El análisis de las elecciones legislativas del pasado domingo implica remitirnos a lo ya dicho en la nota publicada después de las PASO, “¿Una derrota autoinfligida?” Las razones que a nuestro entender están en la base del quiebre del kirchnerismo fueron explicadas allí. También está expresada en esa nota la esperanza de que este pueda rehacerse, al menos en parte, del brusco redimensionamiento de su caudal electoral en relación a las elecciones del 2011. Pero todos los argumentos que puedan usarse a este propósito y que el oficialismo esgrime con poca convicción –el hecho de seguir siendo la primera minoría en el país y contar con un exiguo quórum propio en Diputados y con mayoría en en el Senado-, no bastan para remontar unas dificultades que no hacen sino acrecentar la agresividad de una oposición caótica, pero que huele sangre y que quiere encaramarse al poder en 2015.
La cuestión de fondo que se plantea, en realidad, no es saber si el kirchnerismo va a rehacerse con miras a las presidenciales, sino si Argentina cuenta con las masas sociales, la voluntad política y los recursos intelectuales para ir más allá de “la década ganada”… a medias. El mismo problema parece plantearse para con el resto de los países latinoamericanos que durante la primera década de este siglo ostentaron los síntomas de un cambio de época.
Se diría que la constelación de fuerzas que configuraron los populismos que llevaron la voz cantante durante estos años, ha agotado sus posibilidades dentro de los límites que se había fijado. El revolucionarismo verbal, el fetichismo de la democracia parlamentaria y el respeto a la “correlación de fuerzas” tanto en el nivel internacional como interno, han llevado a estos países a consumir un período de tiempo que hubiera podido ser empleado con mayor eficacia si hubiese existido algo más que una difusa conciencia de la hermandad iberoamericana y si se hubiese tratado de erigir los elementos fundantes de una solidaridad regional. El MERCOSUR, la UNASUR, las conferencias en las que se frenaron procesos peligrosos y potencialmente catastróficos como los roces entre Colombia y Ecuador o la partición de Bolivia, fueron enormes pasos adelante para la conciencia regional. Pero hasta aquí no ha habido posibilidad de asumir, desde el Estado, los proyectos de integración física, productiva y educativa que la región necesita. Faltó la creación –salvo en carpeta- de un estado mayor conjunto entre Venezuela, Brasil y Argentina, que asuma la tarea se promover una industria de defensa conjunta entre los tres países. En gran medida esto se explica por la relación neurótica que el gobierno argentino ha sostenido con sus Fuerzas Armadas, herencia de un conflicto psicológico no resuelto, derivado del trauma de los años 70; y también por cierto grado de oportunismo político en relación a la opinión de un sector de la clase media a la que aquí se creyó seducir con el discurso derecho-humanista. Ni qué decir tiene que esta actitud lleva como contrapartida el peligro de una nueva cerrazón de las nuevas generaciones militares, que comprometería su nacionalización y las haría más sensibles a las seducciones provenientes de la Escuela de las Américas: hoy camuflada como Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en la Seguridad, con asiento en Fort Benning, Georgia, EE.UU.
Sin embargo, si no existe una comprensión que abarque el conjunto de los factores que hacen al posicionamiento del país en el mapa global, si no se entiende que la idea de la integración latinoamericana no es un concepto retórico sino una meta necesaria, se hará muy difícil la supervivencia de estos pueblos como entidades capaces de regirse autónomamente. Si no se comprende que para practicar una política de cambios hay que tener la voluntad no sólo de proclamarlos sino de hacerlos, y que hay que ser capaces de incidir en los sectores sociales que pueden proveer los apoyos necesarios para tal empresa, se estará “arando en el mar” como dijo Bolívar al final de sus días.
No hay que desanimarse. Hay que empujar el proceso de cambios iniciado en el 2003, que aportó mejoras notables y ahora está herido -pero no de muerte- sustentando un debate de veras democrático al interno de las fuerzas políticas que se identifican con este desarrollo. Y hay que hacerlo atendiendo a los factores económicos, culturales y sociales que están en escena. No es posible que la clase obrera, que fue tradicionalmente el núcleo resistente del movimiento nacional inaugurado en 1945, sea ignorada al desconocer a sus representantes más combativos. Que son imperfectos, diversos, casi insoportables en algunos casos, pero expresivos de una masa social en movimiento. Tender puentes con ellos implicaría recuperar una base de sustentación que es absolutamente necesaria para llevar adelante medidas indispensables para consolidar la soberanía nacional y la verdadera democracia en la Argentina. Hay que sacarse de la cabeza que el país va a crecer recurriendo al apoyo financiero de los organismos internacionales. Hay que decidir una reforma financiera, hay que aplicar una política fiscal progresiva que tome en cuenta la desmesurada renta agraria; y asimismo se deben denunciar los acuerdos con el CIADI, que ata los litigios con empresas extranjeras a los tribunales internacionales. Hay que volcar los recursos que pueden deducirse de estas medidas a un programa de desarrollo científicamente calculado –como el plan Fénix. Estos expedientes han sido siempre postergados.
Por supuesto que para esto hay que tener un compromiso político duro, que a decir verdad no se advierte. También se puede aducir que es un poco tarde para contraerlo. Sobre todo si se mide la famosa “correlación de fuerzas” a la que el kirchnerismo decidió atenerse desde un principio, incluso en los momentos en que estuvo más fuerte, en 2007 y 2011. Pero sólo así, apelando a ese tipo de recursos, se evitará que el país vuelva a estancarse y se podrá inducirlo a crecer más o menos armónicamente.
Ahora bien, si no se puede avanzar más allá de cierto límite porque los obstáculos se han hecho infranqueables o es tarde para reaglutinar las fuerzas, sí se pueden instalar estos temas como centrales en el debate político, y empujarlos hacia delante aunque para ello haya que sufrir algunas derrotas y perder algunas sinecuras. La política se ha reducido entre nosotros a expedientes tácticos, tras los cuales se pierde de vista el objetivo estratégico, que es lo único que puede justificarlos.
La ley de medios
En medio de la “pálida” de la jornada electoral del pasado domingo, hubo algunos síntomas positivos. El ascenso electoral de Carolina Scotto y del FPV en la provincia de Córdoba fue uno de ellos. Es probable que la emigración de votos de otras listas a la que presidía la ex rectora de la Universidad se haya debido al hecho de que ella se diferenció de sus adversarios al hacer hincapié en temas que tienen verdadera entidad. Como los peligros del insubstancial “cordobesismo”, una invención falaz que se olvida de lo que significa la integridad de la nación y que en definitiva apunta a recolectar apoyos entre el henchido sector agrario. Y luego cuando se refirió al tema de la renta diferencial de la tierra y a la necesidad de incluirla en un sistema más equitativo de tributación fiscal. Asunto tabú si los hay.
Pero la alegría llegó después: el fallo de la Corte Suprema de la Nación que declaró constitucional la Ley de Medios. Hicieron falta cuatro años para que una ley del Congreso pudiera superar los obstáculos que interpuso el grupo Clarín con un rosario de cautelares. Por fin una de las leyes más significativas de la gestión kirchnerista está libre para aplicarse plenamente. Se gana con ella un espacio de discusión e información que hasta aquí estaba vedado por la presencia abrumadora del monopolio. Este se ha desbordado hacia áreas de la comunicación audiovisual donde ejerce una hegemonía que impide el desembarco de otros medios y uniforma la información, cumpliendo la pesadilla orwelliana del Gran Hermano: la saturación totalitaria del espacio televisivo y radial, donde se repite un discurso único con variantes apenas cosméticas. Y a veces ni eso.
Se abre así la posibilidad de instaurar una pluralidad de voces que antes no existía o se limitaba a una proporción irrelevante de ellas frente al peso de lo que transmitía el monopolio. Y los periodistas, durante tanto tiempo sujetos al diktat de la libertad de empresa -que no tiene nada que ver con la libertad de expresión-, tendrán al menos la posibilidad de elegir, entre una diversidad de fuentes alternativas, el espacio que mejor les cuadre a su necesidad de ganarse la vida, sin necesidad de abdicar su libre albedrío.
En cuanto al público, lo tiene todo por ganar.