La cumbre del Mercosur en Tucumán estuvo signada por un tema central, si bien no excluyente: el del rechazo a la Ley del Retorno promulgada por el Parlamento de la Unión Europea, por la cual se decide la expulsión de los inmigrantes ilegales en la UE con apercibimiento de que, de no plegarse a la orden impartida, quedarán sujetos al cumplimiento de una pena de prisión efectiva que oscilará entre los 6 y los l8 meses, antes de ser deportados a sus respectivos países de origen.
Aunque la decisión europea ha provocado grandes protestas de los sectores progresistas del viejo mundo, nada indica que vaya a ser descartada. De modo que no deberá sorprendernos si de aquí en adelante el acceso y sobre todo la permanencia en suelo europeo se torne aun más difícil e inquietante de lo que actualmente lo es, para quienes buscan un sustento en ese lugar sin contar con los certificados que les consientan hacerlo.
Sin duda es indignante que países que han volcado sus excedentes de población por todo el mundo, amén de colonizarlo a sangre y fuego con la cruz, la espada y sus ejércitos y flotas, paguen los favores recibidos, o arrancados, con tanta ingratitud. Pero la necesidad tiene cara de hereje, y aunque no se ve nada claro cómo los países europeos puedan subsistir sin el aporte del trabajo externo y sin la natalidad con la que las familias inmigrantes tienden a revertir o al menos sostener una curva demográfica de otro modo descendente, el temor a lo exógeno, el prejuicio contra lo diferente, la presunción de que la creciente crisis económica tenga que ver con la reducción de los puestos de trabajo capturados por los inmigrantes y, sobre todo, el tema de la seguridad, inducen a los gobiernos europeos a tomar sus recaudos frente a una opinión pública volátil que busca confortar su miedo buscando un chivo expiatorio para exorcizarlo.
Esto plantea una vez más, con dramática urgencia, la necesidad para Iberoamérica de consumar su unidad… y de darse un programa para ello. Sólo así podremos dotarnos de la capacidad suficiente como para tomar represalias frente a actitudes de ese tipo y, a la vez, para hacer superfluo que nuestros hijos tengan que emigrar para buscarse mejores destinos.
Es paradójico, en efecto, que teniendo a su disposición una de las superficies de la tierra mejor dotadas por la naturaleza, estos países tengan las tasas de pobreza que padecen y que sus habitantes busquen emigrar para escapar a la miseria que los amenaza. Cuando Europa mandaba a América sus contingentes de millones de emigrantes, estos se encontraban, en efecto, debatiéndose en un espacio que, para las características de ese momento, se encontraba de veras colmado. Era lógico fundar un rescate personal en un territorio virgen, inexplorado o disponible. Ahora resulta bastante más difícil de justificar el tener que salir de este para sumarse a una prosperidad ajena, sin explotar primero los recursos que se tienen a la mano.
Esta posibilidad de una transformación positiva, sin embargo, se ve y se ha visto obstaculizada desde siempre por la existencia de castas latifundistas y por modelos parasitarios de poder que no admiten una evolución progresiva, sino que buscan más bien perpetuar el estatus quo. Y resulta particularmente lamentable que las fuerzas políticas y sociales que deberían promover el cambio más bien tiendan a plegarse al modelo preexistente o a morigerarlo apenas, que a procurar su ruptura.
En Argentina y en otros países hubo contadas excepciones a esto y, por lo general, acabaron mal. En el nuestro, en especial, salvo el proyecto del primer peronismo y hasta cierto punto del frondizismo, nada hubo que apuntara a realizar un esfuerzo coordinado para vencer el estado de las cosas. Cierta pereza histórica, como dijimos en una ocasión, se ha instalado en los estratos dirigentes y parece haber contagiado incluso a la población, desencantada de los discursos vacíos.
Hoy asistimos a una puja entre el gobierno y “el campo” que parecería replantear el tema del desarrollo como opción estratégica para salir adelante. Pero, si nos fijamos bien, hay poco de esto. Los productores agropecuarios pusieron en entredicho la sustentabilidad de la vida cotidiana en las ciudades para no perder ni un céntimo de sus ganancias. En cuanto al gobierno, si bien tiene toda la razón en defender una iniciativa que debería culminar en una racionalización de las explotaciones agrarias, no parece proponerse, a estar por la palabra de sus personeros, otra cosa que una redistribución del ingreso que apunte a paliar las más evidentes dificultades sociales y a procurar un tímido avance industrial, sin tocar el núcleo duro del modelo: la renta financiera, la transnacionalización de las empresas estratégicas y la inexistencia de un proyecto de desarrollo que apunte a parar al país sobre sus pies.
Diríase que, a pesar de los crecientes síntomas de inestabilidad internacional, los gobiernos Kirchner apuestan todo a un período de prosperidad indefinido, basado en la excepcionalidad de la coyuntura económica y en el aumento del precio de los alimentos en los mercados a futuro, que estaría asegurado por un lapso de 20 o 30 años. Hechas las salvedades que son evidentes y sin confundir las cosas, en el fondo no parecería haber mucha diferencia entre esto y las prácticas de la caterva de ministros de Economía neoliberales que devastaron la base industrial generada entre 1940 y 1955. En el caso de Krieger Vasena, Martínez de Hoz y Domingo Cavallo, por supuesto, había un proyecto, el del genocidio social argentino, gestando un país para pocos. No es así en el presente, desde luego, cuando contemplamos un esfuerzo por armonizar las contradicciones sociales y establecer, con suavidad, una redistribución más armónica del ingreso. Pero hay un viejo proverbio que afirma que “al hierro hay que batirlo mientras está caliente”; aquí tal cosa no se hizo y los resultados están a la vista: la extorsión ruralista en las rutas, las fracturas en el Congreso y el dudoso acatamiento de los primeros a los derechos de exportación si estos son sancionados por las Cámaras.
Esperar sentados a que las cosas se resuelvan por sí solas, porque “Dios es argentino”, parecería ser el principio guía que consiente a nuestra clase política seguir jugando al juego de masacre y a abstraerse en sus problemas de campanario, mientras la cubierta del Titanic se hunde bajo sus pies.
Pero quizá convenga poner esta situación en una proyección todavía más amplia. Parece evidente que, sin esforzarse mucho, el imperialismo ha puesto a la defensiva a los gobiernos más o menos progresistas que habían aflorado en América latina a partir de comienzos del nuevo siglo. La devastación del Estado conseguida por el modelo neoliberal en el último cuarto del siglo XX, repercutió en la capacidad de idear un modelo alternativo cuando se invirtieron las tornas. Un miedo cerval a la experiencia del cambio, paralizó a prácticamente todos los gobiernos que capitalizaron la sublevación popular contra el modelo. Con la solitaria excepción de Hugo Chávez, desde luego. Pero, ¿qué puede hacer un gobernante solo cuando sus principales socios potenciales flaquean? Los intentos secesionistas que empiezan a brotar por todas partes –en Venezuela y en Bolivia, sobre todo- nos indican que el Imperio está volviendo a dirigir su atención hacia nosotros.
Por fin, una buena noticia entre tanta pálida. Ingrid Betancourt fue liberada sin derramamiento de sangre esta semana, en una operación de inteligencia del ejército colombiano que habría interceptado otra, menos riesgosa, que estaba desarrollando una comisión internacional, aunque hay dudas acerca de las instancias reales en las que se generó la operación. Ronda la sospecha de un canje por dinero, en parte porque Álvaro Uribe estaba necesitado de un éxito que terminase de consolidar su posición –ya muy fuerte-, en momentos en que está ensarzado en un conflicto con la Corte Suprema a propósito de su aspiración a ser reelegido para un tercer mandato.
Pero, más allá del análisis fino a que habría que someter el episodio de la liberación de Betancourt, este es un hecho del cual cabe regocijarse y esperar que de él pueda surgir algún proceso que contribuya a la pacificación de Colombia. Las Farc están en retirada y debería asegurarse su asimilación a la sociedad sin temor a que se repitan las matanzas similares a la de los dirigentes de su brazo político, la Unión Patriótica, que causaron entre dos a cuatro mil víctimas a fines de los años ’80, torpedeando el intento de pacificación propiciado por el entonces presidente Belisario Betancourt. ¿Será esto viable? ¿Figurará de veras en los planes del gobierno Uribe?
La información de que la IV Flota norteamericana dio comienzo a sus actividades en el Caribe, por el contrario, no da lugar a muchas dudas y se configura como un dato francamente preocupante. Y si bien las casualidades son frecuentes en la historia, la coincidencia de este hecho con la liberación de Ingrid Betancourt, que refuerza la posición de Uribe y le suministra una gran cobertura mediática, no deja de proyectar una luz ambigua hacia el futuro. El plan Colombia sigue en pie, y su objetivo no está en ese país sino fuera de sus fronteras.