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18
JUL
2013
No hay peor ciego que el que no quiere ver. La dirigencia argentina sigue ignorando la situación de nuestro país como parte de un conjunto regional amenazado.

Hay, en los estamentos políticos de Argentina, una peligrosa tendencia al desarme ideológico: los temas básicos del mundo moderno, y las formas de interpretarlos y acometerlos son, para muchas agrupaciones, un cero al as o factores susceptibles de ser reducidos a generalidades tales como un difuso e impreciso concepto de la democracia. Entre los menos connotados de estos temas se encuentran los vinculados a la defensa. Cosa rara en una época que se caracteriza por su inestabilidad y su belicosidad.

Esto se pone en evidencia por la negación de sacar las deducciones que caben respecto de un cuadro de situación que se sabe difícil. El tema geopolítico, con su inexorable correlato militar, es ignorado en forma consecuente. Para la oposición boba el problema no existe, pues carece de la vocación o la instrucción necesaria para planteárselo. Lo único que le importa es dañar al gobierno con miras a sucederlo o incluso suplantarlo. Para la oposición sistémica el asunto es diferente. El establishment es consciente del asunto, pero como, en última instancia, ese desarme va en el sentido de sus deseos, no lo plantea como problema, o lo hace sólo para hostigar al ejecutivo.

Para este, en cambio, el asunto, en su vertiente castrense, parece un tema tabú. Por razones que hemos consignado en más de una ocasión, su segmento progresista aborrece todo lo militar, identificándolo con lo represivo, sin proponerse ir más allá de ese examen maniqueo.

Nada justifica esa ceguera y este desentendimiento. La globalización arreglada de acuerdo a las miras del predominio de Estados Unidos y sus socios de la OTAN sigue vigente. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Europeo mantienen inalteradas sus metas y no vacilan en aplicar las metodologías del capitalismo de shock –que los latinoamericanos probáramos de forma catastrófica en las últimas décadas del siglo pasado- incluso al pueblo de los países donde ellos tienen su sede.

La demostración más palpable de la deriva totalitaria del ensayo hegemónico se pone de manifiesto en la militarización de la política exterior del Imperio. Los atentados a las Torres Gemelas sirvieron de pretexto para una serie de desarrollos en cadena que se reparten por el mundo entero, pero con especial énfasis en el Medio Oriente. La resuelta prosecución del plan dirigido a liquidar a Irán como factor de poder regional ha estado precedida por las atrocidades cometidas contra Afganistán e Irak, contra la ex Jamahiriya libia y por la guerra civil prefabricada en Siria, que lleva ya alrededor de 100.000 muertos en su haber. En Egipto, el principal protagonista de la primavera árabe, la situación es vidriosa. Su pueblo había conseguido trabajosamente desprenderse de la dictadura de Hosni Mubarak y ahora se ha deshecho del gobierno retrógrado, conservador y medievalista, aunque filo-norteamericano, de la Hermandad Musulmana, al que occidente decidió otorgar credenciales de democrático porque había llegado al poder tras unos comicios de los que desertó la mayor parte de de los electores. El estamento militar que posibilitó ambos derrocamientos está hoy bajo la lupa y es mirado con sospecha los gobiernos centrales y sus apéndices mediáticos. Todas las posibilidades están abiertas y cualquier cosa puede pasar allí.

Basta de ilusiones. Vivimos en un mundo muy peligroso, donde el discurso único sigue proliferando a través de un fárrago comunicacional que conserva gran parte de su capacidad paralizante, a pesar de las opciones que ofrecen los medios alternativos.

Un curso amenazado

Algunos países de América latina pudieron, en la década pasada, tomar un rumbo favorable a la recuperación de las claves del manejo de la economía y de la política exterior. No puede decirse que esos avances hayan sido decisivos, pero sí importantes y en algunos casos hasta muy importantes. Se enancaron en la repulsa popular (en Caracas, en Buenos Aires, en La Paz) a la ola neoliberal, pero están lejos de haberse consolidado. El hecho de que se hayan producido, empero, inquieta al “hermano mayor” o “Gran Hermano”, para decirlo en la terminología de Orwell. Nunca ha dejado de mover las piezas para contrarrestar ese avance: el ejemplo más claro lo brindó el golpe que depuso fugazmente a Chávez en 2002, pero se produjeron muchos más casos de injerencia y desestabilización, algunos de los cuales fracasaron (la frustrada secesión del Oriente boliviano) y otros que consiguieron éxito, como las deposiciones de Fernando Lugo en Paraguay y de Manuel Zelaya en Honduras.

De un tiempo a esta parte Estados Unidos ha perfilado su política para Latinoamérica de manera más incisiva. La Alianza del Pacífico nació de una iniciativa tomada en 2011 por el entonces presidente peruano Alan García. Aunque se aduce que se trata de una asociación orientada a la optimización del comercio con el área Asia-Pacífico, no hay muchas dudas sobre los motivos subterráneos que la sustentan: detrás de ella se encuentra la mano de Estados Unidos, decidido a relanzar el ALCA, desarticulado por Argentina y Brasil en la cumbre americana llevada a cabo en Mar del Plata en 2004. La nueva agrupación incluye a México, Colombia, Perú y Chile, con Panamá y Uruguay en calidad de observadores, mientras se tejen hipótesis sobre una futura desvinculación de Paraguay del MERCOSUR y su engrane a esa otra alianza. Es evidente que esta última se propone como un contrapeso al MERCOSUR. Ello no sería ilegítimo si no fuera porque todos esos países optan por las políticas ortodoxas en materia económica y porque para casi todos ellos su vinculación político-militar con Estados Unidos o con el Reino Unido constituye un dato permanente de su política exterior.

No es por pensar mal, pero nos parece que se cae de su peso que la creación de ese bloque y su orientación no hace sino definir regionalmente la tensión que existe entre Estados Unidos y el MERCOSUR. No es un dato menor. Y no es cosa de broma. Por estos días el episodio del avión de Evo Morales, desviado de su ruta durante el vuelo en los cielos de Europa, vino a transparentar el desdén y la prepotencia con que el norte acostumbra a tratar al sur. Fue una bofetada a la dignidad no sólo de Bolivia sino del conjunto iberoamericano. La mera sospecha de que en el avión pudiera estar viajando el ex analista de la CIA Edward Snowden, dio lugar a la violación de los códigos internacionales referidos a la intangibilidad de los bienes y las personas de los mandatarios de países soberanos, y a la humillación de un presidente, forzado a aterrizar en Viena y a ser sometido a la injuria de una revisión del aparato. O, al menos, de un intento de revisión de este.

Reacción

La reacción conjunta de los organismos supranacionales suramericanos contra esta ofensa osciló entre la flojera y la firmeza. A la cumbre de la UNASUR en Cochabamba faltaron los presidentes de Chile, Perú, Colombia y Brasil. Esas ausencias y en especial la de Brasil, destiñó la letra del mensaje. De la cumbre del MERCOSUR que se realizó días después en Montevideo sí participó Brasil, y esa presencia dio un peso mucho mayor a la protesta. Los mandatarios allí reunidos condenaron a España, Francia, Italia y Portugal por haber cerrado su espacio aéreo al avión que trasladaba al presidente boliviano. También desaprobaron con énfasis a Washington por el espionaje informático en la región y sostuvieron su derecho de ofrecer asilo a Snowden.

La ausencia de Roussef en Cochabamba había sido muy criticada. En esa primera ocasión, el país hermano apareció como adhiriendo solapadamente al deliberado ausentismo de los mandatarios de la Alianza del Pacífico. Dilma es la mandataria de la mayor potencia suramericana y la primer interesada en mantener una política fuerte contra la intromisión extranjera en el bloque regional. Las presiones que operan contra esta actitud son sin embargo muy fuertes y sobre todo abrevan en la creencia mefistofélica de algunos sectores de Itamaraty en el sentido de que a Brasil le es posible jugar el rol de una especie de sub-imperialismo, destinado a asociarse con Estados Unidos y a servir como factor de moderación y contención de los procesos soberanistas en Suramérica. No es este el punto de vista de Lula ni el de Dilma, pero es una hipótesis activa, que no conviene echar en saco roto pues encaja a la perfección con la psicología de nuestras clases dominantes, que no se conciben fuera de una relación de asociación subordinada con las grandes potencias de turno, se llamen estas Estados Unidos o Gran Bretaña.

Como quiera que sea, esa composición de lugar choca con la aspiración profunda de las masas que, sin mucha sutileza pero con un instinto certero acerca de qué es lo que les conviene, sienten que esa subordinación juega en su contra: en ese esquema su papel debe limitarse al de proveer una mano de obra barata y desechable, mientras el desarrollo autónomo se estanca y estos países quedan condenados a resignarse a ser el “patio trasero” de Estados Unidos. Como idncluso hoy algunas personalidades relevantes del país del norte nos siguen definiendo.

Si los países de América latina quieren ser, deben unirse. Esta proyección, hipotética durante mucho tiempo, ha empezado a cambiar de carácter y a tornarse más concreta en la última década; pero por eso mismo las amenazas que nos circundan se están haciendo más grandes. En las relaciones internacionales los datos objetivos determinan las amistades y las enemistades. Como hace más de un siglo sostuvo el memorándum Crowe, “la estructura y no el motivo es lo que determina la estabilidad. En esencia, las intenciones (de un Estado) no importan; lo que cuenta son sus posibilidades”. Para la casta dominante de Estados Unidos la subordinación del subcontinente suramericano es una premisa inexorable de su propio poder. En consecuencia, para nuestros países, la ejecución inversa de esa misma ecuación debería ser no menos obligatoria: hay que comprender que no nos van a dejar desarrollarnos según nuestras posibilidades sino que siempre estarán frente a nosotros como un poder hostil; aunque se disfrace con muecas amables que solapan intentos de dominación, como lo fuera en su momento la Alianza para el Progreso, propulsada por John F. Kennedy.

Datos de la realidad

Los datos que proporciona la realidad son inequívocos. Washington halaga a Brasil haciendo brillar ante sus ojos la posibilidad de ocupar un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, anteponiéndolo nada menos que a Alemania o a potencias nucleares como Pakistán o la India. Pero no le va a conceder esa prebenda –que por otro lado desgajaría a Brasil del conjunto latinoamericano al privilegiarlo por encima de los otros países- a menos que se ajuste a pautas que serían inaceptables para su autonomía, pasando por la admisión de un control internacional de la Amazonia.

La reactivación de la IV Flota, dedicada a vigilar las aguas del Caribe y del Atlántico Sur, coincidió, vaya casualidad, con el hallazgo de la “Amazonia azul”, las fabulosas reservas petroleras que se extienden a lo largo del litoral brasilero y cuya prospección corrió por cuenta de la empresa estatal brasileña. La Navy mira entonces hacia el sur, donde se erige la fortaleza Malvinas. Se ha configurado de esta manera una pinza angloamericana que se proyecta sobre todo el litoral atlántico de Suramérica. El lazo corredizo ya existe; sólo hará falta apretar el nudo, si las circunstancias así lo aconsejan…

Esto, y las bases estadounidenses que se desperdigan por Latinoamérica, están hablando de un propósito latente. Hasta ahora la Unión ha trabajado con estrategias limitadas. Guerra de zapa, desestabilizaciones, espionaje… Pero, ¿qué pasará si el proyecto hegemónico se realiza en medio oriente? O, ¿qué sucederá en el caso contrario, si se produce un reflujo de su influencia allí? Es de suponer que Estados Unidos se volverá más decididamente que nunca hacia que lo que Washington considera su hinterland: el hemisferio occidental, desde Alaska a Tierra del Fuego. Y en este caso las intervenciones “por interpósitas personas” (o países) podrían ponerse al orden del día, como lo están en el Medio Oriente.

El fomento de un bloque regional contrapuesto al que tiene por eje a Venezuela, Brasil y Argentina es una prioridad para Estados Unidos. Y para quienes pretendan concretar un proyecto emancipador para el subcontinente será decisivo dotarse de una geoestrategia que tome en cuenta los factores que están en juego. Es inútil hablar de soberanía sin proveerse de las alianzas, los planes conjuntos de desarrollo y los instrumentos bélicos capaces de sustentarlos y defenderlos ante cualquier emergencia. Como se sabe, las armas existen no sólo como factor destructivo sino también y sobre todo como elemento disuasivo. Usar un tono alzado para defender lo que es nuestro sin disponer de los elementos que son necesarios para hacerlo es casi una invitación a la agresión externa.

Es muy deseable estos temas se discutan. Hay una pudibundez en todo lo vinculado a estas crudas realidades que resulta casi suicida. Durante muchos años se ha insistido que Argentina no tiene hipótesis de guerra. Esto es mentira. Existen, y no sólo por Malvinas. En especial si tomamos en cuenta que no somos una entidad aislada sino miembros de un continente en movimiento. El imperialismo siempre ha fogoneado los conflictos entre partes para sacar provecho de estos. ¿Acaso podríamos quedar al margen si estallara un conflicto entre Colombia y Venezuela, y Brasil se viera involucrado?

Los países dominantes en el mundo no desean la evolución autónoma de la región suramericana o del ente latinoamericano. Ya en 2008 uno de los “think tank” norteamericanos, el “Carnegie Endowment for International Peace”, advertía que la intención de Brasil de aliarse con Argentina podía tener “posibles dimensiones ocultas”. Como se señala en un artículo de Mariano Roca aparecido en el periódico digital defonline (1), la frase “intenciones ocultas” se ha transformado casi en una categoría académica y va asociado a una visión de la periferia global que la describe como “opaca” en términos de intencionalidad política. Se construye así una categoría sospechosa que puede justificar en algún momento la adopción de medidas coercitivas contra los países adornados con esa calificación.


En esta década se ha venido construyendo lo que el citado autor llama “una ventana de oportunidad” para nuestros países, que no sabemos cuándo se va a cerrar. Para aprovecharla hace falta una dosis urgente de racionalidad y una apertura a las realidades que fluyen fuera de los lugares de la política pequeña. Esperemos que quienes disponen de los elementos para construir conciencia puedan elaborar los cuadros que serán necesarios para ensanchar y sobre todo profundizar lo adquirido en los últimos tiempos.

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1) Mariano Roca: Los países periféricos ponen en tensión al sistema.

 

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