Comencemos por el presente. La intoxicación comunicacional está alcanzando niveles insoportables. Es un tema recurrente y que ha sido examinado con detenimiento por muchos autores. Con todo, de cuando en cuando es preciso volver sobre él porque su propia naturaleza –la de intoxicar- obtiene su efecto por la repetición de sus componentes. Así como el arsénico en dosis medidas mata de a poco, así el machaconeo incansable de los mensajes que elaboran variaciones sobre un discurso único termina por inhibir la capacidad de resistencia de sus receptores,tornándolos en ciegos y sordos a las voces de la cordura que a veces se filtran en medio de la estruendosa multiplicación de las naderías.
La televisión es hoy el vehículo informativo por excelencia, y también la opción más fácil para procurarse entretenimiento. Tomemos entonces lo que nos ofrece un canal de cable y examinemos su programación a lo largo de una jornada. Hay algunas perlas perdidas en la maraña, pero en general lo que se ofrece en el plano del esparcimiento son series o películas que se insertan sobre los siguientes andariveles: los asesinos en serie, la violencia mecánica que no deja respiro; las intrigas de espionaje jugadas siempre en torno al enfrentamiento de los buenos contra los malos y en las cuales “la guerra contra el terror” se ha convertido en el cómodo epítome de la lucha del bien contra el mal - o sea entre los que son como uno y… el Otro; las historias de terror sobrenatural, en las que sobrenadan los zombies o muertos vivos; las historietas adolescentes que juegan con el desenfado y exaltan la pavada, y los programas deportivos y para niños, que son la parte menos nociva del asunto. Aunque en el primer rubro, el deportivo, la eficacia visual con que se transmiten los eventos no escapa por supuesto a las pautas que marca la explotación comercial de esas disciplinas y a su organización como negocio en gran escala.
En materia de noticias se está alcanzando la perfección en lo referido a la saturación del discurso único. Asentados sobre la mentirosa ecuación que dice que la democracia es igual a libre mercado, los informativos de cualquier latitud nos bombardean con una visión del mundo ajustada a un doble rasero, que estima normal y saludable las cosas que favorecen al imperio y su sistema-mundo, y horrible, tiránico, contranatural o al menos ridículo o sospechoso, a las políticas o a los individuos que esbozan un comportamiento que apunta a contradecir las pautas de lo políticamente correcto.
Emisoras como la Fox, la CNN, Al Jazeera, BBC, EuroNews, Deutsche Welle, TVE, RAI, TV 5, etc., todas reiteran, con pequeñas variaciones, “la línea general”. Por supuesto en nuestro país todos los canales del monopolio Clarín se encargan de la variación argentina de esa melodía. De manera terriblemente desafinada, hay que admitirlo, pues suelen carecer de la elegancia que distingue a quienes desde siempre han sido dominadores y poseen al menos la seguridad en sí mismos de que disponen las razas dominantes.
Sólo Telesur escapa a este coro de arpías.
El principal expediente del desconcierto informativo suele ser, más que la información falsa, la descontextualización de las noticias y el espacio muy diferente que suele asignárseles. Sin excluir, por supuesto, la distorsión o la mentira desvergonzada, inflada y reiterada hasta el punto de convertirla en verdad para el subconsciente colectivo. Por ejemplo el escandaloso manipuleo de unas declaraciones del flamante presidente iraní, Hassan Rohani, en las que se le hizo decir que en el mundo musulmán “el régimen israelí era una herida abierta que debía eliminarse”. Sobre esta presunta afirmación, el premier israelí Benjamín Netanyahu se enancó para afirmar que el nuevo mandatario iraní había “mostrado su verdadero rostro” y que se felicitaba de que lo hubiera hecho tan pronto, pues ello revelaba que “el programa de los iraníes no había cambiado: lograr armas nucleares para amenazar a Israel, al Medio Oriente y a la seguridad del mundo”. Y se apresuró a acerrojar el tema afirmando que “incluso si ahora se apresura a desmentir sus palabras eso es lo que ese hombre piensa y ése es el plan de acción del régimen iraní”.
Luego se estableció que en la traducción del farsi se había introducido un error (¿deliberado?) pues lo que Rohani había dicho era que “el sufrimiento del pueblo palestino es una vieja herida para el mundo islámico” y que todos los musulmanes debían emplear “el Día de Jerusalén para recordar esa herida”. Nada que ver con la versión que se había hecho correr. Pero ¿qué importa? Netanyahu ya había sentenciado la cuestión, el daño estaba hecho y con seguridad la memoria de la “equivocación” reproducida a diestra y siniestra perdurará mucho más tiempo y entre mucha más gente que entre los que supieron de su poco difundida desmentida.
Una leyenda artera
Y esto nos trae al tema puntual de la nota de hoy: la cortina de humo de mentiras que rodeó y rodea a uno de las grandes crímenes de lesa humanidad que han manchado nuestra época y del cual este martes 6 de Agosto se cumplen 68 años: el lanzamiento de la primera de las dos bombas atómicas sobre Japón, en las postrimerías de la segunda guerra mundial.
La leyenda oficial, propalada desde entonces hacia todos los acimuts por todos los gobiernos norteamericanos, establece que el uso de esa arma de destrucción masiva estuvo destinado a terminar la guerra de la manera más rápida y relativamente menos dolorosa y que pagando ese precio se habían ahorrado cientos de miles de vidas aliadas y quizá millones de japonesas, que se habrían perdido en razón del encarnizamiento suicida con que combatían los nipones.
Nada de esto es cierto. La realidad es que los servicios de inteligencia norteamericanos, con pleno conocimiento del presidente Truman, sabían muy bien de los esfuerzos desesperados que desde abril hacía Japón por conseguir una rendición al menos formalmente honorable. Tokio estaba realizando contactos con Moscú (en ese momento la URSS era todavía neutral respecto a Japón) con miras a conseguir la paz. Los códigos japoneses habían sido descifrados por la inteligencia estadounidense antes incluso del ataque a Pearl Harbor y la no utilización de esa información de manera apropiada había sido un componente de los éxitos japoneses en la primera etapa de la guerra del Pacífico. Esa falla había sido deliberada, para no disuadir con una alerta temprana a los japoneses de emprender las hostilidades. Ahora, al final de la campaña, el mismo tipo de reserva servía a idéntico fin: mantener encendida la guerra para conseguir una serie de metas que no podrían alcanzarse de acabar el conflicto demasiado pronto.
Con o sin invasión Japón estaba liquidado y sus dirigentes lo sabían. La guerra submarina lo había ahogado y los bombardeos estratégicos habían destruido casi todas las ciudades y dislocado las comunicaciones. Los jefes aliados también conocían estos datos y varios de ellos emitieron después una condena moral aplastante sobre el hecho de haber utilizado la Bomba. El almirante William Leahy, jefe de los asistentes militares del presidente Truman, dijo en sus memorias que “en mi opinión el uso de esa arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no representó ninguna asistencia material a nuestra guerra contra Japón… Mi sentimiento era que al ser los primeros en usarla estábamos adoptando un estándar ético que nos igualaba a los bárbaros de las Edades Oscuras”.
Y Dwight Eisenhower, comandante del teatro europeo y futuro presidente de la nación, en una visita que hizo a Truman un par de semanas antes del bombardeo, le dijo que “no era necesario golpearlos con esa cosa horrible… Que hacerlo para matar y aterrorizar a civiles sin siquiera haber intentado una negociación era un doble crimen”.
100.000 japoneses fueron incinerados de manera instantánea al caer la bomba de uranio en Hiroshima. Otros cientos de miles agonizaron lentamente en los días, semanas y meses posteriores, y otros muchos arrastraron unas vidas miserables a lo largo de los años. El efecto de las radiaciones se palpa todavía en las generaciones que vinieron después. Otro tanto debe decirse de lo ocurrido en Nagasaki, alcanzada tres días más tarde por una bomba de plutonio.
Los móviles reales del crimen
Los factores que de veras contaron para precipitar la terrible decisión de arrojar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki son reveladores de la bestial frivolidad del sistema que realizó ese acto, de la ferocidad racista que anida en el corazón de la cultura y del frío cálculo de naturaleza geopolítica, que anticipa, diseña y simultáneamente hace inevitables, los escenarios de conflicto a futuro.
Grosso modo, se pueden distinguir las siguientes líneas de fuerza que motivaron la fatídica decisión:
1 - Estados Unidos había realizado una enorme inversión en el proyecto Manhattan, y no era cuestión de desaprovecharla. Dos mil millones al valor del dólar en 1945 era una barbaridad, y había que justificar y demostrar el valor de semejante emprendimiento.
2 - La opinión estaba ganada de antemano respecto de cualquier medida que “vengase” Pearl Harbor y exterminase a los “monos amarillos” (revísese el lenguaje que empleaban las películas norteamericanas de la época, por ejemplo “Objective Burma!”, de Raoul Walsh).
3 - Las bombas constituían una incógnita científica y militar: había que comprobar cómo se comportaban en un escenario real y sobre seres vivos. La de Hiroshima era de uranio, la de Nagasaki, de plutonio; ¿cuáles eran las diferencias que entrañaba su empleo? Este punto fue un componente no menor en la decisión que se tomó de usarlas: ambas ciudades eran los dos únicos grandes centros habitados de Japón que habían escapado hasta entonces de los devastadores raids aéreos que habían demolido e incendiado a las principales ciudades japonesas. Se las había ahorrado deliberadamente para contar con dos blancos intactos como banco de prueba.
4 – Era conveniente echar sobre la mesa de las negociaciones de paz que debían abarcar a Europa y Asia un arma que gravitase en ellas. Con la Bomba se pretendía amedrentar a la Unión Soviética y hacerla menos exigente en sus demandas, poniéndola a la defensiva respecto del nuevo conflicto que se vislumbraba hacia el futuro. Este obsesionaba tanto a algunos mandos norteamericanos que, después del armisticio en Europa, el general George Patton habría propuesto integrar los restos las divisiones de las Waffen SS alemanas en el ejército aliado, para contar con tropas muy motivadas para contener a los rusos.
Nada o muy poco de todo esto figura en la elaboración del mito de la voluntad pacificadora que habría tenido la carnicería de Hiroshima.
Así, pues, la cuestión es replantear una y otra vez los problemas, sean históricos o actuales. Lo que pasó en el momento en que Estados Unidos alcanzó el rol de primera superpotencia, sigue muy presente en la actualidad. Y la cortina de humo que la historia oficial tiende entre la realidad y la poetización de esta es cada vez más densa. La libre opinión ha sido secuestrada en gran parte del mundo, y en primer lugar en la Estados Unidos, cuyos habitantes siguen creyendo que viven en el más benévolo de los estados, a la greña sólo contra los agentes del mal. No terminan de salir de su asombro cuando advierten que estos se multiplican.
El universo de mitos y leyendas que nos envuelve es difícil de perforar. Sin embargo la tarea de hacerlo es impostergable y debe ser ensayada una y otra vez. Ese empeño, sin embargo, no les compete sólo a los habitantes de la nación del norte: corresponde también para el conjunto de los seres que pueblan el planeta y que son capaces de entender, si se esfuerzan, el tejido de mentiras, medias mentiras y fabulaciones que nos envuelve.
Para terminar, una referencia a la foto que abre esta nota. Hay miles en Internet sobre este tema, por lo general atroces. Preferí ahorrarle al lector esas imágenes y seleccioné la imagen de un niño cuyo candor desvalido en medio del desierto radiactivo debería hablarnos de acerca de la obscenidad de la guerra de una manera elíptica, pero en el fondo quizá más comprensible que el amontonamiento de cadáveres y ruinas.