisis mundial tiene sobre nuestra apenas incipiente recuperación económica, vienen a darnos la puntilla. Es decir, vienen a tratar de revertir lo que se ha logrado (poco o mucho, no se trata de discutir eso en este momento) para volver a entronizar la dictadura del mercado con plenos poderes.
Sabemos lo que significaría pagar a los fondos buitres la totalidad de la deuda que reclaman. O así fuera una parte de ella, pero mejorando la oferta de pago que aceptó la casi totalidad de los bonistas. De ser así se gatillaría automáticamente la cláusula Rufus (Rights upon future offers, un expediente al que el gobierno nacional se allanó para conseguir el arreglo con los bonistas en 2005 y 2010) y la deuda externa se multiplicaría hasta los 350 mil millones de dólares, condenando a varias generaciones de argentinos a vivir sin horizontes, tal y como acontecía a fines del 2001.
A pesar de esto los capitostes más en vista de la oposición han proclamado muy sueltos de cuerpo que a la deuda hay que pagarla tal y como lo postula el fallo del juez Griesa en Estados Unidos. “A la deuda hay que pagarla sí o sí” han dicho Macri, Binner y Carrió. No así Scioli, a quien sin embargo los portavoces oficiosos del gobierno siguen vinculando tácitamente a esa postura, en una demostración de mala fe que no ayuda a discernir los campos y a establecer los compromisos que son necesarios para establecer una línea de frente que favorezca la resistencia. Cualquiera sea la confianza o la desconfianza que se tenga en el gobernador de la provincia de Buenos Aires, no se lo puede aislar, en una demostración de "Schadenfreude" que perjudique a la ya vacilante cohesión del Frente para la Victoria.
El tenor de la información que vierten los medios oligopólicos tiene resonancias apocalípticas. Y a ella se suman los análisis históricos y sociológicos que como novedad han venido a incluirse en las páginas de La Nación. Algunos de sus columnistas recuperan con gran descaro la versión oligárquica de nuestro pasado y la adoban con el mismo “realismo” que ha excusado la sumisión del país al dictado del extranjero impuesto durante la mayor parte de nuestra historia. Se ciñen por supuesto a la exaltación del ejemplo de las grandes naciones que basaron, según ellos, todo su desarrollo en la libertad de mercados y califican de “verso” a todo cuanto contradiga a lo que ellos consideran verdades consagradas. Entre los “versos” cuentan a todo el pensamiento socialista que reformó o revolucionó al mundo desde mediados del siglo XIX. En su lugar reivindican al capitalismo salvaje del siglo XVIII, cuyos innegables progresos estuvieron acompañados por estragos que sólo la intervención –parcial o general- del Estado pudo paliar. Las dos guerras mundiales, las depresiones cíclicas, la explotación despiadada de las clases pobres y los países coloniales o la distorsión del desarrollo económico por obra de la concentración monopólica (a la que estos periodistas entienden como expresión del individualismo productivo y que no es otra cosa que el imperio de la ley del más fuerte) fueron la consecuencia directa de un aprovechamiento perverso de las energías liberadas por la revolución burguesa para desfigurarla en sus contenidos democráticos. Lo que debía haber sido una expansión de las capacidades productivas organizadas de acuerdo a un principio racional de distribución de las ganancias, se transformó en una acumulación desigual de estas, que, como ha dicho el Papa, son encerradas en un vaso cuyos bordes suben a medida que ellas se incrementan, dejando para las calendas griegas el cacareado “efecto derrame” y pronunciando el caos y el desamparo de las inmensas mayorías que no se sientan a la mesa del festín. Sólo el miedo al abismo al que se asomaban refrenó a las tendencias vesánicas del capital concentrado, después de la segunda guerra mundial. Hoy, cuando creen que con la caída de la Unión Soviética se han liberado de ese temor, están procediendo con un cinismo y un dinamismo que no se para en minucias y que, entre otros objetivos, tiene a la liquidación de las incipientes experiencias soberanistas de la América latina en su foco.
Sus escribas locales, por lo tanto, dan rienda suelta a sus peores inclinaciones. Tienen el desenfado de sostener que el persistente “error” argentino de querer controlar las fuerzas del mercado es síntoma de reaccionarismo y la razón de nuestra decadencia. No recuerdan que Estados Unidos y Alemania desarrollaron sus economías practicando un feroz proteccionismo. Repiten, sin que se les mueva un pelo, el discurso único que nos sirvieron a lo largo de las prolongadísimas intervenciones neoliberales en nuestra economía, intervenciones que, desde la cúspide del poder a través de personajes como Alsogaray, Krieger Vasena, Martínez de Hoz, Cavallo y muchos otros, se ocuparon en desorganizarla, vaciarla y venderla al mejor postor externo. Y tienen el tupé de reprochar al primer peronismo no haber industrializado al país, porque Perón cometió el error de creer que las commodities habían de ser el motor que nos propulsaría a la riqueza en el mundo hambreado y devastado posterior a la segunda guerra mundial. ¡Cuántas mentiras acumuladas en un solo aserto! ¡Y las formulan quienes se negaron encarnizadamente a modificar la faz rural del país a lo largo de un siglo! ¡Y las dirigen hacia un gobierno que, con sus alzas y sus bajas, realizó el primer intento más o menos coordinado de potenciar a la industria nacional, en un marco de justicia social y concibiéndola en el contexto de la integración iberoamericana! Intento que es probable hubiera tenido cumplimiento, al menos en parte, si no hubiese sido por el terrorismo oligárquico que remató en el sangriento golpe cívico-militar de 1955.
La recusación de esta prédica infame necesita, al menos, de un debate permanente. Es por esto que las afirmaciones insólitamente abiertas de la presidenta en las Naciones Unidas son muy útiles. Deberán, eso sí, ir acompañadas por resoluciones prácticas que las sustenten. Algunas, como la ley de abastecimiento, empiezan a tomarse, aunque si no se la implementa con firmeza puede convertirse en un gol en contra. Pero sobre todo es necesario avanzar sobre el sistema regresivo de tributación que nos aflige para aplicar los recursos que de ese modo se obtengan a una inversión productiva que alivie la crisis. Por supuesto, esto abriría un frente de batalla que el gobierno ha pospuesto muchas veces y que, con toda probabilidad, se le hace hoy más que difícil tomar. Pero el enunciado abierto de esta situación y la promesa de revertirla en cuanto sea posible, dotaría de vertebración a un discurso que, de otro modo, ofrecerá el flanco a la acusación que gira en torno a la retórica del relato.