Quizá pueda decirse que los anglosajones están mal acostumbrados por la historia. Inglaterra ejerció un rol dominante en la política mundial a lo largo de la edad moderna y hace más o menos un siglo Estados Unidos tomó el relevo, manteniéndola sin embargo como una cooperante fiel en el trabajo de cumplimentar su “destino manifiesto”. Desde el siglo XVI hasta ahora su trayecto ha sido un recorrido triunfal, aunque por supuesto no exento de momentos duros. El capitalismo como sistema encontró en ambos países las clases y los intérpretes intelectuales capaces de resolver en una ecuación práctica su dinámica expansiva a nivel mundial, conjugándola con un juego de equilibrios políticos a nivel interno que permitieron la contención de las fuerzas sociales por medio de mecanismos de representación que canalizan la presión social. Esta representación mediada de las masas de hecho las esteriliza como factor de poder, consintiendo a las oligarquías del capital y a su clientela retener las palancas esenciales del gobierno. En la medida en que las políticas predadoras del imperialismo externo sean capaces de generar excedentes fabulosos y en tanto y en cuanto los sectores dominantes sean inteligentes y resulten capaces de distribuir una pequeña parte de ellos en el frente doméstico, las contradicciones internas entre las clases pueden atenuarse e incluso llegar a tornar eficiente la “teoría del derrame”: en algunos momentos esta ha podido concretarse y generar el “estado de bienestar”. Pero, amén de pasajero, este es un fenómeno factible sólo en los países dominantes; en el resto la apropiación efectuada por los agentes locales del imperialismo y su clientela absorbe el grueso de la ganancia y deja tan sólo las migajas para los pobres. Esto explica, entre otras cosas, porqué los gobiernos populares, en los países dependientes, con tanta frecuencia deben pasar por encima de las pautas prefijadas por el sistema para conseguir un cierto grado de eficacia en la tarea de reformar sus sociedades. Si no lo hacen con toda probabilidad se condenan a la extinción. Por supuesto una actitud semejante es evaluada por el imperialismo y sus sirvientes como “poco seria”, o bien como “delincuente” y contraria a las instituciones, condenándose a los gobiernos que la practican al ostracismo y al ridículo, a la espera del momento en que sea posible deshacerse de ellos.
El excepcional desarrollo de la ecuación de poder angloamericano se debió también a una clara comprensión de su rol como potencias marítimas. De hecho, el exitoso desarrollo de su sistema de equilibrios sociales –que inspiró también a la organización de otros países imperiales, aunque con menos éxito o con mayores sobresaltos- se debió en buena medida a la condición insular, que en cierta medida las hacía invulnerables a los ataques externos y les permitía organizar con cierta tranquilidad sus estamentos sociales.
En la actualidad el sistema y el papel que EE.UU. y Gran Bretaña juegan en el sistema conserva sólo parte de su vigencia. Pero la arrogancia estadounidense y británica sigue campando por sus fueros, en especial dentro del ámbito de la comunicación, donde los discursos referidos a los estados que no se adecuan a la norma están teñidos de un apenas disimulado desprecio. Y de una explícita carga agresiva.
Esto puede llevarlos a incurrir en graves malentendidos que afectarían el curso posible de las cosas, transformándolas en auténticas celadas. Un par de semanas atrás reportábamos una opinión editorial del diario británico “The Telegraph” en la cual uno de sus analistas otorgaba una enorme importancia a la abstención de China en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en ocasión de tratarse el tema de la reincorporación de Crimea a Rusia. El autor de la nota entendía que con esa actitud presuntamente neutral China dejaba a Rusia en la estacada y se volvía sobre sí misma y sobre los vínculos –que el articulista juzga como preciosos- con occidente.
Para el autor de la nota Rusia es un país en irrevocable decadencia, con una demografía que cae en picada y con una tecnología obsoleta, que sería incapaz de renovar o al menos de mantener en un ritmo de avance similar al de occidente. En consecuencia sus fuerzas armadas quedarían relegadas una categoría de segundo orden. El Sr. Evans Pritchard, tal el nombre del autor del documento, cree que si Rusia pretende defender su hinterland se verá abocada poco menos que a la miseria, porque habrá de enfrentarse a las sanciones económicas de occidente y podría que tener que conceder a China los amplios espacios del sur de Siberia que Pekín ambiciona, pues los chinos entienden que fueron ocupados por los rusos en una época –el siglo XIX- en la cual ese país era incapaz de defenderse del asalto de los predadores imperialistas. Rusia estaría atrapada entre las hojas de una tijera uno de cuyos filos sería occidente y el otro, China.
El predicador británico de la decadencia rusa hace recordar la arraigada presunción occidental en el sentido de que Rusia es un coloso con los pies barro. Que ese coloso tambaleante haya sobrepasado pruebas espantosas –como invasiones, guerra civil, desórdenes internos, hambrunas y una guerra mundial en la cual el enemigo alemán se proponía la lisa y llana la esclavización, cuando no el exterminio, de la población autóctona-, y que pese a eso se hubiere elevado durante 40 años al rango de segunda superpotencia mundial, no parece hacer mella en esa arrogante convicción.
El articulista entiende como fatal el choque chino-ruso en razón de los motivos antes citados, a las que hay que sumar la rivalidad que existe entre las dos naciones a causa del trazado de los gasoductos y oleoductos que transportarán combustible desde el Asia central al resto del mundo. Para justificar su aserción recuerda los choques armados en la región del Ussuri, en 1969, en la época de Brezhnev y de Mao sé dong, que llevaron a un drástico viraje en la política exterior china, a su aproximación a Estados Unidos y a la fractura de la alianza ideológico-estratégica que existía con Moscú.
El mapa de la realidad actual es sin embargo muy diferente al que existía entonces. Rusia ya no es una amenaza para China –tampoco lo era entonces, si no hubiera sido por la obcecación y estupidez de la burocracia soviética- y Estados Unidos en cambio se ha convertido en el aspirante a “hegemon” mundial, que se ha dado una estrategia acorde a ese propósito y que tiene a China, en el fondo de sus pensamientos, como el rival global con el cual hay que acordar o al que hay que anular definitivamente como obstáculo para el cumplimiento de esa estrategia.
En el camino está Rusia, que es hoy por hoy el único adversario que ostenta, a pesar de su inferioridad relativa, la capacidad de destruir a Estados Unidos. Al precio, claro está, de su propia aniquilación. Sacarla del camino, empujarla hacia el borde asiático, suprimir su capacidad para ser un actor a nivel mundial, ha sido el propósito de la geoestrategia norteamericana desde la desaparición de la URSS. Para eso ha violado todos los acuerdos tácitos o expresos contraídos en el momento de la caída del muro y ha incorporado a la OTAN –que es una alianza militar, recordémoslo- a los países que conformaban el ex glacis soviético en Europa oriental. Pero eso no basta. La clave de la definitiva postración rusa está en Ucrania. Por eso el golpe de Kiev y la aparente intención de incorporarla a la Unión Europea. La reacción rusa ha frenado en seco este procedimiento.
Los chinos han reaccionado a la situación de una manera acorde a su tradición diplomática, mesurada, firme y de gran alcance. No desean comprometer sus lazos con occidente, no quieren tampoco dar argumentos a los que quieren la secesión del Tibet fundándose en el derecho de autodeterminación, pero tampoco desean renunciar a su derecho de proteger a los chinos han que se encuentran en ese territorio. Están más que conscientes de que Estados Unidos los tiene en la mira como el gran rival a largo plazo y que la declaración del presidente Obama acerca de la prioridad que su país otorga al “Asia-Pac”, la región Asia-Pacífico, no es sólo uno de los mandobles propagandísticos a que nos tiene acostumbrados la administración norteamericana sino que traiciona una intencionalidad muy definida y arraigada desde fines del siglo XIX en la política exterior norteamericana. Putin dijo que la interferencia en Ucrania amenazaba directamente los intereses de la seguridad nacional de Rusia; ¿qué pueden inferir los chinos de esa injerencia de la OTAN en el hinterland ruso si se ponen a pensar en el Tíbet o en Xinjiang, donde la inteligencia angloamericana está activa a través de las ONG y la CIA?
Rusia y China son socios estratégicos. El uno sin el otro pesaría poco frente al poder militar de Estados Unidos. En el Grupo de Shangai han diseñado un esbozo de alianza que, aunque no se lo proclame abiertamente, se propone servir de contrapeso a la OTAN y Estados Unidos e impedir conflictos que permitan la intervención occidental en regiones limítrofes entre Rusia y China. Ambos países están interesados en el surgimiento de un mundo multipolar, en un sistema financiero que escape de la tiranía del dólar y en el freno al aventurerismo norteamericano en los cuatro puntos cardinales.
Estos son motivos que exceden ampliamente las rivalidades circunstanciales, que siempre son susceptibles de arreglo. La neutralidad china en el caso de Crimea o en el de una eventual conversión de Ucrania en un estado federado o en la incorporación del sector rusófono a Moscú, es o será una cuestión de forma. Una manera de no enfrentar a occidente, de acuerdo a los lineamientos diseñados por Deng Xiao Ping, que recomendaba mantener bajo el perfil, a menos de verse enfrentada China a una agresión directa.
Mientras tanto cuidar los lazos con Rusia y con Irán –no es casual que Pekín se haya unido a Moscú en la ONU para bloquear la inminente agresión de la OTAN contra Siria, primer paso para el ataque a Teherán-, seguirán siendo prioridades de China. Y de Rusia también, que, entre las bazas que tiene para oponer a occidente, como el estrangulamiento de la provisión energética a los países de la Unión Europea, que será de rápida ejecución si el contencioso ucraniano no se resuelve razonablemente, cuenta también con el recurso de cooperar de forma decisiva con los persas para que estos lleven adelante su plan de potenciación nuclear.
Parecería que la arrogancia anglonorteamericana y de los países de la OTAN está empezando a sonar a hueco.