De pronto, tras el congelamiento del que se presumía inminente ataque de Estados Unidos a Siria, este último país y las noticias que fluían constantemente a propósito de él han desaparecido casi de la primera plana de los periódicos y de las pantallas de la televisión. Y, sin embargo, la guerra continúa. Sigue el flujo de armas y de fanáticos salafistas a través de sus fronteras y, a estar por las cifras que se han filtrado, el número de víctimas habría subido en alrededor de 20.000 tras el eclipse informativo de ese conflicto. Y esto a pesar de que el gobierno de Bashar Al Assad está destruyendo sus arsenales químicos bajo la supervisión de las Naciones Unidas.
Turquía y Arabia Saudita están detrás de esta continuidad en la provisión de armas y combatientes. Es más, de una manera casi increíble, Arabia Saudita renunció a ocupar un puesto no permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas denunciando la inutilidad del organismo para resolver el conflicto israelí-palestino. Según el Wall Street Journal, el 21 de octubre el jefe de los servicios secretos sauditas habría invitado a su casa a los representantes diplomáticos europeos en Ryhad para ponerlos al tanto de la indignación que la suspensión del ataque militar norteamericano a Siria y la aproximación USA-Irán provocaba en el seno de su gobierno. Incluso habría proclamado su intención de retirar sus inversiones en Estados Unidos como protesta.
¿Qué hay detrás de esta pataleta rabiosa de la monarquía feudal del Golfo? ¿Una puesta en escena, una manera que Estados Unidos tendría de proseguir bajo cuerda la intervención en Siria dirigida a fragmentarla, sin aparecer en primer plano? ¿O un acto de demencia suicida de parte de una familia real acostumbrada a ejercer el despotismo y que de pronto ha perdido el sentido de las realidades que le permitiera subsistir durante tantos años en una región en revolución? La casa de Saud hizo de las buenas relaciones con Estados Unidos la piedra angular de su política desde fines de la segunda guerra mundial. Ató su supervivencia al hecho de transformarse en el mayor proveedor de petróleo de occidente y de servir de agente de los intereses norteamericanos en el oriente medio y en el mundo musulmán. Fue la punta de lanza de la intervención norteamericana contra los soviéticos en Afganistán, en Chechenia y en cuanta misión hubo dirigida a liquidar los gobiernos árabes que de alguna manera intentaban otorgar un perfil más moderno a sus sociedades. Fue la base para proceder contra Irak en 1992 y en 2003. Y en Libia financió y entrenó a las formaciones de extremistas extranjeros que derrocaron a Gaddafi.
Al Qaeda salió del riñón de la monarquía saudita y sus provocaciones sirvieron de pretexto para la multiplicación de las intervenciones norteamericanas en el exterior dirigidas a combatir el terrorismo y a afirmar la presencia estadounidense en los enclaves que Washington juzgaba estratégicos. Tras la eliminación de Osama bin Laden, el uso de Al Qaeda de parte de la Unión había vuelto a blanquearse: la organización o sus ramificaciones fueron esenciales para la deposición y asesinato de Muammar Gaddafi en Libia. Por ejemplo el ex número dos de la organización, Abdel Hakim Belhaj, es hoy el gobernador militar de Trípoli. Y luego los extremistas wahabitas se transformaron en la voz cantante en la guerra contra el régimen sirio, junto a sus cómplices en Jordania y en Turquía.
Muchas veces nos hemos referido en esta columna a la utilización por parte de Estados Unidos de esa arma de doble filo. Con el nombramiento de John Brennan al frente de la CIA en marzo de este año, sin embargo, algunas cosas empezaron a cambiar. El nuevo funcionario sería opuesto a las prácticas demasiado imprudentes de sus predecesores, que no hesitaron en fomentar la “guerra santa” internacional para desestabilizar a aquellos gobernantes, clases o grupos en los países musulmanes que molestaban al proyecto norteamericano de hegemonía. Brennan parece creer que ha llegado la hora de reducir las dimensiones de ese instrumento. La decisión coincide con un cambio de paradigma en materia energética. En efecto, el descubrimiento del shale gas (el energético más importante del siglo XXI, según se dice) reduciría la dependencia de Estados Unidos del petróleo del golfo y, en consecuencia, su predisposición a favorecer al clan de los Saud. Este perdería la importancia política que ha revestido hasta ahora y ello haría aun menos llevadero el lastre que suponen su arrogancia y su oscurantismo cultural. Tal vez esté próxima la hora de aplicarle el mismo tratamiento que a otros aliados de Estados Unidos, a los que se ha arrojado por la borda una vez que su utilidad ha perdido vigencia.
Esto explicaría la histeria del gobierno saudí y su empecinamiento en aferrarse a la jihad o guerra santa, último expediente “diplomático” que en poco tiempo podría quedarle para sostenerse en el poder.
Eventual acuerdo
Ahora bien, todo esto se encuadra dentro de una perspectiva más vasta, la que proporciona un eventual acuerdo entre Estados Unidos, Rusia e Irán en torno al futuro de la región. Y aquí se tropieza con obstáculos aparentemente insalvables. La pregunta es: ¿hasta qué punto las partes pueden ponerse de acuerdo en torno al conflicto sirio sin decidir en uno u otro sentido sobre la cuestión del gasoducto al Mediterráneo? Como puntualiza Federico Bernal en un artículo reciente aparecido en Tiempo Argentino, “Siria es la llave maestra al gas natural de Oriente Medio... Irán es la principal reserva gasífera del mundo, seguida de Rusia y Qatar, y Siria a su vez está en el epicentro de todo por la relevancia que adquieran las rutas para el transporte/exportación del gas natural”. En efecto, la resolución de la guerra –y el destino de Irán que iría enganchado a esta-, decidiría “si el gasoducto que abastecerá a Europa se extenderá desde Irán e Irak hasta las costas sirias sobre el Mediterráneo o, en cambio, lo hará vía Qatar, Arabia Saudita, Siria y Turquía… En otras palabras, si el gas natural a Europa y aliados de la OTAN lo proveerán Irán, Irak y Siria –proyecto favorable a Rusia y China– o lo harán los aliados estratégicos de Washington: Qatar, Arabia Saudita (gas del Golfo Pérsico) a través del otro gran aliado occidental, Turquía, y tal vez, Israel. Como puede observarse, Siria es la llave común y maestra para todas las alternativas, con un sustancial detalle: la terminal siria sobre el Mediterráneo, el puerto de Tartus, coincide con ser una base naval rusa (en leasing).”
¿Cómo resolver este manifiesto contraste de intereses, si no es con una guerra que despiece a Siria y sirva de trampolín para un ataque contra Irán? Hasta aquí esta parecía ser la hipótesis de las potencias occidentales, pero ahora la firme posición rusa en el sentido de bloquear un ataque abierto a Siria de parte de Estados Unidos y la UE, provisoriamente parece haber enfriado la cuestión. Continuar con el camino insinuado con la aproximación a Irán que ha efectuado el presidente Obama, sin embargo, implica un redimensionamiento de la política global norteamericana. Supondría que, por fin, la superpotencia empezaría a adecuarse al carácter del nuevo mundo multipolar, lo cual no significaría que renunciase a seguir ejerciendo un rol importantísimo en la andadura de este mundo. Por supuesto, las resistencias que habría de enfrentar semejante viraje abren una dimensión incógnita, no sólo por las reacciones de los aliados que pueden sentirse abandonados por Washington, sino, sobre todo, por las luchas internas en el círculo de poder estadounidense, que de ninguna manera debe ser unánime en el criterio referido a estas cuestiones.
En qué esto nos afecta
No podemos saber en qué irán a parar tales tensiones. Sin embargo, una cosa es cierta, que ellas nos afectarán directamente. En especial si se produce el esbozado repliegue de EE.UU. Pues, frenado en su pretensión de imponer una globalización y una “pax americana” cortadas a su medida, el imperio va reafirmar su pretensión de ejercer sin cortapisas su hegemonía sobre lo que siempre ha considerado su patio trasero: Latinoamérica. Los recursos de esta región son incalculables e invalorables. Energía, reservas acuíferas, minerales y forestales están en gran medida intactos y representan un elemento de equilibrio ecológico de alcance universal que debe ser aprovechado de acuerdo a parámetros racionales por los pueblos que los albergan. América del Sur representa el 12 por ciento de la superficie terrestre, en la que dispone del 25 por ciento de la tierra donde se cultivan los alimentos; tiene el 25 por ciento del agua dulce del mundo, el 40 por ciento de la biodiversidad del planeta, reservas de más de 120 millones de barriles de petróleo y cuencas gasíferas de relevancia global, amén de enormes reservas de recursos minerales.
Hay que ponerse en condiciones de defender este patrimonio, lo que equivaldrá a defender nuestra capacidad de supervivencia identitaria, cultural y económica.
La codicia y la explotación imperiales siempre han estado presentes en nuestra historia, refutadas por movimientos de corte nacional y popular que, sin embargo, han estado coartados por la fragmentación del continente iberoamericano en una multitud de parcelas imbuidas de nacionalismos de campanario. El verdadero nacionalismo, hoy, pasa por la capacidad de sentirnos portadores de un mismo destino. Ello nos permitiría evitar ser arrollados por el empuje de los poderes externos.
Desde comienzos de este siglo las resistencias a la explotación imperial y esa vocación de unidad en la diversidad se hicieron más fuertes y por primera vez parecieron difundirse en la forma de una conciencia generalizada. Surgieron o se afirmaron el MERCOSUR, el ALBA y la CELAC. Empero, contemporáneamente a la declinación o a las dificultades de la hegemonía norteamericana en el mundo, han comenzado a hacerse más fuertes las indicaciones en el sentido de que la potencia del norte está acentuando sus medidas dirigidas a controlar más de cerca a la región y a suscitar en ellas balances y oposiciones que le permitan contrapesar las tendencias a la unidad con otro tipo de aglutinamientos regionales, predispuestos a seguir las normas del neoliberalismo y a adecuarse a los lineamientos de la política de Washington. La Alianza del Pacífico engloba ya a México, Colombia, Perú y Chile, y está ejerciendo cierta tracción hacia Paraguay y Uruguay; tracción facilitada por la insuficiente o inadecuada atención que Brasil y Argentina conceden a la relación con sus vecinos.
Amorim
De la significación y de la urgencia en el sentido de consolidar lazos entre los dos principales socios estratégicos de la región, Brasil y Argentina, dio buena cuenta el discurso que pronunció el ministro de Defensa de Brasil, Celso Amorim, en la sede del mismo ministerio argentino, en Buenos Aires. El funcionario brasileño indicó que vivimos en un período de transición del poder global y puso de relieve la dicotomía que se plantea entre la unipolaridad y la multipolaridad, y entre el unilateralismo y el multilateralismo. Dejó muy en claro un punto: que hay que oponerse al concepto reduccionista en materia de defensa, que entiende que debería haber una “división del trabajo” entre las potencias de mayor peso específico y las que no lo tienen. Esto es, dicho de manera inexplícita, entre potencia dominante y países subordinados. En esa distribución de roles la o las potencias centrales proveerían la capacidad de defensa estratégica y los países latinoamericanos deberían ocuparse de la tarea policial de combatir a la delincuencia y el narcotráfico. La excusa “moral y racional” para este planteo asimétrico sería que así se evitaría la carrera armamentista en los países de Iberoamérica.
Esta falacia debe ser combatida elevando a la UNASUR al nivel de complementariedad económica, industrial y militar que le permita pesar como un actor independiente en los asuntos mundiales. La defensa no es delegable, pues no existe organismo nacional o regional alguno que pueda existir si no dispone del resorte fundamental que supone el manejo de sus propias opciones militares.
Es evidente que el mundo que se viene no va a ser un lugar pacífico, como tampoco lo es el actual. Como dijo el ministro brasileño, los países del subcontinente tienen que pensar en articular una doctrina común de “cooperación disuasoria”. Y, por de pronto, es necesario que entre los países pivotes de la región, Argentina, Brasil y Venezuela, más todos los de la UNASUR que quieran sumarse, se genere “una Comisión de Asesoría Militar que funcione en permanencia junto a la Secretaría General de la UNASUR”, y que vendría a complementar al ya existente Consejo Suramericano de Defensa con un organismo que permita un contacto más constante y flexible entre las fuerzas armadas, subordinadas a las autoridades civiles de nuestros países.
Este es, sin embargo, el punto problemático de este y de cualquier proyecto unitario suramericano. ¿En qué medida las clases o grupos dirigentes de nuestros países están en condiciones de absorber este tipo de concepción y de preservarla en el tiempo? Nuestras burguesías, criadas a la sombra de las oligarquías agroexportadoras, han heredado en buena medida su mentalidad dependiente y atenida a una rentabilidad corta de miras. ¿Cómo hacer para que crezcan? ¿Estarán alguna vez en disposición de hacerlo? Y de no ser así, como es probable al menos en el corto plazo, ¿cuáles serían las instancias por las que se podría reemplazarlas?
(Fuentes: Red Voltaire, Federico Bernal, Reconquista Popular)