La Presidente ha superado sus problemas de salud y ha vuelto a tomar las riendas del gobierno. La felicitamos de todo corazón por esto. De aquí en más ha de gestionar los dos últimos años de su mandato. Sus primeras decisiones ponen en evidencia que no piensa perder el tiempo.
Las últimas elecciones legislativas, más allá de la derrota del gobierno en los principales distritos, se saldó con una victoria a nivel nacional que le valió una masa crítica de votos, la suficiente para retener la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Bien es verdad que en Diputados esa mayoría se da por un margen muy ajustado y expuesto por lo tanto a cierta precariedad: los cantos de sirena pueden precipitar “fugas” hacia otros sectores. Pero se mantiene el contexto que consiente un desarrollo razonable de la actividad pública en los dos años que faltan para la renovación presidencial. Este lapso es suficiente también para un desarrollo político y económico que garantice la permanencia y una relativa profundización del “modelo”, incluso tras la nueva instancia electoral.
Siempre habíamos esperado que esa profundización se verificase por la única vía que existe para lograr un cambio estructural de fondo en el país. Esto es, con la potenciación del Estado como agente regulador de la economía y la participación de la clase obrera organizada como respaldo del proyecto. Creo que estas expectativas pueden relegarse al cajón de los recuerdos. Después de diez años de gestión el kirchnerismo ha producido cambios notables y positivos en muchos rubros periféricos, pero nunca se ha animado o ha querido incidir sobre el núcleo duro del sistema. No ha atacado la distribución inequitativa de la renta a través de una reforma fiscal progresiva, ni ha vuelto a recuperar la intangibilidad de los recursos minerales; ni nos hemos liberado de las horcas caudinas del CIADI, herencia directa de la década infame del menemismo y de su subasta del país al mejor postor. Al mejor postor de los bolsillos de los funcionarios y políticos involucrados en ese remate, se entiende.
Ahora bien, en vez de hacer lo que algunos anhelaríamos, el kirchnerismo ha preferido operar, menos heroicamente, a través de pactos con la burguesía industrial y ha relegado a los sindicatos a una valencia acotada al campo gremial, despojándolos de toda posibilidad de inmiscuirse en la cosa política y de participar en la planificación estratégica del cambio. Esto es un hecho y hay que aceptarlo. Pero hay aceptarlo con los ojos abiertos, sin autoengañarse con el relato de la “revolución imaginaria”.
El país no va a cambiar de un día para otro. Pero tampoco, creo, va a volver a la infamia de los 90. La oposición está dividida, en general no convence a nadie (su crecimiento electoral expresa más bien un rechazo al gobierno que una identificación con ella), y debe mucho de su peso a la cháchara mediática de comunicadores que compiten en la mentira o en la tergiversación de la noticia. La ley de medios, finalmente sancionada, puede aliviar esta presión al permitir una mayor pluralidad de voces.
Por esto es conveniente que, tanto el gobierno como quienes lo apoyan en sus inmediaciones, se apeen de los discursos bombásticos. La etapa que viene no va a consentir declamaciones sino que va a demandar explicaciones razonadas. Y estas son la mejor arma para combatir las paparruchas e infamias de un payaso como Lanata. Y de otros que lo emulan de manera algo más sutil y menos grosera en el manejo del “relato” sistémico de la oligarquía agropecuaria y financiera.
La recomposición ministerial operada por Cristina en días recientes aparece como concebida para ajustarse a este tipo de requerimiento. Se percibe como un principio ordenador en las designaciones. El nombramiento de Axel Kiciloff al frente de Economía nos parece el dato más significativo, pues es un keynesiano que se ajusta a la perfección al esquema posibilista pero consistente de los gobiernos kirchneristas. Está lejos del perfil que deleita a los gurús devotos del mercado: no tiene un posgrado en una universidad norteamericana ni ha sido abogado de las empresas transnacionales. Fue el mejor de su promoción en la UBA, medalla de oro y con un doctorado calificado con un diez por el Tribunal de Tesis, según apunta Alfredo Zaiat en Página 12. Sus primeros pasos han estado dirigidos a consolidar su equipo y a organizarlo según sus expectativas. Esta se presume ha sido la razón de la salida de Guillermo Moreno de la Secretaría de Comercio. Moreno es un personaje incorruptible y singular, que ha concitado antipatías y simpatías muy repartidas y que ha rendido importantes servicios al país, más allá de sus eventuales errores tácticos (la adecuación de las estadísticas del INDEC a sus propios deseos, por ejemplo) y a problemas de “estilo”. Estilo, por otra parte, muy reconfortante en ocasiones: nadie va a olvidar su irrupción en una reunión del directorio de Clarín, junto a Axel Kicillof, donde les restregó por la jeta a los mandamases del multimedio sus descomunales sueldos. Debe haber sido la primera vez que esos señores hallaron a alguien que les tirase la verdad a la cara.
Ante la necesidad de adecuar el gobierno a la nueva etapa, la Presidenta ha decidido aparentemente prescindir de los estallidos de esa figura muy desgastada y que además no se llevaba bien con quien ya era, en la práctica, jefe de la cartera económica, y lo ha alejado diplomáticamente, otorgándole la agregaduría de su especialidad en la embajada en Roma.
La designación de Jorge Capitanich como jefe de gabinete en reemplazo de Juan Manuel Abal Medina es coherente con el propósito que presumimos anima a la Presidenta. Capitanich es también economista, tiene muy buena relación con Kiciloff y un estilo ponderado que contrasta con la tumultuosa militancia de la Cámpora, que sostenía al anterior titular de esa secretaría. Las posibilidades que ese cargo de relevancia le da para un eventual posicionamiento como candidato a la presidencia en 2015 es un cálculo a futuro que no nos interesa. La política es voluble y no se puede pronosticar nada, aunque sea cierto que Capitanich ha quedado bien situado para competir en esa carrera.
El acuerdo con Repsol
Los detalles del acuerdo del estado nacional con Repsol para acabar con el contencioso devenido de la expropiación de las acciones de la transnacional de marca española en YPF no se conocen aun, pero, según se afirma, el arreglo fija el pago de 5.000 millones de dólares a Repsol en concepto de indemnización. La empresa exigía 15.000 millones y el gobierno nacional ofrecía 1.500. Si la cifra que se menciona como definitiva es la correcta, el diferendo se cerraría en términos razonables. Mucho habría tenido que ver en esto el interés de Repsol en reingresar a la Argentina trámite PEMEX, para compartir la exploración y explotación de Vaca Muerta, la segunda reserva de shale gas en el mundo.
El país, en el marco de una política económica que no quiere contrastar frontalmente con el sistema-mundo, no parece tener otra opción que esta. La explotación del shale gas requiere de grandes capitales y de una tecnología que Argentina aun no posee, pero que podrá adquirir en el curso de los próximos años. Esto puede lograrse por medio de una herramienta que el actual gobierno no ha perdido y a la que todo indica que no piensa renunciar: fortalecer la participación del Estado en la economía como instrumento para lograr el cambio estructural a mediano plazo.
El tema industrial, el paso de ser un país proveedor de commodities al de ser productor de bienes de capital, ha sido y sigue siendo la asignatura pendiente de Argentina. Habíamos comenzado a resolver el problema con Perón, entre 1945 y 1955, la única década de veras ganada por la nación. En ese momento, con los errores propios de todo arranque, se echaron las bases de un país industrial. Es verdad que la industria liviana, que suministró el excedente para lanzar una política distributiva que consintió la instalación de la justicia social para amplísimas capas de la población, no era suficiente para proveer el cambio de fondo; pero esa insuficiencia estaba en vías de ser corregida e iba acompañada por emprendimientos sólidos que apuntaban a la creación de la industria pesada. La regulación del intercambio a través del IAPI, los altos hornos Zapla, la siderurgia en San Nicolás, el impulso a la Fábrica Militar de Aviones, la promoción de la industria automotriz y la creación de la flota mercante eran indicios claros de la dirección en la que nos movíamos. En los últimos años del gobierno los contratos petroleros y el incipiente desarrollo nuclear abrían el camino a la autosuficiencia energética. Ese experimento fue cortado por la brutal contrarrevolución de septiembre del 55.
Uno de los argumentos elegidos para desestimar la obra de esa década fue el de los contratos petroleros. De pronto, los cipayos de siempre se volvieron ardientes nacionalistas. Algo de eso, aunque en tono menor, pasa también ahora, cuando los grandes medios menean dubitativa o irónicamente la cabeza ante el ingreso de Chevron para explotar Vaca Muerta, y la “izquierda” perfumada de Pino Solanas y la ultraizquierda destemplada de Altamira se encrespan ante la presunta vulneración de la soberanía.
La incorporación de capitales externos para ayudar el despegue no es, en sí misma, un pecado. Como tampoco tendría que serlo la toma de deuda para hacerlo, aunque este es un capítulo mucho más resbaloso pues supondría el ingreso al mercado de capitales tan ansiado por la citi, siempre deseosa de desviarlos a la especulación intensiva. Pero es en este lugar, precisamente, donde el estado debe tomar los recaudos para asegurar que los canales de inversión se orienten en el sentido correcto. Un estado sólido y gestionado por cuadros administrativos provistos de seriedad y patriotismo es la mejor garantía de que las cosas irán como se debe. Y el pueblo sabe reconocer a quien le brinda esa garantía, siempre y cuando esa persona o esa fuerza esté allí. No otra fue la clave de la continuidad de la vigencia de Perón a pesar de sus 18 años de exilio.
Se abre así, ante el país, una etapa donde la ponderación y el realismo deben sustituir a la retórica del “relato”. Puede que sea mejor así. Adecuar lo que se hace con lo que se dice es siempre una forma de evitar los espejismos y los desengaños que tanto pueden dañar a la fe de los más jóvenes. Y esa fe es de veras el capital irremplazable.