No conviene tomar deseos por realidades, porque la actualidad está llena de meandros que pueden desembocar en cualquier parte. Pero hay, en el torbellino de la historia, líneas de fuerza que son claves para interpretar lo que acontece a nuestra vista y que pueden orientarnos al menos respecto de los rumbos posibles que pueden tomar las cosas.
Lo de Egipto no cae del cielo: es el producto de desarrollos largamente elaborados. En una conexión inmediata, es evidente que nos encontramos ante acontecimientos que suponen un renacimiento de la primavera árabe, fenómeno que había sido secuestrado por los gobiernos de Washington y la Unión Europea. Temerosos de los desarrollos potenciales que podían desprenderse de la acción del pueblo en las calles, pesaron para que las soluciones políticas se ciñesen al lema del Gatopardo: “cambiar algo para que no cambie nada”. Y allí donde pudieron, aprovecharon la conmoción generada por el desorden liberador para engranar contraofensivas que fogoneaban las contradicciones confesionales. Pensaron que el método debía llevarlos a instalar su poderío en forma definitiva en el medio oriente. Primero fue Libia, despedazada por una maniobra criminal que tuvo como instrumentos la saturación mediática -que mentía a rajatabla-, la manipulación de las Naciones Unidas y la acción directa tomada por la OTAN, que se consagró a bombardear ese país y a infiltrar allí unidades especiales dedicadas a potenciar un movimiento rebelde conformado, en su núcleo duro, por los mismos jihadistas que Estados Unidos suele caracterizar como terroristas, pero a los que emplea en cuanta ocasión le parezca propicia.
Luego, el mismo específico venenoso le fue aplicado a Siria. Sólo que en esta ocasión se encontraron con un enemigo mucho más coriáceo y preparado para resistir, y con el disenso activo de Rusia en primer término y luego de China, que bloquearon las iniciativas para “legalizar” la intervención extranjera, a la que se pretendía colocar bajo el paraguas de la ONU.
Mientras tanto en Egipto, la primera potencia regional, se estaba cociendo un caldo explosivo. Tras la caída de Hosni Mubarak, el gobierno de la Hermandad Musulmana presidido por Mohamed Morsi había conseguido el gobierno en una elección que venció por la mínima diferencia. Algunos calificaron al comicio como una experiencia fallida, toda vez que a los electores no les quedó otra opción que votar por Mursi o por un candidato que provenía del riñón del antiguo régimen. Puestos a elegir entre lo menos malo y lo peor, se inclinaron por lo primero. La escasa ventaja obtenida por la Hermandad no fue obstáculo para que Mursi de inmediato orientase a Egipto hacia una experiencia política retrógrada, en las antípodas de lo reclamado por la mayor parte de los manifestantes de la plaza Tahrir cuando pagaron un alto precio en vidas humanas para forzar el retiro de Mubarak. En poco tiempo Mohamed Mursi se apuntó a un programa teocrático que intentaba imponer la ley de la sharia, votaba una constitución conservadora y exacerbaba el antagonismo contra los coptos, la importante minoría cristiana, mientras que por otra parte mantenía las recetas del neoliberalismo económico que con el viejo régimen habían llevado a la sociedad egipcia al borde del abismo. Lo peor de los dos mundos se conjugó entonces. Desempleo en alza, 30 por ciento de inflación en un año, nombramientos de gobernadores vinculados a los sectores más intemperantes de la Hermandad –se llegó a instalar por un momento, como gobernador de Luxor, al mismo individuo que había encabezado el ataque que en ese lugar se cobró la vida de 62 turistas occidentales en 1997-; contratación de un préstamo de 4.800 millones de dólares con el FMI que iba a tener como contrapartida la reducción de los gastos en seguridad social, y una política exterior ligada a Estados Unidos, como la de su antecesor Hosni Mubarak. A mediados de junio el gobierno de Mursi llamaba incluso a la intervención extranjera en Siria, sumando así Egipto a los factores que alientan la disgregación de ese país. Tal vez fue el traspaso de esa la línea roja lo que desencadenó la intervención militar.
Las manifestaciones populares venían presionando para acabar con esta situación, y lo hacían frente a una represión intemperante, que mató a decenas de personas en un crescendo de violencia al que no se le veía fin. En ese momento el Ejército volvió a acudir en respaldo de las muchedumbres en la calle, como lo había hecho cuando tocó derrocar a Mubarak. El resultado ha sido la aparición de un gobierno transicional, y la emergencia de un general, Abdel Fatah al Sisi, nombrado ministro de Defensa y que parece tener una buena capacidad de comunicación con el pueblo.
El enigma
Las fuerzas armadas de Egipto son una incógnita. Hay una larga ligazón con los institutos de formación norteamericanos y su armamento proviene en gran parte de igual origen. Fueron el sostén de la dictadura de Mubarak. Su nivel de eficacia operativa depende de Estados Unidos. El mismo al Sisi completó su formación allí y en el Reino Unido. Se lo señalaba como favorable a la Hermandad Musulmana, es ostensiblemente religioso y su mujer porta el velo. Pero, por otra parte, un tanto contradictoriamente, se lo sindica como admirador de Gamal Abdel Nasser, el soldado egipcio que fue la figura señera de la revolución anticolonialista que recorrió no sólo el medio oriente sino también Asia, África y América latina, después de la segunda guerra mundial. Si el ejército se casa con la plaza pública y levanta las reivindicaciones populares podríamos estar presenciando un renacer no sólo de la primavera árabe sino también de la revolución árabe. Pero, como dije al principio, hay que cuidarse de tomar los propios deseos por realidades.
Una buena brújula para discernir los rumbos posibles de cualquier fenómeno político que aflora en el ámbito internacional suele ser la posición que respecto a este toman los gobiernos del sistema-mundo y su eco mediático. En este sentido parece que los acontecimientos en Egipto pintan bien. Es decir, que pintan mal para los propulsores del proyecto hegemónico. Llama la atención que las cadenas de televisión internacionales y la gran prensa europea y norteamericana califiquen de “golpe de Estado” al movimiento militar, cuando no se preocupan o fomentan por las remociones de mandatarios democráticos como Fernando Lugo en Paraguay o Manuel Zelaya en Honduras, camufladas con apariencias institucionales que suministran todo lo más un barniz legal a unas usurpaciones de poder absolutamente ilegítimas. Y no hablemos del sofocamiento en sangre de las revueltas de Bahrein, liquidadas por uno de los regímenes menos democráticos que existen en la superficie del planeta. .
La reserva o la nula simpatía que los medios occidentales exhiben para con el general Sisi lo recomienda a nuestros ojos, aunque por supuesto es imposible saber a qué atenerse. Y mucho –uno estaría inclinado a decir casi todo- depende la tesitura que adopten este militar y sus compañeros. Pues el movimiento Tamarrod –bautizado así por el nombre que recibió la bebé de una mujer que dio a luz en la plaza Tahrir, durante las manifestaciones-, no tiene cabeza visible o por lo menos quienes lo conducen no ostentaron otra voluntad que la de deshacerse del régimen de los hermanos musulmanes, agitando en las calles y recolectando 22 millones de firmas para que Mursi se fuera. Se estima probable que el movimiento de autodisuelva o se fusione con las diversas representaciones políticas que integran el Frente de Salvación Nacional (FSN), cuyo representante es Mohamed Al-Baradei, el antiguo director de la Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés). Baradei terminó su gestión al frente de la IAEA con escasa aceptación de parte de Estados Unidos e Israel, algunos de cuyos funcionarios estimaron negativamente la independencia de criterio que había desplegado el egipcio para evaluar la marcha del plan nuclear iraní.
El FSN, Baradei y el movimiento Tamarrod se moverían en orden de proponer un plan de ruta a los militares, plan que incluiría el nombramiento de un primer ministro representativo de la revolución del 25 de enero de 2011; el desmantelamiento de la cámara alta, que tiene una parte de sus miembros elegidos por voto directo pero otra parte de los mismos designados a dedo por el ejecutivo; la suspensión de la constitución actual y la redacción de otra nueva.
A días de producida la remoción de Mursi persiste la tensión en Egipto y se han producido choques con los miembros de la Hermandad que se niegan a aceptar el nuevo estado de cosas. La Hermandad Musulmana arrastra a mucha gente y sus miembros son decididos e intransigentes. Si hay un estímulo desde el exterior es probable que a Egipto le esperen momentos muy duros. Si no se produce una provocación externa que tienda a ahondar los conflictos intestinos e intente explotar las eventuales diferencias en el seno del ejército, el desarrollo iniciado por estos días tal vez se organice armónicamente. Si no es así, la posibilidad de una guerra civil planeará desde lo alto. Y en este caso la existencia o no de una personalidad militar carismática será decisiva.
El filo de la navaja
Así, pues, todo pasa por el filo de una navaja. Pero los acontecimientos en Egipto, sumados a las dificultades crecientes de Tayik Erdogan en Turquía y a la sucesión de reveses militares de los jihadistas en Siria, podrían estar indicando que la opción norteamericana por la potenciación de los movimientos fundamentalistas en el mundo musulmán como instancia para neutralizar y controlar la evolución de esos países, está tocando un límite. En la línea del discurso sobre “el choque de las civilizaciones” Washington había apostado por los sectores más reaccionarios del conglomerado islámico, aun a sabiendas de que muchas de sus organizaciones son imprevisibles y pueden dirigir sus armas en un momento u otro contra quienes los sostienen. El factor riesgo, sin embargo, según los expertos no sería demasiado importante: el fanatismo y la brutalidad de los reclutas de la Jihad los hace impotables no sólo para la opinión occidental sino también para los sectores evolucionados de la población árabe. En consecuencia esos individuos y sus organizaciones pueden servir para destruir por dentro a los componentes modernos de la cultura árabe y para establecer, eventualmente, regímenes despóticos que sirvan a los intereses empresarios occidentales. Su fanatismo no representaría otra cosa que un peligro superficial, utilizable para montar agresiones que funcionen como provocación y por lo tanto como elemento detonador de contraofensivas que sirvan a los propósitos de la geopolítica de Washington.
Todo esto puede quedar en tela de juicio por estos días, si la primavera árabe se convierte en un tórrido verano y las pretensiones estadounidenses se convierten en una pesadilla polar. De todos modos, las incógnitas son muchas más que las certezas. Y de las primeras, las más importantes son el enigma militar egipcio y la inexistencia de un factor de poder global que esté dispuesto a contrapesar la influencia norteamericana.
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Fuentes: Al Ahram, L’Humanité, The Guardian.