Si a nuestra antepenúltima nota la titulamos “En el borde”, la actual no puede sino testimoniar un relativo alejamiento del precipicio hacia el cual la política de Barack Obama (y el círculo de poder al que se vincula) estaba llevando al medio oriente y quizá al mundo. Se trata de un alejamiento provisorio, que contiene grandes incógnitas y respecto al cual no se puede vaticinar nada sino apenas interrogarse acerca de las vías que pueden discurrir a partir del aplacamiento de la tensión determinado por la intervención rusa en el problema sirio y el consecuente el retroceso del gobierno norteamericano respecto de una intervención que se anunciaba inminente. Y como estos movimientos van combinados con un cierto grado de apertura respecto a Irán, predomina una sensación de alivio.
Pero los interrogantes a que nos referimos son los mismos que puntualizamos en la última entrega de esta columna, “¿Hacia un Munich al revés?”, que giraba en torno de una eventual componenda entre Moscú y Washington para enfriar el conflicto sin alterar el rumbo de fondo que tienen los desarrollos de la política internacional desde la caída de la Unión Soviética.
Tal vez ese enfoque pesimista no se justifique y estemos presenciando el momento en que los potenciales contrapesos al dinamismo norteamericano –Rusia en primer lugar-, se deciden a actuar. Ojala que así sea, aunque no se pueda asegurar nada al respecto. Pero un hecho es evidente: Estados Unidos no puede seguir tensando indefinidamente la cuerda para asegurar su condición de única superpotencia sin incurrir en una inflación de su poderío militar que conduzca a su irrevocable decadencia económica. Y esta acarrearía un hundimiento interno o una fuga hacia delante que sólo podría apuntar a una debacle a escala planetaria.Ya lo dijo Paul Kennedy: “Las grandes potencias en decadencia relativa responden instintivamente gastando más en seguridad y por lo tanto desvían recursos potenciales del terreno de la inversión y agravan su dilema a largo plazo”. (1)
Esto fue cierto respecto a la URSS y no hay razón alguna para que no lo sea también respecto a Estados Unidos. De momento Obama ha tenido que tragarse su retórica y aferrarse a la propuesta rusa para detenerse al borde del abismo. Esto no quiere decir que el peligro haya pasado para Siria. Aunque con estilo deplorable, ya se están inventando argucias para mantener la posibilidad de intervención en la balanza. El secretario Estado John Kerry se refirió días pasados en París, lado a lado con James Cameron y François Hollande, a los artículos de la Carta de las Naciones Unidas, que señalan que cuando las medidas que no suponen el uso de la fuerza armada son desoídas por un Estado trasgresor, el Consejo de Seguridad “podrá ejercer, por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales”. Con manifiesta mala fe Kerry asoció a Rusia a esa declaración, lo que le valió ser desmentido de manera tajante por el canciller ruso, Serguei Lavrov, quien negó tal compromiso y dijo que de ninguna manera su país autorizará una intervención militar contra Siria.
Una organización poderosamente desorganizada
Lo que hace muy difícil evaluar la orientación que puede tomar la política exterior estadounidense y sigue alentando todo tipo de temores, es la organización inorgánica (valga la paradoja) de la elite del poder. Según Wright Mills, el establishment sería un grupo de elite formado por las sub-elites política, militar, universitaria y mass media, lobbys que estarían conectados en una “alianza inquieta” basada en su comunidad de intereses y dirigidas por “una metafísica militar”, concepto que se apoya en una definición militar de la realidad y que habría transformado a la economía en una guerra económica permanente.(2)
Cabe preguntarse, sin embargo, si no es precisamente la economía y la esencia agresiva del capitalismo, que está ínsito en el núcleo del sistema y que contagió a grandes estratos de su psiquis colectiva, lo que determina el dinamismo militar que refleja toda la historia de Estados Unidos. El carácter arrollador de esa conjunción de factores es puesto en evidencia por la progresión vertiginosa del expansionismo estadounidense: de la independencia a la conquista de la mitad de México, de esta a la conquista del Oeste, de aquí al desembarco en Centroamérica y en el Lejano Oriente, cumplido en la estela de la guerra hispano-norteamericana de 1898; y de ahí al gran brinco hacia el mundo cumplido en etapas cada vez más ambiciosas: 1917-1918 y 1941-1945, como guardián de la democracia frente al militarismo alemán y al totalitarismo nazi; 1945 a 1992 en calidad de rompeolas de Occidente frente a la marea roja, y desde entonces para acá como vigilante mundial contra el terrorismo, el narcotráfico, las dictaduras y como campeón de los derechos humanos.
La compleja articulación del poder en Estados Unidos hace recelar en todo momento de la racionalidad que puede imponerse a su política exterior o, incluso, interior. ¿Acaso Franklin Roosevelt, un aristócrata que salvó al capitalismo norteamericano de un hundimiento masivo durante la Gran Depresión, no fue atacado con rabia y acusado de socialista e izquierdista por sus políticas de regulación de la economía y por la toma de medidas dirigidas a favorecer la organización sindical frente al capitalismo salvaje de los bancos y las grandes empresas?
En el plano de la política exterior la imprevisibilidad norteamericana está demostrada por la abismal distancia que media entre sus expresiones y sus hechos. La Casa Blanca habla en el lenguaje de Tartufo y la hipocresía militante que evidencia sólo puede ser aceptada por el público de su país en la medida en que tiene el cerebro reducido por los mass media y entontecido por el confort de que disfruta su expandida clase media. Pero esta comienza a padecer los estragos de la política neoliberal, que en las últimas décadas se dedicó a destruir el empleo (buena parte de la producción manufacturera se autoexilió a los países con mano de obra barata), incentivó hasta extremos inusitados la especulación financiera y terminó montando burbujas económicas que al final explotaron. En la recuperación del sentido de la realidad de parte de esa clase media hoy alienada y en el ingreso del sector que subsiste política y económicamente marginado, al universo de la acción pública, dependerán mucho de los desarrollos que puedan producirse en el ámbito de la política exterior del gran país del norte. Pero no hay que especular demasiado respecto de ese despertar: los mecanismos del lavado de cerebro, de la provocación y de la dispersión informativa y ficcional (estos dos factores de hecho conforman uno solo), han funcionado muy bien hasta hoy y es probable que lo sigan haciendo.(3)
Lo que puede alterar este escenario es un choque con la realidad externa. Así como Vietnam sacudió en su momento el conformismo de la opinión, la perspectiva concreta de un nuevo compromiso militar frente a contrincantes de peso –esta vez impronosticable en sus futuros desarrollos- puede asustar a la opinión y devolverla al sentido de las realidades. Y estas indican que el mundo está maduro para un viraje del orden mundial que termine con el sistema unipolar, nacido del derrumbe de la Unión Soviética, y pase a una organización multipolar de tome en cuenta a los nuevos y viejos protagonistas del ballet global. Rusia, China, los países del BRICS, América latina y su incipiente organización en el MERCOSUR y la UNASUR, son factores que deben ser tomados en cuenta en cualquier dimensionamiento práctico de la realidad.
Putin y Obama
Ahora bien, ¿quiénes son, en este momento, las figuras a través de las cuales deben ventilarse estas cuestiones? Porque a la política y la historia no se las determina por sus solos componentes estructurales, sino a también, y a veces sobre todo, a través de quienes deben interpretar sus coordenadas y adecuarlas a la práctica.
Por la concentración de poder en sus manos, Barack Obama y Vladimir Putin son los actores que dominan el panorama. Sus figuras contrastan bastante en lo que hace a su envergadura personal, sin embargo. El personaje que en este momento domina la escena política mundial es Putin, no sólo por el peso específico de su país, sino por su propia envergadura política. Putin ha sido defenestrado por la prensa occidental, que no deja escapar ninguna ocasión para describirlo como un autócrata. Lo que esa prensa denomina autoritario, sin embargo, no parece ser otra cosa que la autoridad natural que se deriva del ejercicio del poder, entendido este como ocasión para ser fiel a la tradición política de su propio país, en una época en la cual las presiones de lo políticamente correcto sirven para disimular la elusión de las responsabilidades concretas respecto del estado del mundo. Ese palabrerío humanista no suele ser sino un mero expediente para justificar los procedimientos diplomáticos, económicos o bélicos que se llevan a cabo para cumplir los objetivos de la realpolitik.
En el cotejo entre estos dos mandatarios, Putin se yergue como la figura dominante. Obama, a lo largo de sus dos mandatos, no ha justificado las expectativas que en él depositaran los votantes norteamericanos. Aureolado por un Premio Nobel de la Paz que es uno de los galardones más grotescos que haya otorgado la Academia Sueca, el primer presidente de color de Estados Unidos se ha dedicado a borrar con el codo lo que había escrito con la mano. Su política social ha sido un fiasco, su intervención en el plano económico ha consistido en socorrer a los bancos que estuvieron en las raíces de la crisis de la burbuja inmobiliaria en 2008 y, en el plano del intervencionismo en el exterior, sus reiteradas declaraciones en el sentido de repatriar las fuerzas que actuaban fuera del país no han implicado otra cosa que su desplazamiento hacia otros escenarios, mientras que los cuerpos especiales, los “contratistas” y los servicios de inteligencia siguen actuando a full, con el respaldo de imponentes flotas navales y aéreas.
Putin, por el contrario, ha sabido extraer a Rusia y a la Confederación de Estados Independientes del pozo en el que las habían arrojado Boris Yeltsin y la burguesía mafiosa de flamante cuño después de la disolución de la URSS. En 1999 Rusia, sometida a la “terapia de shock” neoliberal, estaba en plena decadencia interna y externa. Al asumir Putin hubo de habérselas con un país en el caos. Con un estilo pragmático manipuló a los oligarcas del nuevo capitalismo, restauró el control del Estado en la moderación de la economía y encaminó a esta por la vía de un capitalismo regulado, mientras procedía a la reorganización y modernización de las fuerzas armadas.
Esta capacidad no surge de la nada. Putin no sólo no es un improvisado, sino que hizo su aprendizaje en el núcleo que ha gravitado muchísimo en Rusia tanto en la época zarista como en la comunista: la policía política. Cuadro de la KGB (hoy FSB) en sus años mozos, y director del organismo antes de suceder a Yeltsin, su tarea entre bastidores lo avezó para la lucha por el poder y para abrirse paso en el universo de intrigas cortesanas que rodearon a su corrupto antecesor.
El impulso dado por Putin y la administración moscovita a la producción petrolera, gasífera y energética, más la reducción de la evasión fiscal a través de la mejora del sistema impositivo, han vuelto a colocar a Rusia en el círculo de las grandes potencias. Esto y la política de alianzas montada en torno al grupo de Shangai está complicando el modelo de “choque de las civilizaciones” grato a Zbygniew Brzezinski, al Pentágono y al Departamento de Estado, que busca generar una cartografía inconexa en Europa oriental y el Asia central como modo de facilitar la explosión de las contradicciones étnicas y confesionales que hay en la zona. Sobre esa ruta pavimentada por el caos avanzaría el proyecto hegemónico norteamericano, que tiene por eje la destrucción de Irán y la balcanización de Rusia, China y Pakistán como modo de impedir que en el Heartland se instale una constelación de estados que amenace su propia supremacía.
El montaje de este proyecto ha llevado tanto tiempo y ha sido seguido con tanta consecuencia hasta hoy, que la perspectiva de un viraje hacia una comprensión más racional del problema de la balanza del poder mundial, de parte de Estados Unidos, nos sigue pareciendo un poco antojadiza. Ojala nos equivoquemos, reitero, pero no es fácil sacar a una mole como el Titanic del curso de colisión con el iceberg.
Creemos que, en cualquier caso, sólo se podrá obtener este viraje encarando al imperialismo con un discurso racionalista que conserve, empero, a la fuerza como último recurso. Se debe apelar a la persuasión amistosa, por un lado, pero hay que tener en reserva una capacidad de disuasión inamistosa si ello es necesario para obtener un resultado. Pero para esto no basta que disponer, como disponen Rusia y China, de elementos de peso, económicos y militares. Hay que ser capaces de persuadir al adversario de que se está disposición de hacerlos valer. No es necesario haber ganado una guerra para arrojar, como Varo, la espada sobre la mesa de negociaciones.
Notas
1) Paul Kennedy: “Auge y caída de las grandes potencias”, Plaza y Janés, 1989.
2) Citado por Germán Gorraiz López en “La geopolítica de Obama”, publicado en América Latina en Movimiento, del 17.09.13
3) No todo el cine norteamericano está al servicio de la propaganda: la vieja tradición del radicalismo liberal despunta a veces;, pero se ha producido una suerte de estandarización de ese discurso que torna a no pocos productos sosos y en última instancia conformistas, en la medida en que no rebaten en serio el relato que genera el núcleo oligárquico del poder.