No habiendo podido asistir al acto en apoyo al periodista cordobés Tomás Méndez, quiero dejar sentada, en esta columna, mi solidaridad con quien viene siendo objeto de pesadas amenazas a su integridad física y a la de su familia como consecuencia de su valiente trabajo de investigación y desvelamiento de las actividades del narcotráfico en nuestra provincia, en el cual aparecen presuntamente involucrados miembros de la policía y exponentes del universo político. Esa turbia trama habría estado en la base de la muerte, al menos sospechosa, de dos miembros de las fuerzas del orden, suicidados poco tiempo atrás en condiciones poco claras.
La necesidad de sostener la libertad de expresión y de garantizar, desde las instituciones, la seguridad de los periodistas, fiscales y jueces que se abocan a tratar el difícil tema del tráfico, debe ser una demanda de la sociedad toda. Cobrar conciencia de este dato es indispensable a luz de lo que está pasando en otras partes de América latina, donde el pistolerismo ha crecido exponencialmente al calor de los jugosos dividendos que brinda el narcotráfico. En México y en países de Centroamérica, en Colombia y en Brasil se ha convertido en una enfermedad endémica. Sobre todo en el primero de esos países, donde la cifra de muertos como consecuencia de los conflictos entre las “maras”, de los atentados contra quienes las investigan, de la proliferación de la industria del secuestro y del “peaje” extorsivo que los cárteles y las pandillas realizan sobre los emigrantes ilegales que intentan alcanzar los Estados Unidos, ha alcanzado los niveles de una guerra en gran escala. Se habla de alrededor de 100.000 víctimas fatales en menos de una década.
El problema de la droga en América es indisociable de la degradación del sistema social que sostiene el capitalismo senil. Este aserto puede sonar apocalíptico y catastrofista, pero no parece que este estado de cosas hubiera podido tener cabida en otra etapa histórica. La droga ha existido siempre; sin embargo, en ningún momento se convirtió, al menos en occidente, en un instrumento tan deletéreo como lo está resultando en la actualidad. China, en el siglo XIX, fue envenenada por la droga, pero esa degradación estuvo asociada a la decadencia de la dinastía Qing y a la presión de los comerciantes británicos en la India, que con tal de mantener su tasa de ganancia y la libertad de mercado fogonearon las guerras del opio. En la sociedad actual el auge de la droga parece vincularse más bien a los requerimientos de sociedades, avanzadas o no, pero sin certidumbre histórica, que requieren de estímulos artificiales para sostener, por un lado, un interés cada vez menos marcado por la vida; y, por otro, para embrutecer aun más a las masas indiferentes o desposeídas que son arrojadas a la periferia social, anulando su capacidad de respuesta al deterioro a que son sometidas.
El papel de la economía subterránea derivada del tráfico se integra al cuadro de una economía predatoria, que lava sus fondos sucios en los paraísos fiscales y los reintegra a la corriente financiera de un sistema en el cual la especulación substituye cada vez más a la economía productiva. ¿Cuál es la proporción de las ganancias derivadas del tráfico que se vuelca a la economía normalizada?
Este cuadro general debería ayudarnos a tomar conciencia de la magnitud del problema al que nos enfrentamos. No habrá solución al mismo mientras no cambien las coordenadas que rigen al sistema. Pero como es difícil que esto ocurra en un tiempo previsible, es deber de cada uno de nosotros hacer lo posible por contener la enfermedad, evitando el contagio. Argentina no es un país productor de droga, lo que debería permitirnos luchar en mejores condiciones contra el flagelo. Y es en este sentido que la seguridad y las garantías que puedan prodigarse a periodistas como Tomás Méndez cobran un valor decisivo.