Una vez más Venezuela se ha transformado en protagonista del acontecer latinoamericano. O, mejor dicho, la han transformado. Pues la oleada de protestas antigubernamentales protagonizada por sectores de la derecha –con importante participación de estudiantes pertenecientes a las universidades privadas-, está dirigida a alterar un estado de cosas que, en lo sustantivo era, y es, normal. El presidente Nicolás Maduro ha sido elegido por el voto popular, las instituciones funcionan, la libertad y hasta el libertinaje de prensa existen, y el nivel de vida es incomparablemente superior al que existía en los tiempos anteriores al chavismo. Hay inseguridad en las calles, por cierto, determinada por un complejo de causas que actúan también en otros países y que se vinculan al fenómeno de la anomia social determinado por la existencia de bolsones de pobreza; pero también por la introyección en los adolescentes de los desvalores de la sociedad de consumo, que los inducen a creer que se es un perdedor si no se lo tiene todo. La misma noción de perdedores y ganadores, por otra parte, es un veneno inducido en un organismo sano por el maniqueísmo cultural estadounidense, que se expande por el mundo entero montado en el vector de la televisión y el cine.
Hay fenómenos políticos que, para el imperialismo y para los sectores autóctonos que viven en simbiosis económica o, las más de las veces, cultural, con él, que resultan imperdonables y que, por tal razón, deben ser erradicados en algún momento. Son los que se expresan en la tendencia tantas veces sofocada, pero inextirpable, de lograr una entidad social derivada de nuestros propios actos. La historia latinoamericana se ha definido siempre por la lucha, sorda o explícita, entre esos dos fenómenos. En la segunda mitad del siglo XX los intentos de liberación protagonizados por sectores que propugnaban la violencia como vía de acceso al poder, demostraron su impotencia y, aun más, su carácter nocivo. No fueron pocas las ocasiones en que un extremismo pueril frustró posibilidades de desarrollo de movimientos populares con sólido arraigo en las masas y que se encontraban bien orientados en la ruta hacia el poder. Baste recordar los casos de Chile y de Argentina en los años 70.
El imperialismo triunfó manu militari en los 70 y abrió un período devastador que duró un cuarto de siglo, tras el cual se produjo un reflujo de la marea neoliberal que nos dejó con un paisaje devastado. Ese reflujo no se produjo por sí solo: fue la consecuencia de la ola de fondo que surgió de las masas populares a causa del maltrato a que se veían sometidas por un sistema de concentración económica que cada vez dejaba a más y más personas fuera del espacio de una supervivencia digna. Desde fines de los 90 en adelante se vivió en América latina un proceso inverso al que lo había precedido. Este proceso, a su vez, por su incapacidad para radicalizar o perfeccionar sus reformas, está pasando hoy, en varios de nuestros países, por momentos que no son fáciles. Lo cual exacerba a los enemigos de siempre y los induce a la búsqueda precipitada de salidas que les consientan, según creen ellos, poder volver al statu quo ante.
Venezuela, que fue el país que, bajo la conducción de Hugo Chávez, más hizo para profundizar el cambio y que además dispone de una materia prima de capital valor estratégico, el petróleo, es el objetivo primario de esta recurrente malevolencia. No se pudo derribar a Chávez con el golpe de abril de 2002, no se lo pudo derrotar en múltiples consultas electorales, pero ahora que está muerto tal vez se pueda destruir el aparato que el caudillo había montado…
El escenario que se está armando en el país del Caribe ostenta muchas de las características de las “revoluciones naranja” con que el sistema-mundo nos ha obsequiado desde 1992. Con un componente más explosivo, eso sí, pues no se está ante un poder debilitado en sus resortes esenciales y porque además se inserta en un contexto regional donde cierta violencia endémica siempre está presente y, en el caso venezolano, se codea con la presencia de otro escenario complicado, el colombiano.
El toque a rebato de Leopoldo López, el jefe de la derecha del frente opositor con su agrupación Voluntad Popular, busca promover la lucha callejera. Apunta así a generar una serie de choques que descompensen el escenario venezolano. No parece que tenga muchas posibilidades de éxito. Al menos en lo inmediato. Pero es evidente que introducir el desorden en la vida cotidiana puede servir como elemento de desgaste del gobierno, cosa de llegar a la fecha de la posibilidad de llamar a un referéndum revocatorio –contemplado por la constitución venezolana a partir de una ocurrencia del comandante Chávez-, con una sensación de inestabilidad y de intolerable violencia que puedan llevar agua al molino de quienes desean la expulsión del gobierno bolivariano. Es la hipótesis más probable para explicar el súbito estallido opositor de estos días, estallido motorizado por personajes que, como López, se ubican a la derecha del candidato opositor Henrique Capriles Radonsky.
Otra posibilidad es que se esté buscando una desestabilización que vaya mucho más allá y a la que concurran elementos paramilitares provenientes de Colombia, donde el presidente Manuel Santos no las tiene todas consigo en su relación con el ex presidente Álvaro Uribe, factótum de varias conspiraciones contra el gobierno de Chávez en la década pasada. Un incendio de proporciones podría brindar a Estados Unidos la posibilidad de una de sus “intervenciones humanitarias” en las que se ha especializado en los últimos años. Pero no parece que, por ahora, Washington vaya a arriesgarse a suscitar tamaño escándalo, cuyo trámite militar no sería fácil, por otra parte. El ejército venezolano está acuñado en la tradición del chavismo, fue fuente de este y además hay 100.000 fusiles de asalto, comprados a Rusia que -se supone- están distribuidos o listos para ser distribuidos a las milicias populares.
Venezuela, como los otros gobiernos latinoamericanos que a lo largo de estos años han intentado revertir la corriente neoliberal, sigue padeciendo de males estructurales y de una corrupción endémica que afecta incluso a las fuerzas que se proponen como factores del cambio. Esto complica mucho la gestión de gobiernos que pretenden, como es lógico en el marco de relaciones de fuerza existentes en la actualidad, diligenciar su actividad con un estrecho apego a las normas jurídicas que, en general, han sido fabricadas para proteger los intereses de los grupos dominantes. En Venezuela esto se ha modificado mucho en razón de la reforma constitucional dispuesta por el chavismo, dentro siempre de la norma democrática. Pero las resoluciones del propio partido de gobierno para reformarse a sí mismo no se han destacado por su eficacia y la transformación estructural de la economía es aun una asignatura pendiente. Venezuela sigue siendo en gran medida un país monoproductor, cuyo principal recurso son las exportaciones de petróleo.
La debilidad de la economía y en consecuencia de la política bolivariana está hasta cierto punto compensada por dos factores, con el posible aditamento de un tercero. Uno es el respaldo de masas de que aun dispone el chavismo. No hay que contar con que los seguidores del gobierno dejen de tener protagonismo callejero en el caso de disturbios mayores. Otro es el hecho, como dijimos, de que la fuerza armada, que fue central al desarrollo del chavismo, aparece como sólidamente ligada a una concepción soberanista de la economía y de la gestión de la política exterior difícil de ser revertida. Y el otro elemento es la UNASUR, cuyos gobiernos, a pesar de las diferencias que los separan, no parecen dispuestos a admitir un retorno a la diplomacia la cañonera, controlada por Estados Unidos.
Es de suponer que la presión contra el gobierno bolivariano continuará, pero es improbable que se pretenda, por ahora, la reedición en Venezuela de un guión como el orquestado para Libia, Irak o Siria. Esta apreciación, sin embargo, no debe inducir al reposo. El enemigo acecha, es dúctil, dispone de enormes recursos y cuenta con una plataforma cercana, las bases estadounidenses en Colombia, para gestar eventuales provocaciones. No sólo Venezuela sino también aquellos estados suramericanos que no se manifiestan del todo dóciles a las indicaciones de Washington, están hoy sometidos a una estrategia de la tensión que apunta a revertir lo que se ha conseguido en materia de de avances económicos y sociales, determinados por volición autónoma. Nuestra debilidad proviene, no sólo de la fortaleza del adversario, sino también de cierta incapacidad propia para pisar fuerte en el camino de las reformas. No es esta una batalla de hoy para mañana, pero sólo una comprensión global del problema y de los actores sociales que lo habitan, permitirá ir librándola en un día a día que será cualquier cosa menos fácil.