La megalomanía a veces encuentra correctivos, aunque sea momentáneos. La negativa del parlamento británico a acompañar la aventura bélica que los norteamericanos proponen contra Siria, y la fría acogida que la misma ha tenido hasta ahora de parte del gobierno alemán, sumado a la sarcástica condena de Vladimir Putin, a la postura pacifista del Vaticano y al categórico rechazo de la UNASUR, han enfriado de momento los ímpetus bélicos del Nóbel de la Paz, Barack Obama. Desde luego que esto no significa mucho: a mediano plazo el establishment, los halcones republicanos y demócratas, el lobby israelí, las monarquías del Golfo y el complejo militar-industrial difícilmente se desanimen ni tengan mucho en cuenta la renuencia que se percibe en la opinión del pueblo norteamericano respecto a verse involucrado en otro conflicto a distancia. Saben muy bien que esta desconfianza popular puede revertirse con una adecuada campaña mediática y con algún acontecimiento de efecto, prefabricado en los laboratorios de la provocación que pululan en la CIA y en el intrincado complejo de los servicios de inteligencia.
Después de todo, en efecto, esa desconfianza popular no proviene de una precisa intelección de los elementos que están en juego, sino de un cansancio derivado de la convicción autocomplaciente en el sentido de que “América” se ha echado sobre los hombros la pesada carga de conducir al mundo hacia la democracia… De esa fatiga se vuelve –aunque de una manera cada vez más fugaz- a través de la producción de algún episodio de efecto, que pueden ser la voladura del Maine, el ataque a Pearl Harbor, el incidente del Golfo de Tonkín o la denuncia de la posesión de armas de destrucción masiva de parte de un dictador como Saddam Hussein. Ese lapso, aunque no dure mucho, suele ser suficiente para arrastrar a la opinión y promover las modificaciones deseadas en la geopolítica mundial.(1)
Ante el contratiempo representado por la negativa de los socios europeos (sólo François Hollande manifestó su entusiasmo socialdemócrata para plegarse a la cruzada de esta nueva “guerra humanitaria”) y a la frialdad de la opinión, Obama ha buscado postergar el golpe ya planeado refiriéndolo a la aprobación del Congreso y limando sus aristas más problemáticas. Promete realizar una acción puntual y quirúrgica, sin compromiso de tropas en el terreno. Total, después los acontecimientos evolucionan por sí solos o de acuerdo a unos empujones adecuadamente propinados. Pero, en las actuales circunstancias, ni el Congreso ni los halcones parecen determinados a avalarlo. Viendo su vacilación, sus adversarios republicanos preferirían tal vez terminar de demoler su prestigio restándole el apoyo y haciéndolo aparecer como una pobre figura que se refugia en argucias constitucionales en vez de cumplir con sus obligaciones ejecutivas, a las que ellos querrían provistas de expedientes más duros que los propuestos por el presidente.
Mientras tanto la campaña mediática contra el gobierno sirio sigue batiendo el parche. En Israel soplan vientos de guerra, en Jordania se reunieron la semana pasada, a puertas cerradas, los más altos mandos militares de Estados Unidos, Arabia Saudita, Qatar, el país huésped y las principales potencias de la Unión Europea. No deja de ser significativo, sin embargo, que con posterioridad ese encuentro el monarca jordano, Abdalá II, se entrevistara con el Papa Francisco, quien ya había mantenido reuniones con los ministros de Relaciones Exteriores de Israel y el Líbano, y había advertido sobre la necesidad de evitar la intervención. El Vaticano, que sabe lo que se cuece entre bastidores, se está esforzando por poner paños fríos a la crisis regional, a sabiendas de que, de producirse un incremento de las hostilidades, estas podrán extenderse al menos a todo ese rincón del Mediterráneo, poniendo en riesgo a las comunidades cristianas que habitan en él.
¿Prórroga?
Todo induce a suponer que el ataque a Siria se postergará al menos por un tiempo. Pero es difícil que no ocurra, no sólo porque Washington ha avanzado demasiado en sus amenazas para volverse atrás sin perder credibilidad, sino porque esta credibilidad –es decir, la persuasión de que el matón ha de usar su fuerza si amenaza con hacerlo- es indispensable para continuar el programa que la Casa Blanca y el Pentágono se han fijado: la eliminación de Siria como estado moderno y su conversión en una plataforma para atacar al objetivo común que Estados Unidos e Israel tienen en la mira, Irán. Y uno se pregunta si, en estas circunstancias, no sería prudente de parte de Rusia ponerle un freno ahora a esa progresión imperialista. Es cierto que Serguei Lavrov ha dicho que su país no está en disposición o en condiciones de ir a la guerra en ningún caso, pero la necesidad de tomar alguna clase de acción, así sea indirecta, en un escenario que le toca tan de cerca, es evidente, si quiere que el cerco en el que se lo está envolviendo no termine por sofocarlo. La locura de la política imperialista de nuestros días, la inconsciencia en que muchos viven respecto a ella y el miedo que a pesar de todo ella irradia, se asemejan demasiado a la locura, la frivolidad y los temores que impregnaban al mundo en vísperas de la guerra del 14. Es curioso que, casi a un siglo de distancia de ese conflicto que marcó el comienzo de la “era de las catástrofes”, muchos de los elementos que lo caracterizaron vuelvan a estar presentes. Desde la psicosis del cerco, que espoleó la agresividad alemana, a los fantasmas de la guerra química, que ese conflicto inauguró.
Siria es parte de una hoja de ruta que tiene por objetivo no sólo a Irán, sino también al conjunto del Medio Oriente, cuyo dominio permitiría al imperialismo recuperar o retener el control de las reservas de petróleo y gas en que es pródiga la zona, y asimismo vigilar los conductos y las vías marítimas por los cuales esos combustibles viajan con destino a Europa y el Extremo Oriente. Ese proyecto apunta también a condicionar o contener la evolución de Rusia y China, a los que se visualiza como los enemigos objetivos de la globalización asimétrica que promueven EE.UU. y sus socios de la Unión Europea. La ofensiva contra Siria no es más que un capítulo de un movimiento más vasto dirigido a desestabilizar no sólo el Medio Oriente, sino también al norte de África, el África subsahariana y el Asia central. Hace dos décadas que este proceso está en marcha y no va a ser detenido por reveses o inconvenientes locales. Afganistán, Irak, Libia y Siria son apenas etapas en esa marcha que, dicho sea de paso, tampoco nos va a ignorar, como lo demuestran los golpes institucionales en Honduras y Paraguay, los intentos de fragmentación de Bolivia y el montaje de la Alianza del Pacífico entre México, Colombia, Perú y Chile, orientada a oponerse al MERCOSUR.
De momento, sin embargo, el énfasis está puesto en la “normalización” del medio oriente. “Normalización”, en este caso, no quiere decir armonización sino desintegración con miras a hacer desaparecer los estados unitarios que existen hasta este momento, dividiéndolos dentro de sí y saturándolos con una miríada de particularismos confesionales y étnicos que los anule como opciones modernas de desarrollo.
Estos mecanismos se ocultan detrás de una pantalla de mentiras o medias verdades que sin cesar bombardean al público, hasta casi anularle la capacidad de raciocinio. A veces, sin embargo, las mentiras son tan truculentas y se reiteran de manera tan mecánica que la opinión recula frente a ellas. Las dirigencias políticas vacilan entonces y toman distancia de las iniciativas que apuntan a jugarse el todo por el todo. Pero estos retrocesos suelen ser pasajeros: como en el caso de los tsunamis, en un primer momento el mar parece retirarse de la playa, pero sólo para volver luego convertido en una ola de descomunal altura.
Nota
1) Suena grueso denunciar el ataque a Pearl Harbor como una manipulación de la opinión pública, pero las muchas investigaciones realizadas después de la guerra han demostrado que la política del presidente Roosevelt a lo largo de 1941 consistió en una permanente provocación a Japón para que este atacara primero, permitiéndole así presentar a Estados Unidos como el país agredido y concitar de esa manera el apoyo del hasta entonces renuente pueblo norteamericano. Esta conducta habría llegado al extremo de ocultar la información que las bases norteamericanas en el Pacífico necesitaban para ponerse en estado de alerta roja. Que este ardid haya sido un expediente justificable por la naturaleza del enemigo global al que Roosevelt quería destruir –la Alemania nazi- no lo hace más moral ni menos artero.