Ante las dificultades por las que está transitando la República Bolivariana de Venezuela, tras la muerte de su fundador, Hugo Chávez, han empezado a menudear los vaticinios agoreros respecto a su futuro y, sobre todo, se ha reflotado el viejo tópico de la ineficiencia de los denominados populismos, muy vinculados a la figura de un líder. Cuando este falta, todo el tinglado se derrumba. Según este punto de vista el meollo del asunto es que todo se ha construido en torno a una figura excluyente y que el régimen ha articulado un sistema distributivo fundado en el usufructo de una riqueza ya existente y a la que no se pretendería renovar. Se consume así a tontas y a locas lo ya atesorado y, al no existir un ritmo de inversión sostenido que sustente esa distribución de la renta en el tiempo, el curso económico se convierte en un despilfarro que agota los fondos y termina pasando la cuenta.
Si atendemos a los datos que nos brinda la realidad, sin embargo, esta es una argumentación falaz. En los países subdesarrollados (púdicamente llamados emergentes), los populismos no caen del cielo ni responden tan sólo a la ambición de poder de una persona. Son el resultado de la necesidad de encontrar un atajo histórico que supla la inexistencia de una burguesía capitalista digna de tal nombre, y de utilizar a las fuerzas populares, a menudo inorgánicas, para proveer de impulso y sustento a un movimiento que debe lidiar contra poderes enquistados, vinculados al imperialismo extranjero y que ejercen su tutela psicológica e ideológica sobre la clase media.
La argumentación a la que aludimos, además, pasa por alto el dato fundamental que caracteriza a las realidades de los países latinoamericanos (y no sólo latinoamericanos) que intentan sacudirse el yugo de la opresión interna y de la dependencia del extranjero: el problema de consumir el tiempo en gran medida defendiéndose de las asechanzas de los enemigos. Este hecho objetivo deforma cualquier intento por lograr el crecimiento, y si a esto añadimos los defectos o debilidades subjetivos propios de quienes han de conducir el proceso de cambio, se comprenderá que este se complique mucho. En una sociedad constituida torno de un poder afiatado, como las europeas o la estadounidense, tales debilidades son absorbidas por las estructuras elásticas del Estado y pasan casi desapercibidas, sin gravitar mucho en el conjunto de la situación, pero en países donde no existen esas redes de seguridad, las consecuencias se abultan y pueden precipitar virajes dramáticos en el estado de cosas. No es pues la ocurrencia caprichosa de un caudillo ni el presunto parasitismo de unas clases populares que exigen participar de la torta presupuestaria sin que los factores que deben ensancharla se hayan creado, lo que complica la situación en Venezuela. Es la debilidad estructural desde la cual arrancan todos los movimientos de liberación lo que hace vulnerable el ensayo venezolano, tal como ocurriera en otros países y momentos de la historia.
En Argentina el único experimento populista de envergadura fue el llevado adelante por el general Perón entre 1943 y 1955. No se puede decir que ese intento no estuviera guiado por una vigorosa voluntad de cambiar el modelo productivo y de propulsar una industrialización que, por un momento, nos puso a la vanguardia de las sociedades latinoamericanas. La experiencia fue sin embargo desarticulada sin piedad por la subversión interna de la oligarquía y su clientela pequeño burguesa, respaldadas por el imperialismo anglosajón. En Venezuela el intento de Chávez ha estado informado por una mayor elasticidad e inteligencia política, que hizo de libérrimas consultas populares el instrumento para refrendar continuamente su legitimidad, y tuvo, como lo tenía el proyecto de Perón, una visión geopolítica que, en las actuales circunstancias, le permitió abrirse paso hasta situar a su país en un factor de peso en la política global.
Ahora la situación ha cambiado. Chávez no está más y el resultado de las elecciones que dieron el triunfo a su apadrinado póstumo, Nicolás Maduro, fue tan ajustado que se lo percibe casi como una derrota, debido a la caída de diez puntos respecto al margen obtenido por el mismo Chávez hace apenas unos meses antes.
Es un dato que indica debilidad, al que se vienen a sumar los rumores de disputas entre el presidente Maduro y Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional. La oposición echó a circular incluso un video en el cual se muestra una presunta conversación confidencial entre un periodista oficialista y el segundo jefe de la inteligencia cubana, en la cual se exponen las diferencias entre ambos funcionarios y se habla de corrupción, de conspiraciones militares vinculadas al presidente de la Asamblea y de la urgencia de poner esa información en manos de Raúl Castro, “quien dirige y orienta la política de este país”. El gobierno negó de forma rotunda la autenticidad de la grabación y la calificó de “montaje”.
Nosotros no estamos lejos de compartir esta opinión, sobre todo tomando en cuenta el viso propagandístico y sensacionalista de la frase referida a Raúl Castro, que abunda en los lugares comunes gratos a la sensibilidad de una clase media siempre asustada o escandalizada por la palabra comunismo. Pero de cualquier modo el episodio es un síntoma de que se viene una nueva ofensiva contra la república bolivariana. Este es un problema al que no se puede tomar a la ligera: las piezas de la integración regional se están moviendo en un ajedrez complicado. El Mercosur y la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) son el sector más positivo del tablero, mientras que la Alianza del Pacífico, respaldada por Estados Unidos e integrada por Colombia, Perú y Chile, implica una reedición de las políticas previstas para el ALCA, que se suponía enterrado en la conferencia de Mar del Plata en noviembre de 2005.(1) Aunque después de las elecciones Paraguay ha sido reintegrado al Mercosur tras la suspensión determinada por el golpe de estado contra Fernando Lugo, la combinación del Pacífico está ejerciendo cierta atracción sobre ese país. La geopolítica indica que toda evolución en ese sentido sería irracional para el país hermano, pero no es la racionalidad, precisamente, lo que suele pesar en las decisiones de los grupos de privilegio, en especial de aquellos que juzgaron oportuno desembarazarse de un presidente constitucional que se había erigido en una molestia. Las relaciones comerciales entre Brasil y Argentina tampoco pasan por su mejor momento, y las torpezas diplomáticas de nuestro país en relación al Uruguay tampoco contribuyen a reforzar la imagen de unidad de criterio que debería primar en una relación entre socios. De ahí que una desestabilización en Venezuela tendría un efecto muy grave en el curso de la etapa que se abrió con el alborear del nuevo siglo en Latinoamérica.
“La década ganada”
Este es un lema puesto de moda por el kirchnerismo, pero no es atribuible tan solo a la situación argentina. De hecho, esta expresión sólo cobra sentido si se la ve en el contexto latinoamericano, que desde fines de la década de los 90 puso de manifiesto la crisis de las políticas neoliberales y la necesidad de escapar a ellas a través de unos instrumentos que aboliesen el “consenso de Washington”, rompiendo con la dependencia del dictado doctrinario del libre mercado, que sólo favorece a las potencias y a las plazas financieras en las cuales se acumula el capital concentrado. El planteamiento de un nuevo pacto, esta vez entre los países suramericanos, para llevar adelante las ideas de unidad política e integración económica que son la asignatura pendiente de Latinoamérica desde 1810, se esbozó con vigor con el surgimiento de Lula, Kirchner, Chávez, Correa y Evo Morales, pero luego ha tendido a empantanarse. Esto es parte de la resistencia inercial del estado de cosas, así como de las políticas tendientes a desequilibrar esos intentos que llevan adelante los núcleos concentrados de poder en especial mediáticos) y de su gran mandante, el capitalismo senil abroquelado en Washington y en la Unión Europea. Pero también es la consecuencia de que la década no ha sido tan “ganada” como se dice, sino que también ha contenido errores de conducción y vacilaciones que implican ocasiones perdidas. Ocasiones que no necesariamente han de volver a gestarse en poco tiempo.
En Argentina el kirchnerismo ha llevado adelante durante estos años una lógica del desarrollo que no se funda en premisas rígidas, sino que más bien improvisa de acuerdo a las circunstancias, actuando sobre todo en la periferia del sistema oligárquico. Ha cancelado gran parte de la deuda externa, ha escapado de las mallas del FMI, ha ido estatizando empresas de servicio público que habían ido a parar a manos privadas, ha recuperado las jubilaciones sacándolas de la timba financiera; ha aumentado el empleo y las reservas, ha hecho disminuir la pobreza y la indigencia, ha mejorado la distribución del ingreso y ha establecido métodos para controlar la inflación y la fuga de capitales con resultados alternos, pero en general eficaces.
Sin embargo se sigue eludiendo el núcleo duro del problema, que es la cuestión de una reforma fiscal progresiva, que allegue los capitales –o buena parte de ellos- para poner de pie un proyecto de desarrollo que no sea ya circunstancial sino dotado de una orientación firme hacia la construcción de una matriz industrial de real envergadura. Para ello no hay que contar con el empresariado “nacional”, que está demasiado ocupado con sus cálculos a corto plazo y de rentabilidad inmediata, y que sólo podría jugar un papel importante pero subsidiario en esa política. Es el Estado el que debería ejercer la dirección, abriéndose en un abanico que sume las industrias para la defensa a las de tipo convencional, no sólo para reequipar a las fuerzas armadas sino por el hecho de que sus tareas estimulan la investigación tecnológica en rubros que en definitiva redundan en beneficio de la totalidad del aparato productivo.
Pero para que semejante proyecto se mantenga es necesario que quienes lo enarbolen sean capaces de resistir los embates de una reacción que hasta aquí no sólo conserva todo su poder de fuego mediático y financiero, sino que se mueve ya con sentido desestabilizador y golpista. Es penoso comprobar que el gobierno no parece comprender muy bien la naturaleza de su enemigo, que no termina de definir su propia sucesión y que no alcanza a ser consciente de su progresivo aislamiento. Ha cortado los puentes con el sindicalismo y su política hacia las fuerzas armadas es simplemente catastrófica. No parece comprender que, ante la carencia de una burguesía verdadera, el Estado debe disponer de fuerzas orgánicas que sean capaces de respaldar un proyecto nacional más allá de las alternancias y oportunismos electorales. Hay que educar (o sea politizar) en un sentido nacional y democrático al ejército, hoy reducido a su mínima expresión, en vez de alienárselo como se lo ha hecho, exprimiéndole el presupuesto y aislándolo; y hay que cuidar los nexos con la clase obrera, más allá de las torpezas o corrupciones que puedan incurrir algunos dirigentes. Torpezas y corrupciones que por cierto no son de su exclusiva propiedad…
Quizá se pueda hablar de una década ganada, si evaluamos lo acontecido en América del Sur desde fines de los 90 a esta parte; pero convengamos en que seríamos más exactos si hablásemos de una década ganada a medias y en la actualidad bastante amenazada en sus logros. La consecución de una nueva década que permita expandir la democracia y consolidar la soberanía, es una muy legítima aspiración formulada por la presidenta en su discurso del 25 de Mayo, pero para que sea verosímil deberá ser potenciada por un proyecto político que tome en cuenta la singularidad de los actores sociales que pueblan la realidad argentina.
Nota
1) El eclipse del nacionalismo de Ollanta Humala, una vez llegado a la presidencia de Perú, es otro dato que refuerza esta sensación.