¿Será muy arriesgado aseverar que las series de televisión han tomado el lugar del cine? Tal vez lo sea, pero no puede negarse el peso que las teleseries están cobrando en el ámbito de la difusión masiva del entretenimiento. Ni tampoco es posible cuestionar la capacidad que están demostrando, algunas de ellas, para indagar la psicología de unos personajes complejos, siguiéndolos en una evolución que no se resuelve de un día para otro sino que se acompasa a las preguntas y presunciones que el telespectador va elaborando respecto a ellos. También es evidente la capacidad que tiene ese formato para crear un espacio propicio para revisar críticamente las ideas y tendencias del presente o para poner de relieve los expedientes ideológicos que el centro mundial utiliza para condicionar la psicología colectiva. No todas las series tienen el mismo nivel, desde luego; muchas son descartables y otras suscitan interés sólo por un tiempo, pero no hay duda de que ocupan un gran lugar en el campo de la ficción contemporánea.
En el centro de este desarrollo se encuentra la revolución de Internet. Los guionistas de Hollywood, acorralados por las exigencias que el cine “colosal”, espectacular, centrado en promover una tecnología electrónica capaz de aturdir e hipnotizar a los espectadores con el desfile de imágenes apabullantes, no tenían ya espacio para urdir tramas provistas de un toque de humanidad. Dragones voladores, fantasías góticas, persecuciones a toda velocidad, “indestructibles” y “duros de matar” de toda laya; explosiones y matanzas a granel se suceden a un ritmo arrollador, sin otra intención que pasmar al público. Lo digital devora al cine. El papel del escritor de guiones se ve así minimizado, reduciéndose al de simple proveedor de enlaces primarios entre una secuencia de apabullante visualidad y otra no menos impactante e igualmente vacía de contenido. Al menos, de contenido adulto.
La aparición de la web, la televisión por cable y la posibilidad de bajar filmes y series desde el ciberespacio a una infinita cantidad de ordenadores han creado un nuevo público, y es a esa creciente franja del mercado que se dirigen las realizaciones que más están atrayendo la atención de los espectadores y la crítica.
Estados Unidos, país líder en el campo de los medios de comunicación de masa y poseedor un prodigioso caudal de experiencia en el campo de la industria cultural, está en la punta del cambio a que aludimos. No podía ser de otra manera, dado que Hollywood fue una fábrica de historias y de técnicas audiovisuales, que hoy se ve aún más potenciada por la tecnología digital; pero que también contó con ejércitos de guionistas que supieron amalgamar el espectáculo con finas descripciones psicológicas y un sólido encuadre social. Ese regimiento de escritores fue repelido hacia los márgenes de la industria por el formato simplificado de los filmes de gran efecto. Ahora encuentra, en el encuadre narrativo de las teleseries de media o larga duración, un escape laboral y al mismo tiempo una forma flexible para esculpir sus ideas.
Desde luego existen otros países que también cultivan la nueva variante narrativa, a veces con mucho éxito; pero no hay duda que el gran centro productor son los EE.UU. y que incluso las series británicas suelen mirar a ese mercado como el objetivo a conquistar y adecuan, por lo tanto, algunos de sus rasgos, a lo que imaginan puede insertarse mejor en él.
Ya escribimos en una ocasión sobre “Los Soprano”, (ver “Una estética de la aniquilación ”, del 19.07.11) la notabilísima serie creada por David Chase y Mathew Weiner sobre un gang ítaloamericano asentado en Newark. Esa serie tiene un espesor temático y una intensidad dramática que la ponen por lo menos al mismo nivel que los más notables especímenes cinematográficos del género, como “El padrino”, de Francis Ford Coppola. Tuvimos luego la oportunidad de ver las dos primeras temporadas de “Boardwalk Empire” o “El imperio del contrabando”, patrocinada por Martin Scorsese, una serie hasta ahí formidable y que prometía muchísimo. A partir de lo poco que hemos alcanzado a contemplar de las temporadas posteriores, sin embargo, se tiene la sensación de que la serie ha virado hacia el gran guiñol y que la violencia, que siempre había ocupado un lugar destacado en la obra, se ha adueñado de ella y se ha convertido en una finalidad en sí misma, en detrimento de la credibilidad narrativa y de la evolución de unos personajes que, en un principio, poseían un peso propio y trasuntaban una psicología creíble. Tan grande parece ser esta involución que en You Tube ahora se ofrecen selecciones de las secuencias más sangrientas de los distintos capítulos. Ahora llega el cierre del ciclo. Veremos.
Ventajas y peligros del formato serial
Son obvias tanto las ventajas como los peligros que el formato serial ofrece respecto del fílmico propiamente dicho. Una mayor duración consiente un tratamiento más detenido y refinado de los personajes, y la trama puede desenvolverse gradualmente, permitiendo mostrar de una manera circunstanciada la evolución de las situaciones y el influjo que el entorno ejerce sobre el perfil de quienes se mueven en ese encuadre escénico. Por el otro lado, sin embargo, el éxito de una trama y de una receta narrativa puede inducir a estirarlas más de lo necesario, incurriendo en repeticiones o en dispersiones, en la irrupción de tramas paralelas que no están concebidas para enriquecer el argumento sino para inflarlo. Otro riesgo es el de la “fuga” de actores, que pueden sentirse tentados por otras oportunidades. Esto determina la supresión de muchos personajes y obliga a los guionistas a eliminarlos en un accidente o en algún parto desdichado –los casos de Mathew y de la menor de las hermanas en “Downton Abbey”- forzándolos a virar la trama hacia objetivos que es posible no hayan sido buscados en primer lugar. Pero frente a esto, sin embargo, se puede aducir que estos tropiezos se dan también en la vida real, y que quizá no deban ser vistos siempre como un inconveniente sino como irrupciones del azar que abren perspectivas ficcionales impensables, liberando a los personajes del diktat del narrador omnisciente…
Los productos ofrecidos son muchos, de modo que no se puede verlos a todos. Pero de entre las series que hemos tenido ocasión de recorrer recientemente, hay dos o tres que atraen poderosamente la atención. “Mad Men” y “Masters of Sex” son interesantísimas. Ambas asientan su acción en a principios o mediados de la segunda mitad del pasado siglo. La primera ha tenido un largo recorrido y está aproximándose al desenlace, mientras que la segunda apenas empieza. Las dos ofrecen un repertorio de situaciones habitadas por personajes complejos. También atrayente es “True detective”, un drama policíaco articulado sobre una trama que recuerda a la de “Seven”, la película de David Fincher sobre un asesino serial.
“Mad Men”
“Mad Men”(literalmente locos o chiflados) era el calificativo que se asignaban a sí mismos los ejecutivos que en la década de los sesenta dieron a la publicidad el carácter dinámico que requería la irrupción de la televisión y el viraje hacia la sociedad de consumo. El tema es urticante y permite una diagnosis –implícita, no telegrafiada a distancia ni proclamada con afirmaciones rimbombantes- sobre una etapa histórica en Estados Unidos y, por extensión, en el resto del mundo que, de alguna manera, nos guste o no, replica en buena medida las coordenadas existenciales de esa sociedad y siente el rebote de sus conmociones.
Una agencia de publicidad en ascenso ofrece el escenario donde se explayan las contradicciones, el conformismo, las convenciones sociales y la implacable lucha por la promoción individual en un país que ingresa a un período traumático de su historia, signado por el asesinato de los Kennedy y de Martin Luther King, así como por la guerra de Vietnam, la revuelta racial, la revolución sexual y la irrupción del feminismo.
“Mad Men” recoge a una variedad de personajes, pero el eje lo suministra el de Don Draper (Jon Hamm), un creativo de éxito, con un seguro instinto para el gancho publicitario (y para la mendacidad, en consecuencia). Don esconde muchos “esqueletos en el ropero”, como suele decirse, pues ha borrado los datos de su primera personalidad. Hijo de un matrimonio de granjeros de la época de la Depresión, crecido sin afecto en un prostíbulo luego de la muerte del padre, y desertor del ejército durante la guerra de Corea, donde cambió sus datos personales asumiendo la identidad de un oficial muerto en combate, pudo salir del conflicto con una condecoración y un grado militar que no eran los suyos, pero que le dieron la posibilidad de escurrirse hacia un espacio social que, sin ser elevado, estaba por encima de la misérrima condición que le había tocado en suerte. Desde allí llega a insertarse en una agencia de publicidad neoyorkina, de mediano porte, pero importante, donde rápidamente se convierte en la estrella y en el hombre indispensable. Asciende así en la pirámide social, hace fortuna, alcanza un estatus elevado, se casa con una bella muchacha salida de una buena familia y conforma un hogar modélico para las pautas del norteamericano medio. Es la estampa del “winner” o “ganador”, tan funcional a la leyenda de la libertad del mercado.
Sin embargo a Don –distante y cerrado en sí mismo, a la vez que mujeriego empedernido, bebedor, fumador y publicista proclive a las decisiones audaces-, por debajo de esta identidad que se ha trabajado lo carcomen los fantasmas y la inseguridad. El terror a delatarse lo impulsa a cometer actos de una mezquindad imperdonable, como negar a su propio hermano menor, empujándolo así al suicidio, y a fabricarse una personalidad dura y en apariencia indiferente, que destruye su matrimonio y lo convierte en un tipo tan admirado como detestado por sus colegas y socios.
Junto a él, y este es uno de los grandes méritos de “Mad Men”, pulula una serie de personajes dotados también de entidad propia y que son indispensables para la economía de la serie. El más en vista es el de Peggy Olson, al principio una tímida secretaria y que ahora se perfila como la contraparte femenina de Don, al menos en lo referido a la ambición, aunque ella también oculta su propio secreto en el armario. No vamos a extendernos en la descripción de los otros personajes, pero sí debe decirse que componen un abigarrado y creíble muestrario del universo oficinesco. Dada la naturaleza del trabajo que allí se desarrolla, el cinismo y una expeditiva desenvoltura en el manejo de los negocios ofrece un retrato de primera mano de los resortes que mueven a la sociedad capitalista en su expresión más actual: la de la creación de un montaje en el que cuentan más las apariencias que la verdad, y que se configura como una experiencia en conductismo más que en cualquier otra cosa.
La serie está trabajada con una tersura técnica sorprendente. Si ubica su acción en los años 60, la descripción y visualización de esa época se acomoda a los cánones del cine de ese momento. Incluido el color. Esa reconstrucción minuciosa no le quita eficacia. Al contrario, en “Mad Men” el estilo no devora al contenido: es funcional a este. El tránsito de los personajes por la escena está lleno de apuntes perspicaces y de observaciones a veces emotivas, a pesar del carácter agrio de la trama y de la fuerte antipatía que a veces despiertan algunos de ellos.
“Masters of Sex”
“Masters of Sex”, una serie creada por Michelle Ashford, cuenta por su parte la aventura científica (y algo más que científica) del Dr. William Masters y Virginia Johnson, quienes decodificaron los “misterios del sexo” o al menos dieron una formulación precisa de sus procesos, aventando muchos de los mitos que lo rodeaban. Incluido alguno forjado por Sigmund Freud. Su experiencia les valió muchos sinsabores y tropiezos al principio, en razón de la estructura hipócritamente puritana del medio académico en el que se desenvolvían. Pero su empuje e inclusive cierta falta de escrúpulos en el Dr. Masters, les permitió llevar adelante su tarea y compaginar un estudio que, por su franqueza, suscitó un escándalo que le valió a Masters su expulsión del hospital donde trabajaba.
Hasta aquí llega la primera temporada. La segunda está próxima a ser exhibida en Argentina, pero la primera partida de capítulos –el primer tomo, digamos- exhibe una solidez narrativa y una riqueza de matices psicológicos que auguran lo mejor para esta serie. Que, suponemos, no intenta convertirse en un registro documental de la historia de esa experiencia científica, sino en la recreación ficcional de esta y de quienes se vieron involucrados en ella.
El personaje de William Masters es por momentos repulsivo. Es un tipo encerrado en sí mismo, distante, autoritario, capaz de mentir a su esposa diciéndole que es ella la que no puede concebir mientras que es él quien está flojo en el conteo espermático. Es ambicioso y frío hasta el extremo de chantajear al decano del colegio médico (un estupendo Beau Bridges) insinuándole que podría filtrar el hecho de que ese respetado funcionario -casado, con una hija-, es en el fondo un homosexual (lo que en esa época le hubiera valido una condena unánime, el destierro social y la consiguiente pérdida de su trabajo, su familia y su respetabilidad pública). De esta inescrupulosa manera consigue que la universidad siga financiando su investigación. Es una hazaña del actor británico Michael Sheen el que transmita, a través del egoísmo que trasuda el personaje, sus repliegues humanos. Rasgos estos últimos que se ven mejor en el personaje de su compañera de búsqueda, Virginia (Liz Caplan), quien, sin dejar de poner en evidencia también un individualismo intransigente, poco dispuesto a negociar con nadie su propia libertad afectiva y sexual, es mucho más franca y abierta. Humana, en una palabra.
El gancho dramático, en consecuencia, no está puesto tanto en la evolución del estudio científico, sino en la sensibilidad de los caracteres que están involucrados en él. En especial en los de William y Virginia, quienes se convierten ellos mismos en cobayos para acelerar la búsqueda y establecer sus conclusiones, y a partir de allí se ven tomados en el engranaje y no pueden discernir más entre la búsqueda científica, la concupiscencia y, probablemente, el amor.
Las performances actorales son esenciales a la economía de la serie. Sheen, a quien habíamos visto antes en “La reina” y “Frost y Nixon”, es uno de esos sólidos e increíblemente dúctiles actores británicos, de sólida experiencia teatral, capaces de amoldarse a cualquier rol y dotarlo de vitalidad y sentido. Galés, como Anthony Hopkins y Richard Burton, a Sheen en apariencia no le cuesta nada desplazarse del papel de un primer ministro británico experto en seducir al público o del de un ameno conductor televisivo disputando el centro del escenario con un peso pesado de la política, al de un hosco especialista médico, a caballo entre su interés científico y la ambición de proyectarse como el descubridor de un universo de sensaciones no liberado, en la medida que podía haberlo estado, pues se encontraba blindado al conocimiento y la experiencia por la pudibundez y la gazmoñería.
Oscuridades y cargas implícitas
La importancia de la contribución actoral en las series televisivas de mayor nivel que se están exhibiendo se pone de relieve en “True detective”, una historia sobre un par de detectives ubicada en Luisiana y que discurre por dos cuerdas temporales: a mediados de los 90 y el presente. Mathew McConaughey y Woody Harrelson tienen a su cargo a los personajes, y es evidente que la capacidad de agarre de que dispone la serie depende en gran medida de la capacidad de sugestión que pueden dar a los policías que interpretan. Sin duda el trabajo de McConaughey es el que más resalta, por lo lucido que resulta su personaje, por su riqueza de matices y por las ambivalencias con lo que lo carga; pero su contraparte Woody Harrelson no es menos indispensable para explicarlo dramáticamente a partir su propia experiencia y del diálogo que sostienen y que consiente contrastar el punto de vista nihilista, desesperado y definitivamente amargo del primero con la contradicción que existe en el segundo entre sus valores incorporados, que adhieren a la las verdades canónicas de las convenciones establecidas, y su comportamiento a ras de tierra: más elemental, impulsivo e irracional, pero vital en cualquier caso.
La serie, ideada y guionada por Nic Pizzolato, no tiene mucha acción exterior –aunque la hay y brutal en ocasiones-, pero distribuye una tenebrosidad sobre la escena que por momentos resulta apabullante. El tema del asesino serial es remanido, pero parece fundarse en rasgos que se hunden en las profundidades de una sociedad enferma y capaz de crear –en las criaturas susceptibles a ello- obsesiones maníacas que rematan en la bestialidad más perversa. En el caso de “True detective” la sospecha de que nos encontramos no frente a un asesino sino a una conspiración que involucra a muchos personajes, abre el paso a una nueva temporada.
Ahora bien, cabe quizá preguntarse cuál es el saldo último del universo de los seriales. Aquí no entramos en una cuestión de estilo o de soporte digital o fílmico, sino en el de la evaluación del discurso ideológico que se desprende de esas obras, sea de forma explícita o implícita. Y la verdad es que frente a este se hace difícil evadir una sensación de angustia o de náusea, incluso. Están muy bien ideadas, magníficamente interpretadas y resueltas en gran estilo, pero la negrura e incluso la sensación de la futilidad de todo es lo que predomina. Nosotros menos que nadie deseamos un cine o una televisión conformistas, que bata el parche a la pavada (y hay mucho de este material, por desgracia), pero el trasfondo adusto de las mejores de las series que hemos visto evade siempre un comentario más amplio sobre el mundo. La que más se aproxima a esto es “Mad Men”, pero el discurso crítico, que se supone ha de desprenderse objetivamente del material narrado, no termina de corporizarse en alguna afirmación que, por desgarradora que sea, postule una tesitura ofensiva o de efectiva resistencia al mal que nos rodea.
Este déficit tal vez no sea imputable a las series sino a un humor muy difundido en el mundo, imbuido de pesimismo en las áreas sociales satisfechas, que se sienten amenazadas, o de una rabia irracional entre los habitantes de las que no lo están, y que no encuentran los vectores ideológicos y políticos capaces de explicar su descontento, canalizándolo por vías de hecho y que provean la posibilidad de un desenlace exitoso. El peso del diktat mediático e informativo que aliena a los individuos de la realidad en este nuestro mundo contemporáneo tiene mucho que ver con eso. Disponer de esta información y disfrutar de lo mejor de la TV en condiciones de interponer una distancia crítica, entre la desolación que nos entrega, y nosotros mismos, es una manera de seguir resistiendo.