En su discurso del martes por la noche el presidente norteamericano aparentó aceptar la propuesta rusa de mediación en Siria. Lo hizo con muchas reservas. Expresó que mantenía el dispositivo militar en alerta y que si las negociaciones diplomáticas no daban resultado, Estados Unidos entraría en acción.
La propuesta, aceptada en principio por Siria, pasa por la inspección y posterior destrucción del arsenal químico del que dispone el gobierno de Bashar Al Assad, como condición para no desencadenar el ataque contra ese régimen que estaba a punto de producirse. Un lapsus, tal vez deliberado, que el Secretario de Estado John Kerry deslizó en una conferencia de prensa realizada en Londres, sirvió para que su par ruso, Serguei Lavrov, lanzara la propuesta de paz, de inmediato aceptada por Siria. Interrogado por una periodista, Kerry descartó toda posibilidad de salida pacífica a menos que Assad renunciase a su arsenal químico. La frase fue captada al voleo por los rusos, quienes de inmediato pusieron sobre la mesa su plan de arreglo.
¿Es esto un triunfo de la racionalidad sobre el disparate belicista? ¿O una manera de salir de la encerrona diplomática en que se encontraba Estados Unidos? ¿O un expediente que el Kremlin encontró para no ser arrastrado a una confrontación que no desea? ¿O una frágil tabla de salvación para el gobierno de El Assad, con la cual tal vez entiende que podrá mantenerse a flote hasta que haya dispuesto de los rebeldes y mercenarios que lo acosan?
Quizá un poco de todas estas cosas. Pero se nos permitirá ser escépticos respecto de las especulaciones optimistas de algunos analistas, que creen ver un movimiento parecido al del arreglo que la Unión Soviética y Estados Unidos combinaron en 1956, en ocasión de la crisis de Suez.
Las circunstancias hoy son muy diferentes. El mundo bipolar ya no existe, la URSS se ha disuelto y Washington está lanzado desde hace dos décadas a conquistar una hegemonía que se le resiste. A pesar de ello, su plan no ha retrocedido un ápice desde entonces. Lo que muchos consideran sus reveses –el fracaso en implantar el orden Irak, por ejemplo-, no son fracasos sino victorias, ya que lo que busca el imperialismo en esta época no es armonizar sino desestabilizar, desordenar y fragmentar, para luego avanzar con pocos obstáculos sobre un terreno donde sólo puede tropezar con resistencias esporádicas e impotentes. Y que las minorías étnicas, los particularismos confesionales y los obtusos integrismos se las arreglen entre ellos.
Puesto contra la pared por la coerción norteamericana y la “amistosa” presión rusa, al gobierno sirio no le quedaba otra opción que ceder, quizá en la confianza de que así podrá ganar tiempo para liquidar a los insurrectos. Pero si se desarma -sin contrapartida, como es el caso-, sólo demorará el golpe que pende sobre su cabeza. Recordemos los casos de Saddam Hussein –que prescindió de su arsenal de armas de destrucción masiva para ser acusado de seguir poseyéndolas y se vio arrollado luego por una catarata de bombardeos y mentiras-, o el de Gaddafi en Libia, que creyó que desarmando su plan nuclear y cultivando sus relaciones con occidente iba a escapar del terrible destino que le estaba reservado.
El optimismo fácil cree que las crisis se arreglan con buenas intenciones o con buenas palabras. No toma en cuenta que la realidad se basa en hechos duros: en datos sociales, estratégicos y económicos. Y los hechos proclaman que la coalición occidental e Israel desean aplastar tanto a Damasco como a Teherán, en beneficio de su estrategia global.
La pérdida del arsenal químico no afectará al potencial bélico del ejército de Assad en su lucha contra los rebeldes o contra una intervención extranjera que esgrimiese armas convencionales, pero lo dejará sin ese famoso elemento disuasivo que se supone es el equilibrio del terror (tú me destruyes, yo te destruyo). La buena calidad de ese ejército de ninguna manera puede contrabalancear la abrumadora superioridad de que dispone la OTAN. De modo que la intervención extranjera no se hará menos sino más probable con el correr del tiempo. Liquidar a los irregulares, como lo estaba haciendo hasta ahora, no va a ser fácil para Assad si no cesa la infiltración de estos a través de la frontera, infiltración sostenida por occidente, Turquía y Arabia saudita, la más reaccionaria de las monarquías árabes y socia predilecta de Estados Unidos.
Munich
Se nos permitirá una digresión histórica. En 1938 Hitler quería liquidar “el factor checoslovaco” de su frente sur y para hacerlo apeló una provocación. Exigió el retorno del territorio de los Sudetes (Sudetenland) y reclamó la incorporación de los alemanes étnicos que lo poblaban al Reich. Cuando las democracias británica y francesa buscaban desesperadamente algún atajo para no ir a la guerra, Mussolini medió y se convocó a la conferencia de Munich. En ella, sin tomar en cuenta el destino ni la opinión de los checos, se le dio al dictador alemán todo lo que pedía, sin tomar en cuenta que este quería mucho más. Poco después el Führer ocupó al resto de Checoslovaquia, y cinco meses más tarde atacó a Polonia, dando comienzo a la segunda guerra mundial.
Vladimir Putin y Serguei Lavrov podrían terminar haciendo, en esta encrucijada, el papel que desempeñaron Neville Chamberlain y Edouard Daladier en 1938. El discurso de Obama, lejos de ser tranquilizante, no hace otra cosa que plantear un nuevo escenario para lanzar la guerra, desafiando la ley internacional y la oposición popular dentro y fuera de Estados Unidos. Obama repitió las acusaciones contra el régimen sirio en el sentido de haber gaseado a su propio pueblo -¡en los suburbios de Damasco!-, sin exhibir ni el rastro de una prueba. El discurso contradijo en cierto modo la argumentación en el sentido de que el ataque sería limitado al señalar que los militares de Estados Unidos no hacen acupuntura y especificar que la acción estaría dirigida a “degradar” las capacidades militares de Al Assad, lo que implica una amplísima gama de posibilidades. El argumento más sinuoso y cínico de todos, que hace suponer que la decisión de atacar a Siria, más tarde o más temprano, es irrevocable, está contenido en la frase que dice: “Es cierto que algunos de los opositores de Assad son extremistas. Pero Al Qaeda sólo puede fortalecerse si aumenta el caos en Siria y si su pueblo ve que el mundo no hace nada para impedir que los inocentes civiles sean gaseados hasta la muerte”.
La hipocresía del Premio Nobel de la Paz es apabullante. Su política ha introducido el desorden y ha fomentado la guerra civil en ese país, principalmente a través de la infiltración de los terroristas salafistas aprovisionados y patentados por Arabia saudita, el aliado más seguro de Washington en la región, después de Israel. Pero Obama da a entender que esos verdugos están proliferando en un estado de cosas del cual es responsable el gobierno de Damasco y que por lo tanto intervenir es la opción más saludable para que no prosperen. Desde luego que no van a prosperar si el ejército sirio los aniquila, pero podemos estar seguros de que en una Siria descabezada se moverían como un pez en el agua. Los casos de Irak y Libia suministran dos ejemplos patentes en este sentido.
La primera jugada para provocar la intervención occidental falló por razones contingentes. El voto en contrario del Parlamento británico, los mensajes del Papa, el pronunciamiento de la UNASUR, la reserva alemana, la oposición de rusos y chinos, y el general escepticismo que recorrió el planeta, descolocaron al gobierno norteamericano, que especulaba con la posibilidad de un ataque inmediato tras la tragedia de Damasco. Ello le hubiera permitido revertir el curso desfavorable a los rebeldes que estaba tomando la guerra civil. Queriendo resguardar su estampa de caballero impoluto, Obama esperó demasiado. Ahora debe readecuar su estrategia, proponiéndole al congreso que posponga su voto autorizando el uso de la fuerza mientras se continúa en la senda diplomática.
Las argumentaciones de Obama son absurdas e incoherentes, vale. Pero tienen el peso que da la descomunal fuerza militar que las sustenta y el control de los medios masivos de comunicación, que no son sólo las agencias informativas sino toda la parafernalia ficcional que se derrama desde Hollywood y su feria de entretenimientos especializados en el lavado de cerebros. El establishment quiere una solución militar para el medio oriente. La vía diplomática y las discusiones en las Naciones Unidas quizá posterguen por un tiempo esa salida, pero no va a disipar en absoluto la amenaza de guerra.