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05
DIC
2013

Una ciudad desquiciada

Vandalismo en Córdoba.
Vandalismo en Córdoba.
Los episodios de vandalismo del martes en Córdoba expresan no sólo la turbulencia de los sectores marginales, sino la inexistencia de políticas activas hacia la provincia y su gente. Falta de “timing” de parte del gobierno nacional.

Los episodios producidos en Córdoba como consecuencia de la huelga policial suministran un resumen desalentador de los males que aquejan a la provincia y al país. Pocas veces se ha registrado tanta imprevisión y tanto oportunismo barato de parte del estado provincial y del estado nacional, enfrentados torpemente desde hace años.

El gobernador José Manuel de la Sota hace rato que vive jugando la carta de la peculiaridad cordobesa de una manera irresponsable. El concepto del “cordobesismo”, fraguado como engolado slogan de campaña y su permanente pataleo ante el destrato que según él la nación somete a la provincia, no sirven para ocultar las falencias de su gestión y son usados para inflar una ambición política que aspira a la presidencia. Esto ha imposibilitado una cooperación racional entre los dos poderes, el nacional y el provincial, y ha prolongado la hueca pretensión de que “Córdoba es una isla”, que tanto peronistas como radicales han declamado a lo largo de mucho tiempo.

Córdoba tiene una personalidad singular, debida a su emplazamiento geopolítico y a sus antecedentes históricos, que solieron colocarla como potencial factor aglutinante del interior frente a Buenos Aires; y asimismo como eslabón entre el litoral y el Alto Perú. También fue impulsada por el estado nacional conducido por Perón como un polo fabril que debía constituirse en el embrión de la industrialización en el interior del país. En esa fuente abrevó la resistencia popular que hizo el “cordobazo”. Pero estos rasgos nada tienen que ver con las políticas que el radicalismo y delasotismo han implementado en los últimos 30 años. Todo lo contrario. La regresión económica configurada bajo el paraguas de la libertad de mercado tuvo en ambos movimientos sostenedores tenaces. Baste recordar que el Banco de la Provincia y EPEC escaparon a la privatización a que los condenaba el gobernador De la Sota sólo por la explosión antisistémica que se produjo en Buenos Aires en diciembre de 2001, que acarreó el naufragio del modelo neoliberal.

Los desórdenes que nos han afligido en las últimas horas se veían venir. Una fuerza policial con un sueldo miserable es una bomba de tiempo, en especial cuando sus efectivos tienen ocasión de contemplar el enriquecimiento de sus cúpulas, que de pronto quedan expuestas por sus presuntos vínculos con el narcotráfico. Un narcotráfico cuyos tentáculos se tienden no se sabe bien hasta dónde. El autoacuartelamiento de los efectivos policiales dejó abandonada a la ciudad a la discreción de los vándalos y, eventualmente, a la reacción pánica de los vecinos. De pronto una urbe de un millón y medio de habitantes quedó librada al saqueo, sin transporte, sin escuelas, sin bancos, sin administración pública y sin comercio. Lo que supuso, en el fondo, la brusca revelación de que vivimos  enmarcados en la ilusión de un estado inexistente.

El vacío de poder y la ineptitud administrativa de la provincia quedaron expuestos de manera clamorosa en estas jornadas. Porque la solución del conflicto deja un interrogante abierto, casi tan grande como la sensación de alivio que supone el regreso a la normalidad cotidiana. Es cierto que el reclamo policial era justo, pero también es verdad que la salida a la desesperada que se dio al trance puede alentar manifestaciones de igual tipo en otros lados, de parte de agentes de seguridad tan mal pagos como lo estaban los nuestros. Sería bueno sacar las conclusiones que el tema amerita: no hay que dejar avanzar los problemas hasta el punto de no retorno, hay que comprender que la gestión estatal no consiste en calentar poltronas o en especular sobre las ventajas individuales que puede procurar a corto plazo la política de comité.

Otro capítulo penoso de lo acontecido en Córdoba fue la ambigua y contradictoria actitud que el gobierno nacional adoptó en la ocasión. El martes a media tarde era evidente que los acontecimientos se estaban precipitando. Unas horas después se produjeron los primeros pedidos de funcionarios del gobierno cordobés para que la nación autorizase el despliegue de la gendarmería para contener los disturbios. Ante ese requerimiento las primeras expresiones públicas de funcionarios del gabinete nacional no fueron las más oportunas. “El ministerio de seguridad no tiene un delivery de gendarmes”, fue la desafortunada expresión del ministro del área, Sergio Berni. El secretario de gabinete, Jorge Capitanich, también atribuyó a la competencia del gobierno cordobés la resolución del conflicto. Luego estas posiciones fueron enmendadas, pero el daño estaba hecho; era imposible evitar la sensación de que en la Casa Rosada al menos una fracción de sus ocupantes, con anuencia o no de la presidenta, había optado por operar con un maquiavelismo corto de miras con la intención de terminar de “esmerilar” al ya muy desprestigiado gobernador cordobés. Ese cálculo, de haber existido –y creemos que existió-, también evidencia una considerable dosis de irresponsabilidad, amén de doblez. Porque más allá del encono que se sienta hacia De la Sota, lo que estaba en juego era la seguridad de los habitantes de esta ciudad.

Se dice que fue el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, quien movió los hilos de esta arlequinada, inspirado en parte por su deseo de achicar la figura de Capitanich, quien habría debido someterse a un criterio que, se dice, no era el suyo. De haber sido así, el paso no pudo resultar más desafortunado. La eminencia gris del kirchnerismo indujo al gobierno nacional a perder una oportunidad de oro para presentarse como pacificador y restaurador del orden en una provincia anarquizada por un gobierno del que lo menos que puede decirse es que es incompetente. Y si la figura de Capitanich es rebajada por este incidente, no hay duda de que la recomposición política urdida por Cristina para ordenar los dos últimos años de su mandato quedará bastante debilitada.

Ahora bien, ¿cuánta es nuestra responsabilidad como cordobeses en esta anomia política en la que estamos viviendo? Son demasiados años de figuritas repetidas e intercambiables. A estos personajes se los ha votado y, a estar por los últimos resultados electorales, se los sigue votando. ¿No es hora de que cierta racionalidad y cierta capacidad crítica se impongan sobre el hábito mecánico de votar a los aparatos de dos parcialidades cuyos engranajes rechinan de manera cada vez más insoportable? ¿No es hora de asomarse al menos, a alguna fórmula alternativa?

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