nota completa

01
SEP
2014
El tema ucraniano está poniendo en juego tanto la gravitación geopolítica como las contradicciones internas de Rusia. ¿Hasta dónde puede componer con la agresión externa? Necesidad de consolidar el frente interno.

El panorama mundial muestra varias llagas purulentas, en las que las contradicciones globales se expresan no sólo en términos políticos y en coerciones económicas como las que afectan a la práctica totalidad del planeta, sino también cada vez más en la forma de guerras abiertas. El sistema-mundo que pretenden imponer Estados Unidos y la Unión Europea golpea en todas partes. En este momento el medio oriente es una herida abierta, donde acontecen cosas horribles y se ciernen desarrollos que pueden resultar mucho peores. Lo mismo (aunque más en sordina) ocurre en vastas zonas de África. Pero el lugar donde la dictadura mundial configurada por los países del creciente interior y del creciente exterior o marginal (según las categorías geopolíticas de Halford Mackinder), se encuentra en un contacto más directo con una de las dos potencias que representan el Heartland (o sea, la masa continental conformada por Eurasia) es, en este momento, Ucrania. Es allí, aparentemente, donde se incuban las mayores tensiones y los peligros potenciales más grandes, y es también allí donde podrían empezar a visualizarse los términos de un nuevo orden o, en caso contrario, de un grande e impronosticable desorden mundial.

El gobierno de Kiev ha denunciado “una invasión rusa de Ucrania oriental”, dirigida a reforzar a los rebeldes de Donetsk y Lugansk con miras a obtener la partición del territorio ucraniano. El Kremlin desmiente el hecho. Pero parece indudable que algo de cierto hay, pues las milicias locales no podrían tener por tanto tiempo en jaque al ejército regular ucraniano y avanzar, como lo estarían haciendo en estos momentos, en pos de la recuperación de Mariupol -un puerto sobre el Mar de Azov que abriría, a través del estrecho de Kerch, una comunicación directa con Crimea-, sin disponer de cierto apoyo militar de parte de Moscú.

 Es imposible entender el desarrollo de la política exterior rusa sin verla desde la historia y sobre todo en la proyección de las oscilaciones que se produjeron después del derrumbe de la Unión Soviética. Esa fractura acarreó un shock psicológico en cuya estela se abrieron paso un shock represivo[i] y un shock económico que desataron una orgía de corrupción sin paralelo y un fraudulento proceso de privatizaciones que llevó la cúspide de la economía a una neoburguesía mafiosa, también definida como oligarquía. Esto, amén de provocar una difundida miseria convirtió, a la que había sido la segunda potencia mundial, en un factor de poco peso en los desarrollos globales.

El derrumbe soviético incitó a avanzar a EE.UU., que era ya el factor dominante del mundo bipolar. A partir de ese momento comenzó una expansión descarada de sus intereses que dio lugar a un activismo sin freno. Los ataques a Irak tomando como pretexto la ocupación de Kuwait en 1992, el sucesivo embargo que estranguló a ese país hasta que fue posible darle la puntilla con la invasión de 2003; la liquidación de Yugoslavia y su fragmentación en una miríada de países sin importancia; la ocupación de Afganistán, la absorción de los países del Pacto de Varsovia en la OTAN; el derrocamiento y asesinato de Muammar el Gadafi en Libia, el desencadenamiento de la guerra civil en Siria y la presión económica, política y militar sobre Irán, que ha estado a un tris de provocar una guerra y que no ha cesado todavía, han sido todos hechos de factura estadounidense. Como también lo han  sido la desestabilización y el golpe de estado dado en Ucrania para integrar a ese país en la Unión Europea.

La cobertura propagandística para hacer tolerable a la opinión norteamericana esta desaforada propensión expansionista se ha basado en la necesidad de luchar contra el terrorismo que agrede a Estados Unidos (“la guerra infinita”); en el “derecho a proteger” a los pueblos de los dictadores que los oprimen y, por último, en la llamada “excepcionalidad americana”, que autorizaría a ese país a convertirse en el portador de una tarea mesiánica, destinada a la salvación del mundo. Con tono alzado y dando por sentado que todos comparten esta visión de las cosas, los dirigentes estadounidenses pretenden disimular detrás de esta cortina de humo los intereses concretos del imperio y del capitalismo salvaje.

Este desborde de agresividad untado con hipocresía puritana no encontró, durante más de una década, una oposición consistente de parte de la potencia que había sido el gran adversario de la guerra fría. Confusión, concupiscencia por el dinero y debilidad militar anduvieron juntas en Rusia por esos años, a las que se sumó la esperanza, ilusoria, en el sentido de que el buen comportamiento habría de darle un lugar entre los grandes tiburones de la finanza mundial y lograr así una componenda que permitiese la modernización de la  sociedad postsoviética. Todavía ayer la cancillería moscovita se refería a los países de la coalición occidental denominándolos como “nuestros socios”. No hubo una oposición a la expansión de la OTAN y la UE en los países que habían pertenecido al glacis soviético, y no se detectaron suministros bélicos dignos de mención en apoyo a los movimientos de resistencia antinorteamericanos que afloraron en Irak o Afganistán. La deflación de la importancia de lo que había sido el viejo imperio de los zares y luego del mucho más poderoso e ideológicamente irradiante imperio soviético, indujo a muchos observadores de occidente a considerar que el factor ruso se había convertido en una entidad sin importancia.

Cambio

Sin embargo, la situación había empezado a cambiar con la llegada de Vladimir Putin al poder. Este emergente de la policía secreta soviética, la KGB, se reveló como un hábil político. En un dos por tres se sacó de encima a Yeltsin, con cuyo apoyo había prosperado, y procedió a ajustarle los tornillos a la oligarquía. Hasta cierto punto al menos. Al mismo tiempo emprendió una campaña para reposicionar a Rusia en el mundo: se aproximó a China y conformó con esta el núcleo del Grupo de Shangai. Desde allí ambas potencias se abrieron al diseño de una estructura económica internacional aún más ambiciosa a través de la formación del grupo del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) que plantea un rival de peso a la coalición atlántica y a su socio japonés. Al mismo tiempo Putin emprendió una modernización de las fuerzas armadas para reposicionarlas en la situación que habían tenido durante el período de la guerra fría.

El primer síntoma de la nueva tonicidad de la política rusa tuvo lugar durante el conflicto con Georgia, donde la CIA y el Pentágono estaban exacerbando el sentimiento anti ruso con miras a la ocupación de Osetia del Sur, un enclave pro ruso en ese país del Cáucaso. La invasión georgiana a ese lugar fue rápidamente repelida por el ejército ruso. El interés de Moscú se encontraba en esta ocasión afectado de manera directa, por ser la zona del Cáucaso una de las vías de exportación de gas y petróleo, porque debilitaba el monopolio ruso en la explotación de los recursos de la zona y porque desde allí Estados Unidos podía hacer pie para, con una mano, excitar todavía más a los pueblos de confesión musulmana de la región contra Rusia, y con la otra para preparar un posible ataque contra Irán.

El caso ucraniano ha venido a exacerbar la predisposición de Rusia a resistir el acoso que le es impuesto. Y por primera vez en términos explícitos desde el final de la guerra fría. No bien se produjo el golpe de estado institucional en Kiev que desalojó, con el aliento y el apoyo de Estados Unidos y de la UE, a Viktor Yanukovich de la presidencia, Moscú reaccionó reincorporando Crimea a la soberanía rusa. De la que no debería haber salido nunca, si no hubiera sido por la ocurrencia de Nikita Khruschev de regalársela a Ucrania en una época en la cual la desintegración de la Unión Soviética era impensable. El estallido popular en Ucrania oriental, que se hacía eco de la exasperación de la mayoría rusófona por el golpe en Kiev, brindaba a Putin una ocasión inmejorable para proceder a la ocupación de esa zona, donde sus tropas hubieran sido acogidas como liberadoras. Pese a haber sido autorizado por la Duma a hacerlo, el presidente ruso tomó sin embargo una opción distinta y, en lugar de poner a occidente frente al “fait accompli”, al hecho consumado, prefirió contemporizar y buscar una solución negociada. Es de suponer que no fueron solo consideraciones de prudencia diplomática las que lo movieron a tomar ese curso. El peso de los oligarcas en el ámbito del poder sigue siendo grande, los intereses de estos se encuentran vinculados a los de occidente y el tono radical del movimiento de los ruso-hablantes de lo que para muchos es la “Novorossia” –asimilable en algunos casos al de una especie de nacional-bolchevismo- alarma a los clanes de la neoburguesía, tanto rusa como ucraniana.

Corrieron versiones, días pasados, de una aproximación entre Putin y Rinat Ajmétov, un potentado de Ucrania oriental que encabeza un poderoso holding con intereses en la industria minera, las finanzas, la agricultura, la energía y los medios de comunicación, y cuya fortuna personal, según la revista Forbes, rondaría los 2.100 millones de dólares. Ajmétov fue padrino político de Viktor Yanukovich, el depuesto premier por la revuelta en la plaza Maidan y el golpe parlamentario que la siguió, pero luego desplazó sus simpatías hacia el gobierno de Petro Poroschenko y se convirtió en un factor que jugó contra las milicias populares pro rusas en Donetsk.[ii] Un arreglo entre Putin y él podría acabar mal para las milicias, que estarían expuestas a una represión salvaje precisamente por su carácter popular y difusamente prosoviético. Pero esta hipótesis no termina de casar con los hechos más recientes, que nos muestran a un Putin mencionando la capacidad nuclear de su país, la decisión de este de no dejarse atropellar por las sanciones y la necesidad de encontrar un nuevo estatus para Ucrania oriental, mientras que Vitaly Churkin, el representante ruso en las Naciones Unidas, hacía gala de una rudeza y de una fría ironía al replicar las alegaciones de la representante norteamericana, Samantha Power, que acusaba a Rusia de violar el orden internacional por su intromisión en Ucrania oriental. Para Churkin, quien desde un principio ha desestabilizado la situación en toda la zona es Estados Unidos e hizo referencia a las tareas que en el mismo sentido la Unión desarrolla en medio oriente y que, según él, desautorizan a Washington para emitir cualquier juicio moral sobre el asunto que fuere.

Es difícil aventurar un pronóstico acerca de cómo evolucionará la política rusa en torno al asunto ucraniano. Si intenta una componenda usando a una figura como Ajmátov a modo de interlocutor válido sería probable que asistiéramos a una catástrofe social en Ucrania del este y a un retroceso grave de Rusia como factor de peso en el escenario europeo. Pero los últimos movimientos militares y la dureza con que se expresaran tanto Vladimir Putin como el representante ruso ante la ONU, hacen pensar que Moscú preferirá llevar adelante una política de fuerza que no se manifestará explícitamente, sino a través de expedientes indirectos, tal y como los pone en juego su adversario norteamericano en esa y otras partes del mundo. Las cartas que obran en su mano son muy fuertes y la capacidad de réplica a las sanciones económicas es muy grande; baste pensar en lo que sucedería en Europa si se corta el flujo del gas proveniente de Siberia. Para eso, sin embargo, Putin deberá arreglar los tantos en su frente interno. El peso de los oligarcas es grande en el plano económico; ¿no habrá que apelar a algunos de los expedientes del período soviético para aminorarlo? Y en tal caso, ¿no será necesario restituir a estos algo del componente anticapitalista y potencialmente democrático que en algún momento ostentó la revolución rusa? No es cuestión de nostalgia; es la evidente carrera hacia el abismo que realiza el capitalismo salvaje lo que autoriza –y, aún más, hace obligatoria- la formulación de este tipo de preguntas. Pues si el comunismo (en su versión esclerosada) está muerto, el capitalismo no ha resuelto ninguno de sus problemas. 

 

Notas

[i] Recuérdese el bombardeo del Parlamento por Boris Yeltsin, que acabó con la incipiente democracia rusa a costa de más de 500 muertos. En esta ocasión occidente aplaudió la dureza de Yeltsin y no dijo ni mu por los expedientes brutales con los cuales ejerció la violencia contra su propio pueblo.

                                                                   

[ii] Mariano Roca en Defonline: “Ucrania, poder,  política y negocios”.

 

 

Nota leída 15866 veces

comentarios