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16
MAY
2014

El caso Mijálkov

Director Nikita Mijálkov.
Director Nikita Mijálkov.
¿Arte, megalomanía u oportunismo? ¿Adónde va el gran director ruso?

Como el propósito de esta página no está dedicado exclusivamente a los análisis de coyuntura, sino que apunta a un abordaje más amplio de diferentes facetas de la realidad que nos circunda, se me perdonará que hoy incursione en el análisis de un realizador y de una película suya datada varios años atrás, pero que sólo en estos días tuve oportunidad de ver. El realizador es Nikita Mijálkov, quien a mi entender se contó en su momento entre los mejores del cine y fue asimismo representante de un tipo de arte que estamos echando mucho de menos quienes nos hemos formado en una comprensión del arte cinematográfico como un ámbito favorable a la procuración de la originalidad y la eficacia expresivas. Es decir, propicio a la práctica de un lenguaje que se busca a sí mismo, que no se abandona a la facilidad del impacto fácil que hoy permite la parafernalia tecnológica; o que, si la usa, lo hace de acuerdo a una funcionalidad narrativa que excede al propósito de sorprender al espectador con malabarismos que asombran, pero que suelen estar vacíos de sentido.

El uso del pretérito respecto de Mijálkov no está referido a su desaparición física, pues el director está activo. Pero el filme al que me propongo hacer referencia es posterior o apenas  anterior a otros que son un interrogante y que podrían estar configurando el ocaso de este director, de tan absurdos, grotescos o acomodaticios que resultan.

Una obra notable

El filme al que me refiero es “12”, y con él Mijálkov pareció renacer de las cenizas. La película fue rodada en 2008. Su tema es clásico, tan clásico que fácilmente puede transformarse en un tópico: el problema de la impartición de justicia. La película se basa libremente en la novela del estadounidense Reginald Rose, llevada luego al cine por Sidney Lumet, "12 hombres en pugna”. El esqueleto de la trama es el mismo: doce miembros de un jurado popular deben pronunciar sentencia en un caso de asesinato. El inculpado es un adolescente checheno que supuestamente apuñaló su padrastro. El veredicto debe ser unánime. Al principio el jurado parece ser un bloque convencido de la culpabilidad del acusado, pero a partir de la objeción de uno de sus miembros los pareceres empiezan a dividirse y en ese trámite también empiezan a aflorar los rasgos de carácter de cada uno de los jurados, su background personal y el condicionamiento social y psicológico que puede estar determinando su toma de postura respecto al presunto asesino.

La trama del original norteamericano ha sido traspuesta a la realidad de la Rusia yeltsiniana o al menos al de las cicatrices dejadas en ella por la guerra en Chechenia, que tocó su ápice en aquel período. El acusado es un chico de esa etnia del Cáucaso que ha perdido en la guerra a su madre y a su padre y ha sido recogido por un oficial ruso que había establecido lazos de amistad con su familia. Las evidencias en contra del acusado aparentan ser abrumadoras, así como las declaraciones de dos testigos; en el juicio la exposición del abogado defensor ha sido inconsistente; el crimen parece apuntar a un robo y a una venganza, y el racismo que acecha en el subconsciente de los jurados los predispone a designar a ese representante de un pueblo alógeno como el autor del delito. En la votación la unanimidad parece asegurada hasta que uno de los jurados expresa su disenso, abriéndose entonces el camino a una espiral de posturas contrapuestas y de conflictos psicológicos entre los miembros del jurado que dicen mucho sobre ellos y sobre el tipo de contradicciones personales y sociales que están afectando la imparcialidad que deberían tener respecto a la comisión o no del delito de parte del acusado, al que no conocen y de cuyos motivos se desentienden.

La película se ciñe a la trama del filme norteamericano en el que se ha inspirado, aunque este era más conciso y ascético en su estructura y ganaba por lo tanto en concentración escénica. Mijálkov, en cambio, se remite a un ámbito espacial más amplio, menos teatral y más cinematográfico, dotado de “backgrounds” y de símbolos que sólo con el transcurrir de la película toman sentido y donde los episodios de la guerra en el Cáucaso cobran una cierta importancia. Ello no impide sin embargo a Mijálkov jugar en el espacio cerrado del gimnasio donde se reúnen los jurados, y esto lo reconduce a la posibilidad de poner en juego uno de los abordajes narrativos que le resultan más congeniales: el de la pieza de cámara.

Es en este plano que la película se torna de veras conmovedora. La prestación actoral es de una solidez absoluta y ello ayuda mucho a sacar de entre los entresijos del alma de esos personajes una serie de mezquindades, ingenuidades, irrelevancias de carácter y también de arrebatos de generosidad y actos de contrición sincera. Sobre el final una vuelta de tuerca separa abruptamente la versión del director ruso de la de su predecesor norteamericano, pero no altera para nada el sentido general de la historia, que pretende transmitir un testimonio humanista y una sugerencia de racionalidad, humor y buen sentido a un mundo devorado por la codicia y por un dinamismo que con frecuencia aparece como desprovisto de meta.

Hay varios guiños al espectador que lo remiten al carácter transicional del actual momento ruso; por ejemplo la tendencia de muchos de personajes de darse unos a otros el trato de “camarada”, para cambiarlo en el aire por el de “señor”, sin acordar importancia alguna a ese lapsus.

Incoherencias

“12” fue reconocida a  nivel internacional y, si se la evalúa aisladamente, da la sensación de que su autor ha recuperado el ímpetu de sus orígenes, cuando filmaba cosas tan apreciables como “La esclava del amor”, “Pieza inconclusa para piano mecánico”, “Sin testigos”, “Algunos días en la vida de Oblomov” o “Sol ardiente”. Obras que se caracterizaban por un estilo puntillista, que podía parecer caótico, pero que se ordenaba magistralmente en el final. Pero “12” fue precedida y seguida por obras que, como decimos más arriba, sorprenden por su inferioridad respecto a esa excelsa filmografía. Da la impresión que en ellas el componente anárquico del estilo del director ha tomado la batuta y ha transformado el puntillismo en incoherencia. 

“El barbero de Siberia” (de 1998, cuatro años posterior a “Sol ardiente”), que me precipité después de ver “12”, es una patochada con pretensiones de comedia; un filme sobredimensionado, fincado en una historia artificial y poblado de personajes de opereta, que si pretenden tocar el grotesco se quedan en el ridículo. Cuando más, suministran una serie de retratos de rusos para exportación, entusiastas y algo locos, tal como les gusta representárselos a los norteamericanos, que coprodujeron la película, que describe una inverosímil peripecia romántica entre un cadete ruso y una cantante lírica estadounidense, a finales del siglo XIX. A ello se suma la glorificación, en clave humorística, pero glorificación al fin, del zar Alejandro III, un déspota de esos, y el despliegue de un patriotismo que se explica en el marco de la decadencia rusa posterior a la URSS, pero que, en el encuadre farsesco que se da a la historia, en vez de conmover, irrita.

Lo más grave, sin embargo, parece haber venido después de “12”. No he visto plenamente la inesperada secuela de “Sol ardiente”, pues la versión que pesqué en Internet abarcaba sólo su primera parte (3 horas de duración) y estaba en ruso sin subtítulos en otros idiomas; pero el curso general de la acción es discernible, en especial si se ha leído antes el argumento. El filme está muy bien rodado, con secuencias de batalla estupendamente filmadas, como era de esperar, y parece contener ese ritmo que escande alternativamente escenas dramáticas y secuencias cómicas, que en otros filmes de Mijálkov brindaba a este un buen recurso para describir la vida en esa mezcla endiabladamente intrincada de momentos de felicidad y períodos de porquería o aburrimiento que la distingue. Pero, aunque no haya podido evaluar al filme así sea de forma aproximada, lo que sí se hace evidente aquí es la injuria inferida a la película que la había precedido. “Sol ardiente” fue en efecto retrato feroz, pero a la vez sutil, del estalinismo en el período de las purgas; de la miseria humana que se derivó de ellas, del aparato totalitario y de cómo la fe ingenua (o necia, como se sugiere en algún momento) del pueblo en Stalin consagró la inmutabilidad de su poder. El final del filme es doloroso porque todos sus personajes son desaparecidos de una u otra manera. Las leyendas finales nos informan que el general Kotov, héroe de la URSS y amigo de Stalin, es fusilado por traición en agosto de 1936; que su bella esposa Marussia muere en 1940 en un campo de trabajo y que la preciosa Nadia, la hijita de la pareja, crece en un komsomol, para ejercer después como maestra en un remoto rincón siberiano a lo largo de toda su vida útil. En cuanto a Mitia, el ambiguo villano, el miembro de la NKVD encargado de destruir a Kotov y antiguo enamorado de la esposa de este, se suicida abriéndose las venas en la bañera. 

Ahora bien, he aquí que en la secuela “Sol ardiente II”, (que se divide en dos partes, “Éxodo” y “ La Ciudadela”), Kotov no ha muerto, está vivo en el Gulag. Cuando estalla la guerra escapa aprovechando un bombardeo alemán y participa en la lucha primero como soldado raso y luego como oficial. Y para colmo, Mitia, que se había suicidado… ¡se salvó y está en el servicio de inteligencia, con acceso a Stalin, quien lo manda al frente para perseguir otra vez a Kótov! Nadia es enfermera en el frente, y a su personaje le toca uno de los pasajes más tocantes de la película: en una bella secuencia desnuda sus pechos para consolar a un soldado agonizante que le pide que se descubra. 

El conjunto sin embargo es un disparate que arriesga arruinar el recuerdo de la cumplida obra de arte que fue “Sol ardiente”. Y esto es un crimen, para colmo de males cometido por el mismo padre de la criatura… Pues si Balzac, por ejemplo, reproponía sus personajes de una novela a otra, esas obras se encontraban comprendidas en un ciclo ya disñado y el desempeño de esos personajes se desenvolvía sin contradecir la verosimilitud de su curso por la vida… O por la ficción, que cómo se sabe era la verdadera vida para Balzac. Este método, tal como se plantea en la propuesta de Mijálkov, se convierte en un recurso artificioso. Las resurrecciones son más bien operaciones crematísticas, como las de Rambo o a la del Sherlock Holmes de Conan Doyle, aunque hay que reconocer que este cedió a la presión del público, mientras que no es creíble que el personaje de Kotov haya sido tan reclamado como el detective de Baker Street… 

¿Por qué vericuetos circula la vida de Nikita Mijálkov? Fue siempre, a estar por su entrega escénica como director y como actor, y por el tipo de prestaciones que suministró y sigue suministrando, una personalidad hiperactiva y ambiciosa. Esta ambición incluso lo llevó a aspirar –se dice- al rango de presidente de Rusia. Se ha movido siempre en el ámbito de la elite del poder y hoy es presidente de la Unión de Cineastas de su país. Es partidario de Vladimir Putin, es un enérgico nacionalista y también un eslavófilo que se proclama (pero habría que con qué grado de seriedad) partidario de la monarquía, cosa sorprendente en alguien que perteneció a la nomenklatura de la URSS. Pero la familiaridad con el poder viene de lejos en la familia de los Mijálkov-Konchalovsky. El tatarabuelo de Nikita Mijálkov era hijo de una princesa Galitsin, fue gobernador de la provincia de Yaroslav en el antiguo imperio de los zares, y el padre de Nikita fue Sergei Mijálkov, un literato y poeta, autor de la letra de tres diferentes versiones del himno nacional ruso: dos soviéticas y otra actual. La madre del realizador fue hija y nieta de pintores, y su hermano, Andrei Mijálkov Konchalovsky, fue uno de los grandes cineastas soviéticos de la posguerra –a él se debe un monumental filme épico, “Siberíada”, que tuvo como actor principal a su ubicuo hermano, Nikita. El apetito creativo de este no cesa: acaba de producir (no dirigir) un mega filme titulado “1612”, que pone en escena la victoria rusa frente a la invasión polaca que amenazaba Moscú en ese año, y cuyo Budget representó la mayor inversión realizada por el cine ruso hasta la fecha. 

La monumentalidad parece estarse convirtiendo en la tónica de la obra actual de Mijálkov. No es seguro que sea este el estilo que mejor le conviene, si se toma en cuenta que sus mejores películas son auténticas piezas de cámara. La labor en la que aparece enfrascado ahora invita a una comparación con la que solía practicarse durante el “realismo socialista”. Sólo que los tiempos no son los mismos y que si las obras del “realismo socialista” –salvo notables excepciones- pesaban como ladrillos, en la actualidad el mismo registro puede caer como una bolsa de cemento en el regazo del público. 


“12”. Director: Nikita Mijálkov. Guión: Nikita Mijálkov, Alexander Novotoskiy Vlásov y Vladimir Moseenko, sobre una novela de Reginald Rose. Música: Eduard Artemiev. Intérpretes: Nikita Mijálkov, Sergei Garmash y otros.
 

“Sol ardiente 2, Éxodo”. Director Nikita Mijálkov. Guión: Nikita Mijálkov. Fotografia: Vladislav Opelyants. Intérpretes: Nikita Mijálkov, Oleg Menschikov.
 

“El barbero de Siberia”. Director: Nikita Mijálkov. Guión: Mijálkov, Rustan Ibramhimbekov, Rospo Pallenberg. Fotografía: Pavel Lebeshev. Intérpretes: Oleg Menshikov, Julia Ormond, Richard Harris, Alexei Petrenko.

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