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28
JUN
2008

Inconsistencia del poder en Argentina

El enfrentamiento del gobierno con las entidades agrarias se está aproximando a su punto de inflexión. O se quiebra el frente agrario o el gobierno pierde autoridad de forma vertiginosa.

Quizá la faceta más inquietante de la crisis provocada por el lock out de las entidades agrarias, sea la de haber desnudado las insuficiencias del poder en Argentina, su carácter desleído y vacuo, su oportunismo y su falta de proyecto. Y digo el más inquietante porque ese poder es el único construido en base al voto popular, el único que se ha decidido a tomar iniciativas en política exterior que nos alejan del mecanicismo servil de “las relaciones carnales”; el único que se ha animado a alentar un acoplamiento regional con otros gobiernos democráticos y el único que ha mostrado voluntad por acudir a remediar una situación de desfonde social que parecía dejarnos caer al vacío en el 2002.

Estos méritos no son suficientes, sin embargo, para alejarnos realmente del abismo. Para esto es preciso diseñar el cambio estructural que el país necesita y que es lo único que puede protegernos de las crisis recurrentes que sacuden al mundo. La presente situación así lo demuestra. Un gobierno como el de Cristina Fernández, que se dejó acorralar por unas entidades agrarias que se tomaron atribuciones insólitas, como desarticular el tránsito interno y erigir “aduanas” regionales que decidían quiénes podían o no pasar por las rutas, sin vacilar en desabastecer a las ciudades; un gobierno que es debilitado por su insuficiencia mediática y por su propia inacción justo en el momento en que intenta –por fin- atacar uno de los temas centrales que hacen al planeamiento del país y a la conservación de su suelo…, un gobierno así no es una opción muy confiable. Pero se ha de admitir que por ahora no existe otra, pues en la vereda de enfrente está sector monopólico que tradicionalmente ha dominado la economía argentina y ha bloqueado su progreso, y que aquí aparece sorprendentemente asociado a unos medianos y pequeños productores de perspectiva estrecha. Pues la aproximación de estos a los grupos monopólicos –las transnacionales, la Sociedad Rural y las Confederaciones Rurales Argentinas (CRA)- es un pacto contranatura, hecho posible, sin embargo, por la torpeza de unas autoridades que no supieron o no se preocuparon en romper ese frente, ni de encarar a los reales enemigos del desarrollo con hechos más que con palabras.

La producción agroganadera ha sido siempre la principal fuente de divisas del país. Hoy está en riesgo en razón de su concentración en el monocultivo de la soja. Es justo por lo tanto que esta situación se revierta y que las enormes ganancias del campo sean aprovechadas no sólo por los productores directos que se favorecen con ellas, sino también para dar lugar al desarrollo armónico de Argentina. El monocultivo es fatal para cualquier organización nacional. Los excedentes de dinero que produce la renta diferencial agraria (derivada de la excepcional feracidad de nuestro suelo y de la relativa simplicidad del trabajo que requiere su tratamiento) deben ser destinados a la construcción de una base industrial y tecnológica que complete la estructuración del país. Para ello, sin embargo, es preciso no sólo gravar al campo y en especial a los grandes monopolios transnacionales como Cargill y Monsanto, y a la Sociedad Rural y a las Confederaciones Agrarias Argentinas, que concentran la propiedad del suelo y por lo tanto el grueso de su renta, sino también aplicar una fiscalidad progresiva que atienda a una serie de otras actividades que hasta ahora escapan a la mirada del gobierno. Por ejemplo, la minería de capital extranjero que no tributa en absoluto e incluso es subsidiada por el gobierno; la especulación financiera que no es objeto de impuestos y las grandes fortunas que siguen aportando al Tesoro nacional en la misma proporción en que lo hacen quienes tienen menos.

¿Qué hay en el fondo de este inmovilismo oficial? ¿Complicidades? ¿Incompetencia? Tal vez. Pero hay, también, una suerte de frivolidad que aqueja a toda la clase política y que suele resolverse en una especie de acústica vacía, donde los ecos responden a los ecos: se enuncian directivas, pero estas no se cumplen; se postergan o ni siquiera se enuncian las decisiones estratégicas que son necesarias para promover el desarrollo nacional; a veces se sostiene desde el poder lo que antes se había denunciado desde el llano; se niega entidad al adversario y se procede en su contra de manera refleja, por el simple hecho de que es el adversario, sin meditar en lo que puede haber de válido en sus propuestas.

El vacío de poder surge a veces de la falta de voluntad para ejercerlo. Hoy tenemos en Argentina a un gobierno que, cuando tropezó con dificultades para imponer una medida seria (aunque mal elaborada), prefirió volver a patear la pelota hacia delante, en vez de ejercer las atribuciones legítimas de que disponía el Poder Ejecutivo para ponerla en práctica. El envío del tema de las retenciones al Congreso ha descomprimido provisoriamente la situación en las rutas, pero ha dado lugar a un desorden que amenaza la unidad del bloque parlamentario que responde al Ejecutivo, y ha proporcionado un escenario favorable a la turbamulta de productores agrarios que invaden el palacio legislativo y presionan a los legisladores con sus reclamos.

Ahora bien, si el gobierno cede y busca también en esta ocasión postergar la crisis de su propio bloque retrocediendo de manera significativa en el tema de los derechos a la exportación, se expone a quedar muy debilitado ante el oportunismo de la oposición y la presión del monopolio mediático, expresivo a su vez de los intereses económicos que se asocian al imperialismo y que consumaran el magnífico desastre del último cuarto del pasado siglo.

Si se dan esas condiciones, el poder sólo podrá ser retenido a condición de no ejercerlo en absoluto. Situación decepcionante si las hay, en especial para quienes votaron (votamos) a este gobierno en la esperanza de que abriera el camino a una segunda etapa, que profundizara los cambios esbozados en la primera.

Bueno, el actual desorden podría ser aprovechado al menos para abrir el debate en torno a la naturaleza del proyecto de país que queremos y que excede por mucho a la de mero apéndice productor de commodities que nos tiene asignado el mundo desarrollado y al que se aferra la oligarquía. Ese esquema, en efecto, es insostenible a mediano o incluso corto plazo.

El actual estado de las cosas es peligroso. Asistimos a una anarquía de baja intensidad que recuerda un poco a los escenarios de doble poder que caracterizaron a los períodos de transición en ciertas situaciones revolucionarias del pasado, en otros países. Sólo que aquí no hay quienes estén en condiciones de asumir el papel de revolucionarios. Ni de reaccionarios de corte autoritario, a decir verdad. Basta pensar el caos en que se sumiría el país si los fautores de su desguace en los ’90 volvieran a controlar, en forma directa, las palancas de la economía.
Así pues, es de esperar que el gobierno asuma con fuerza el timón, esclarezca al pueblo acerca de cuáles son las cuestiones reales que están en juego -para lo cual será necesario lanzar de una vez por todas la Ley de Radiofusión-; vuelva a controlar a través de instrumentos idóneos, como fueran el Iapi y la Junta Nacional de Granos, las ventas al exterior, y se decida a confrontar a sus adversarios por medio de la mejor arma de que dispone: la capacidad en que creemos se encuentra de cambiar al país potenciando sus comunicaciones y alentando los proyectos industriales y tecnológicos que se adecuen a nuestras necesidades.

Esperemos que haya voluntad para aplicar esta política…, y tiempo para ponerla en práctica.

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