Una de las cosas que más desazonan en el mundo actual es el carácter inasible, resbaladizo y viscoso de las fuerzas que determinan el desarrollo global. Se pueden fijar las grandes líneas y constatar la presencia de la disputa entre un proyecto hegemónico protagonizado por Estados Unidos, secundado por sus satélites de la alianza atlántica; y otro multipolar que tiene a China y Rusia como protagonistas, con la probable adhesión de la India y Brasil como eventuales seguidores. Pero la forma en que se desarrolla esta puja se mantiene en sordina, a pesar de que es ella la única que puede explicar la catarata de episodios que vienen jalonando el nuevo siglo.
Cualquier explicación que se aparte de los consabidos lugares comunes que definen, desde las usinas de la comunicación, a las convulsiones actuales como parte de la “eterna lucha entre la opresión y la democracia”, es tachada de autoritaria, totalitaria, represiva o, eventualmente, terrorista. Para los comunicadores del orden global asimétrico en vías de constituirse, todo se reduce a la lucha entre los “buenos” y los “malos”, siendo los buenos los que responden a los dictados de Washington y los malos quienes se resisten a ellos.
Desde esta óptica, los fundamentalistas a los que se atribuyó en su hora el artero ataque a las Torres Gemelas pueden convertirse en “luchadores por la libertad” en Libia y Siria, y los neonazis que dieron un golpe en Kiev, transformarse en abanderados de la democracia en Ucrania. La primavera árabe y las revoluciones naranja de pronto se tiñen de colores más violentos que los que se les atribuían en un primer momento, pero cualquier intento de resistencia por parte de los regímenes que son víctimas de su activismo o se sienten amenazados por este, los transforma en parias susceptibles de ser sancionados por la ley internacional que reposa en las manos de dos instituciones de aparente neutralidad y de sometimiento efectivo al sistema noratlántico: el Consejo de Seguridad de la ONU y el Tribunal Internacional de La Haya.
Si Rusia defiende porciones de su territorio que han estado ligadas históricamente a ella es calificada de nación agresora y amenazada con represalias económicas, a pesar de que el avance de la OTAN hacia su frontera ha sido incesante desde 1992, colocándola en una situación de inferioridad geopolítica. Mientras tanto Estados Unidos despliega más de 700 bases en todo el mundo –algunas de las cuales se encuentran en Latinoamérica- y desarrolla políticas de intervención militar activa en los cuatro rincones del globo, recurriendo a la operación de tropas en el terreno o a campañas de asesinatos a distancia practicados con drones o ejecutados a través “servicios de operaciones especiales, que el cine o la televisión difunden con un candor que no es tal, sino que forma parte de un ablandamiento psicológico que habitúa a las gentes al horror cotidiano, insensibilizándolas ante una realidad a la que hacen presentir como indomeñable.
En este escenario caracterizado por la inmovilidad de las masas (que cuando mucho protestan sin alcanzar a darse cuenta de la forma en la cual esa protesta puede tornarse eficaz), los procedimientos conspirativos para provocar estallidos a través de la promoción de operaciones de inteligencia encuentran un marco extraordinariamente amplio. Por supuesto, cualquier sugerencia en este sentido suele ser desautorizada por los pontífices del sistema imperialista calificándola de “hipótesis conspirativa”, otro de los remoquetes con los que se cancela cualquier inquietud ante la catarata de muertes y acontecimientos sospechosos que se producen en el mundo moderno. Pero aunque, en efecto, la teoría conspirativa de la historia no sea de fiar y tenga un carácter inaceptablemente reduccionista, en un mundo donde no cesan de producirse episodios que escapan a la lógica o que caen demasiado oportunamente para desencadenar procedimientos político-militares largamente calculados –como la misteriosa muerte de Yasser Arafat o los atentados del 11/S-, es imposible no sentir que existen grandes interrogantes sobre los mecanismos de la provocación y sobre la situación de indefensión en la cual frente a ellos está el grueso de la población mundial.
Pongamos como ejemplo el reciente caso del avión de Malaysia Airlines misteriosamente desaparecido en el Índico, después de apartarse de la ruta que le había sido prefijada entre Kuala Lumpur y Pekín. No sólo es misterioso el desvío del aparato –si es que este se produjo realmente- sino que también resulta inexplicable la incapacidad de los refinados sistemas de detección y rastreo que existen actualmente para descubrir la ubicación de los restos del avión. Asimismo se hace incomprensible que la misma tarea no haya podido ser desempeñada por los satélites espaciales, que prácticamente no dejan un palmo de la superficie terrestre sin explorar.
Una de las hipótesis “conspirativas” que circulan es que el avión –cuyo pasaje estaba compuesto casi en su totalidad por chinos- fue deliberadamente desviado de su ruta y destruido con el propósito de testear luego la capacidad de los satélites chinos para guiar misiles contra la flota norteamericana. Apeándonos del extremo más siniestro de esta hipótesis –es decir, que el avión haya sido destruido deliberadamente-, subsiste sin embargo la posibilidad de que todas las partes involucradas en la búsqueda del avión desaparecido no se hayan esforzado hasta el extremo límite o que hayan retenido su información justamente por ese tipo de consideraciones. Así como la artillería en la primera guerra mundial no desvelaba su posición frente al bombardeo preparatorio de un ataque, para luego efectuar un fuego de contrabatería cuando el asalto se producía, los satélites y radares modernos no querrían ponerse en evidencia ante el espionaje enemigo dedicándose a buscar los restos de un avión perdido en el mar.
Vivimos en un mundo peligroso. No es la primera vez en que un avión de pasajeros se ve envuelto en un misterioso incidente. En 1983, en un período particularmente tenso de la guerra fría pues se estaba asistiendo al despliegue de los misiles Pershing de alcance medio en Europa, los soviéticos derribaron a un avión de Korean Airlines que se había salido de su ruta y se había ubicado a distancia útil para relevar datos de la base rusa de Vladivostock, sobre el Mar del Japón. ¿Fue un accidente el desvío? ¿Fue un deliberado acto de espionaje?
Aunque no siempre se lo perciba, el ocultamiento, la desinformación, las mentiras y la irresponsabilidad omnipotente son los referentes que dominan este primer tramo del siglo XXI.