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08
ABR
2014
La actual ola de violencia es inescindible de una diversidad de factores que están en conexión con la estructura y la historia del país en que vivimos.

La inseguridad y la violencia se han convertido en el tema dominante de la actualidad argentina. Frente a la marea de histeria que crece es difícil producir un razonamiento equilibrado, que tome en cuenta la diversidad de los factores que se agitan en torno de esa problemática. Mucha gente prefiere no oír y otros se abroquelan en un discurso ya hecho. Lo más siniestro de esta maraña es la predisposición a usar el tema como expediente político, como escabel para atacar al gobierno. Este, por su parte, al menos en el más popular de los programas en los que replica a las agresiones de que es objeto, no termina de deshacerse de cierta frivolidad que tiende a achatar las aristas del problema y que se refugia en esa aserción verborrágica y contraproducente de “¡Otro día de buenas noticias!”

En el problema de la inseguridad habría que distinguir ocho datos o series de datos:

1) La existencia de una inseguridad creciente, que a su vez gatilla una violencia reactiva de parte de quienes se sienten agredidos por la delincuencia. No importa que el nivel de inseguridad argentino esté por debajo del que existe en otros países de Latinoamérica; es un dato de la realidad que crece día a día.

2) El estímulo indirecto o directo que se da a esa violencia por parte de los medios oligopólicos, que priorizan esa información por encima de cualquier otra y coadyuvan a crear una psicosis colectiva en sectores de clase media que no se encuentran abroquelados en los country y que en consecuencia están más expuestos.

3) La irresponsabilidad de los comunicadores que fogonean los instintos primarios de esta gente es un crimen. No se puede condenar un linchamiento cuando se ha estado exasperando el miedo de quienes se sienten amenazados.  Los “justicieros” y “los grupos de autodefensa” surgen cuando una sociedad está realmente en el caos. No es este el caso argentino.

4) La intoxicación que ese diapasón informativo produce en los miembros menos educados de esos grupos, que los induce a hipnotizarse con la ley de la “tolerancia cero” y a imaginar que los problemas estructurales de una sociedad se remedian con la aplicación de la pena de muerte.

5) La existencia de un vasto sector de población marginal que vive en la pobreza o por debajo del límite de esta y en donde sus elementos más agresivos o más maleados por la degradación en que viven, tienden a buscar en el delito un escape, una gratificación o una revancha contra los individuos que se encuentran un escalón más arriba de ellos en la escala social.

6) Cierta impunidad derivada de la aplicación desvaída de la ley, que se complica por la escasa confianza que despiertan los organismos de seguridad.

7) La difusión de modelos de vida negativos que banalizan la violencia, que se precipitan en torrente desde la televisión y contribuyen a embotar el intelecto y quitan entidad a las cosas, relativizándolo todo.

8) La demora en acometer las políticas de desarrollo que son indispensables para poner al país en la ruta de un cambio efectivo, que con el correr del tiempo pueda ir resolviendo, de modo gradual, las desigualdades, la degradación social y, sobre todo, el problema identitario de un país que no cree en sí mismo o, mejor dicho, al que se lo induce, con políticas de comunicación rastreras, a no creer en sí mismo. El pueblo argentino ha tenido y tiene que soportar campañas de desinformación y de constante rebajamiento de su orgullo que se han prolongado durante décadas y que afectan el respeto hacia sí mismo.

Como se ve, este abanico de problemas no es de fácil ni de inmediata resolución. Hay que actuar resueltamente para cerrar las brechas en el sistema legal, que a veces permiten que un delincuente entre por una puerta a la cárcel y salga por otra, pero no hay que ilusionarse en el sentido de que un mero apriete de tuercas va a resolver el problema. Los pasos posibles para moderar (tan solo moderar) el actual estado de cosas pasan ante todo por una mayor presencia policial y por campañas educativas dirigidas al conjunto de la población, que no agranden el problema, pero que tampoco lo minimicen.

El gobierno ha desarrollado políticas activas de contención social con muchos planes dirigidos a paliar la pobreza, fomentar la educación y dar cobertura de salud a millones de personas que antes no encontraban o casi no encontraba refugio a la intemperie a que las obligaba su existencia en las periferias de la sociedad. Pero parece evidente que todo esto no basta y que es preciso acometer el núcleo resistente que ha frenado el desarrollo argentino a lo largo de más de medio siglo: la oligarquía y todo el entramado de intereses y complicidades que se tejen en torno a ella, configurando un sistema muy fuerte y muy elástico, capaz de absorber el castigo. En especial si se trata de un castigo infligido con poca convicción. Con temor, vamos. Mientras subsista el privilegio rentístico que deviene de un sistema fiscal regresivo, apoyado en una hegemonía cultural que pasa por un arco muy amplio que va desde el diario La Nación a la izquierda cipaya o al idiotismo de ultraizquierda, no hay posibilidad de parar al país sobre sus piernas.

El problema argentino es político, no económico. O, para ser más exactos, el problema de la economía argentina es político. El gobierno actual prefirió apoyarse en los sectores de una burguesía llamada nacional en vez de completar ese respaldo con la presencia activa de los trabajadores como núcleo duro en el que sustentar una política de cambio. Como resultado de esto hoy el frente plebeyo está quebrado y sus segmentos disputan unos con otros e inclusive quienes deberían tragarse los agravios y tener una actitud de resistente paciencia frente al gobierno, pactan con los sectores más regresivos del sistema dominante, con una bronca que excluye no sólo cualquier idea de grandeza sino incluso el buen sentido. Pues si Hugo Moyano cree que Sergio Massa va a ser más permeable que Cristina Kirchner a las demandas obreras es un tonto o un mentiroso.

No tenemos un país “en forma”. Los once años transcurridos desde la asunción del kirchnerismo vieron muchas reformas asistenciales y un cierto avance en la recuperación de la noción de la integración iberoamericana, más una reactivación económica que no obedeció solo a causas coyunturales –como afirma la oposición cuando habla del “viento a favor”- sino a la decisión de aprovechar esas condiciones favorables para intentar numerosos emprendimientos laterales y recuperar al menos parte del capital perdido en la orgía privatizadora y liquidadora de la etapa neoliberal. Desdichadamente, no se ha ido más allá y ahora es difícil, a menos de dos años vista para las nuevas elecciones, remontar otra vez la cuesta. No estaría mal intentarlo, sin embargo: más vale pelear que tirar la toalla.

El problema de la violencia es parte inescindible de todos estos problemas; es decir, de la comunidad de destino que nos envuelve. Como se comprenderá, erradicarla va ser imposible en mucho tiempo si nos atenemos a los factores que a nuestro entender la determinan. Pero será importante, muy importante, entender cuáles son estos y no seguir peleándonos con la sombra que proyectamos en la pared y contra la cual estrellamos los puñetazos. 

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