La decisión del gobierno nacional de trasladar el monumento a Cristóbal Colón a Mar del Plata, para reemplazarlo con el de la heroica Juana Azurduy, donado por el estado boliviano, es una muestra más de la poco feliz propensión de esta administración en el sentido de procurarse problemas gratuitos en aras de gestos simbólicos que, si bien no están vacíos de contenido, podrían haberse instrumentado con mayor inteligencia. La colectividad italiana ha reaccionado negativamente y la española también podría hacerlo, y con mayor razón. Se ha dado así al jefe de gobierno de la CABA y casi extinta Capital Federal la oportunidad para plantarse como un defensor del patrimonio cultural de la metrópoli. Nada menos que él, que se caracteriza por su desprecio hacia todo lo que estorbe los emprendimientos inmobiliarios privados que son capaces de pasar la topadora hasta por el Cabildo. ¿No acaba de arrasar con la vegetación de la 9 de Julio en aras de una discutible ampliación de Metrobús, cosa que ya ha dado lugar a la primera inundación de esa avenida desde su apertura en 1937?
Es obvio que la estatua de Juana Azurduy debe encontrar un emplazamiento dignísimo en cualquier lugar estratégico de Buenos Aires, donde los hay, y muchos. Es justicia que así sea pues fue una figura emblemática de la independencia y porque asimismo supone una invitación a comprender que esa lucha estaba abierta hacia la Suramérica profunda de la cual este país forma parte y que la historia oficial, de cuño mitrista y porteño, se encargó siempre de despreciar. Incluso se podría haber emplazado la estatua en un lugar próximo a la de Colón frente a la Casa Rosada, como una señal para que el visitante extranjero que llega al puerto de Buenos Aires comprenda que se está asomando también a un continente; pero trasladar la escultura del Descubridor a Mar del Plata supone una “capitis deminutio” poco admisible para una obra de esas dimensiones y para un personaje que concentra tanto significado histórico. La proximidad de ambos monumentos incluso serviría para realzar la naturaleza compleja y, por qué no, dividida, de esta sociedad en busca de su fusión identitaria.
Hago abstracción de la entidad artística de ambos monumentos porque desconozco la del segundo.
Hemos señalado más de una vez lo tonto que nos parece este juego de cambiar monumentos y carátulas de billetes (por suerte el intento de mutarle el nombre a la fragata Libertad no prosperó), para satisfacer las veleidades políticas del momento. No es que desconozcamos el peso simbólico de las efigies, pero ocuparse de estas antes de alterar los contenidos que han determinado su gravitación como íconos resulta a veces contraproducente y sirve apenas para halagar la vanidad de quienes propulsan este tipo de iniciativas. Iniciativas a menudo inficionadas por una más que discutible raíz ideológica, como fue cambiar el nombre de la sala Martínez Zuviría ("Hugo Wast"), en la Biblioteca Nacional, por el de Martínez Estrada. Reemplazar a un nacionalista de tinte rosista y fascista por un profeta del antiperonismo no es una ocurrencia muy feliz que digamos, para un peronista que se considera de izquierdas como es Horacio González.
El enroque escultórico a que hacemos referencia puede parecer un problema menor, y en su dimensión anecdótica sin duda lo es; pero no habla bien de la serenidad y el buen sentido que deberían ser parte integrante de cualquier proyecto destinado a remover o levantar monumentos, en especial en una ciudad tan llena de hermosas esculturas, parques y paseos como es Buenos Aires. Que hayan sido emplazados siguiendo la orientación cultural de la ideología dominante en los años de la plétora económica de la oligarquía, no cancela su calidad estética. Aunque seamos partidarios de revisar drásticamente el concepto de organización nacional que presidió el ejercicio oligárquico del poder, no es cuestión de tirar por la borda lo mejor que produjera en sus años de auge; así fuera como consecuencia de su afán –imitativo, más que emulador- por aproximarse a los modelos que idolatraban como superiores. Después de todo, al hacerlo, estaban testimoniando una época histórica a la que sería erróneo querer eliminar del recuerdo. No podemos anular el pasado, sólo se puede crecer a partir (o a pesar) de él. Y única forma de hacerlo es asumiéndolo.