El proceso de liberación que comenzó a recorrer Latinoamérica desde hace más de una década, está siendo puesto a prueba por estos días. No se trata de una situación que implique su ocaso, pero sí que evidencia su fragilidad. Esta deviene de muchos factores. El principal es desde luego el enorme poderío que mantiene el sistema de dominio ejercido por Estados Unidos y sus aliados, dirigido a establecer una economía globalizada según los parámetros que convienen a los países del Norte. El otro es la complicidad de los sectores autóctonos del privilegio que siempre han estado dispuestos a jugar el juego del imperialismo, y la eterna permeabilidad de parte de los sectores medios a un discurso que reduce la realidad a su estrecho campo de miras.
El hecho de que sistema hegemónico del capitalismo salvaje no hesite en apelar a procedimientos políticos, económicos, comunicacionales, terroristas y en última instancia abiertamente militares para destruir los núcleos que se le resisten, es un factor que gravita sobre la voluntad de enfrentarlo. No hay mucha convicción en los sectores que de alguna manera representan la volición independentista en países como Argentina o Brasil. En especial en el nuestro, donde la retórica de la “revolución imaginaria”, provista por el kirchnerismo, suele suplantar a una reestructuración efectiva de la nación, para la que sigue faltando un plan estratégico de desarrollo. La clase privilegiada continúa asociada material y psicológicamente a la dominación imperial y el grueso de la economía sigue concentrada en manos extranjeras.
Frente a la actitud vacilante del oficialismo en lo referido a la opción por una política liberadora, se levanta la conspiración de los poderosos que no soportan ni aun los más ponderados y modestos intentos de cambio. A esta intolerancia se le suma la oleada de la agitación de parte de los sectores medios, esta última superficial y poco consistente, pero eficaz a la hora de enturbiar los tantos y de manipular ensayos destituyentes. Estos, si de momento no pueden volver las cosas al estado en que se encontraban en la década de los 90, crean en mucha gente una sensación de inquietud y disconformidad sin orígenes claros. Esta disposición de ánimo cree poder satisfacerse volteando o al menos desgastando al símbolo sobre el que son inducidos a descargar su desasosiego. Para el caso, la presidenta de la República y la constelación partidaria que le responde, que deberían llegar muy debilitadas a las elecciones legislativas de octubre.
Como regalo de la coyuntura, en este momento se incorpora a esa presión opositora el resultado hasta cierto punto decepcionante de las elecciones en Venezuela, donde Nicolás Maduro ha obtenido un triunfo a lo Pirro y que pone en entredicho la perdurabilidad del chavismo después de Chávez.
Lo más inquietante en la situación argentina es algo que señalamos muchas veces en esta columna y que se ha pronunciado a partir del momento en que se produjo la ruptura con la CGT de Azopardo. Nos referimos al aislamiento de la presidenta como consecuencia de errores que son imputables en su mayor parte a su propia concepción del mando y a la elección que formuló en lo referido al modelo de desarrollo que tanto ella como su esposo eligieron para aplicar en el país.
La inepcia política, la cortedad de miras y las irreparables desviaciones que Hugo Moyano o Julio Piumato han sido enormes e imperdonables. Pero esto no excusa la intemperancia y la falta de tino político con que el gobierno instrumentó su más que discutible opción económica para los próximos años. La búsqueda de una alianza con la burguesía empresaria, titulada como nacional, de parte del oficialismo, determinó la erradicación del parlamento del sector sindical en aras de la conciliación con la burguesía. Esto, amén de representar un exceso de optimismo respecto a la disponibilidad de este sector para operar un proyecto de cambio, es coherente me temo con el margen ideológico de la presidente, y con una concepción del mundo que en cierto modo no está muy distante de la que tienen los sectores de clase media que hoy la enfrentan.
Si tuviéramos que definir ese margen ideológico podríamos decir que por cierto no cabe en él un resentimiento de clase hacia los sectores menos pudientes, pero que sí puede encontrarse allí una predisposición reverente hacia el poder imperial. ¿De qué otra manera se puede explicar el persistente beneficio que se otorga a las empresas transnacionales, la decisión de apelar sólo in extremis a una corrección de sus saqueos (casos de Aerolíneas e YPF), la eterna postergación de una reforma fiscal progresiva o la inhabilidad o falta de voluntad para reconstruir elementos básicos para la soberanía como son la flota mercante y los ferrocarriles, que deberían ir atados a un proyecto de cambio nunca proclamado?
Vacío
En estos aspectos el país parece flotar en el vacío. El gobierno no plantea esas cuestiones, y la oposición, al menos la provista de peso económico y político, tampoco. Esta última se ciñe a un listado de reivindicaciones que exteriorizan su complicidad con el modelo del país inviable que se nos otorgó hasta el 2001; o a mentiras flagrantes, como es acusar al gobierno de tiránico, totalitario y otras tonterías por el estilo. Entre ellas no es la menor la del ex fiscal Julio Strassera, quien se puso la toga de Catón cuando juzgó a los integrantes de las juntas militares durante el gobierno de Alfonsín, en el momento justo en que al tigre le habían roto los dientes y una brisa democratizadora bajaba desde el norte. Este señor de pronto entiende que la reforma judicial propulsada por el actual gobierno para tratar que la magistratura no siga sirviendo de paraguas al privilegio de manera tan descarada como hasta ahora (ver El oficio de la hipocresía, del 13.12.12), es equiparable ¡nada menos que a los procedimientos de la Alemania de 1933, que inauguraron la era de Hitler en la justicia germana! “Los legisladores que firmen estas leyes serán infames traidores a la patria”, pronostica Strassera, añadiendo que esto es “el fin de la República”.
Tan altisonantes declaraciones contrastan con la lenidad y buena disposición que el poder judicial manifiesta hacia las corporaciones económicas y que en el pasado también ostentara respecto de cuanto golpe de estado antipopular y antidemocrático se produjese, incluido el proceso militar. Durante este último Strassera desempeñó el muy relevante cargo de fiscal general, función en la que desestimó, entre otras cosas, las denuncias por torturas que formuló Lidia Papeleo (caso Papel Prensa) y un anterior pedido de hábeas corpus interpuesto por sus abogados. Esto no le impidió proyectarse después como un abanderado de los derechos humanos, al igual que su colega Luis Moreno Ocampo, quien encontró en el juicio a la junta el trampolín que más tarde lo proyectó al cargo de fiscal de la Corte Penal Internacional de La Haya, desde donde se dedicó durante varios años a seguir los crímenes contra la humanidad y a fulminar ante la Corte a los comitentes de estos. Pero hubo una singular parcialidad en su selección de los presuntos criminales a perseguir: Slobodan Milosevic, Gaddafi, los señores de la guerra del África negra u otros gobernantes del tercer mundo fueron objeto de su atención, mientras que los Bush, Kissinger, Tony Blair, Barack Obama o cualquiera de los capitostes y mandamases del primer mundo que decretan embargos, bombardeos e invasiones contra países débiles, pasaron ante sus ojos sin provocarle siquiera un pestañeo. Perdónesenos la digresión, pero esta se justifica si deseamos significar que la justicia, más que ciega, es tuerta.
El envite antikirchenerista lanzado por el sistema oligárquico-corporativo no va a disminuir. Pese a que las reformas de fondo no se han acometido, los intentos del gobierno en el sentido de operar algunos cambios que intentan regular la anarquía del mercado, airear la justicia y descomprimir la concentración oligopólica resultan inadmisibles para la arrogancia del poder real, enquistado en las corporaciones y en sus terminales más eficaces, como son los monopolios de la comunicación.
La elección en Venezuela
El estrecho margen que tuvo el triunfo de Nicolás Maduro en los comicios venezolanos ha regocijado a la reacción. Conviene sin embargo resaltar el hecho de que la victoria se produjo, a pesar de que el comandante Chávez ya no estaba presente. Ante el pataleo opositor por el resultado eleccionario la Unasur ha expresado un compacto respaldo al presidente Maduro y ninguno de sus integrantes ha manifestado dudas acerca de la limpieza de las elecciones, cuyo resultado de todos modos va a ser objeto de un recuento voto a voto, tal como lo exigía Henrique Capriles. Todos los observadores internacionales asimismo han dado fe de la corrección del escrutinio. Causa rechazo por lo tanto la inmediata “exigencia” del gobierno de Estados Unidos en el sentido de que se volvieran a contar los votos y su negativa a reconocer por el momento al gobierno de Maduro. Tan incorporado está el hábito de inmiscuirse en los asuntos de Iberoamérica entre los gobernantes de Washington, que el jefe del Departamento de Estado, John Kerry, olvidó días pasados las premisas de la corrección política –muy de moda entre los yanquis- y se permitió hablar de Iberoamérica refiriéndose a ella como a “nuestro patio trasero”…, tal y como solían hacerlo Teddy Roosevelt y los partidarios del “gran garrote”.
Esto dicho, no debe echarse en saco roto la lección que emana del brusco descenso en el voto bolivariano. A pesar de que la asistencia a los comicios fue alta, hubo una baja apreciable (alrededor del cinco por ciento) respecto de la concurrencia a la elección anterior, que dio al triunfo a Chávez por un margen abrumador. Es muy posible que esa abstención sean votos que se le escaparon al chavismo. Ello podría estar hablando de cierto descompromiso o de cierta indiferencia asociable a un nivel de educación política no muy asentado todavía. Por otra parte, el machaconeo de la prédica opositora y la incorporación de parte del discurso chavista por Capriles parecen haber operado un cierto efecto de succión entre las huestes que seguían al comandante. Cosa que no hubiera sido posible sin algún grado de descontento provocado por errores de comunicación y por algunas cuentas pendientes –la inseguridad, en primer término, y una cierta corrupción que parece haberse instalado en el oficialismo. Una campaña demasiado apegada a la imagen de Chávez, que buscó reproducir su prédica sin disponer de su carisma, pudo también haber enfriado algunos entusiasmos.
Como quiera que sea, la cuestión de fondo es otra, y no es de resolución fácil, sobre todo en la actual coyuntura global. El problema que enfrentan los movimientos de liberación en los países subdesarrollados es su debilidad respecto de la fuerza que ostenta el enemigo. No importa que, en un momento dado, su cuantía popular los haga de momento irresistibles y torne difícil para el imperialismo la tarea de suprimirlos. Si debe batirse en el marco prefijado por el sistema, como es inevitable que suceda en este momento de retroceso político a escala mundial, al movimiento nacional y popular se le hace muy dificultoso, si no imposible, mantenerse en una estructura condicionada por las reglas del enemigo, que supone presiones mediáticas, formalismos jurídicos e instituciones corporativas pensados en función de la defensa del privilegio. Si incluso en una situación global provista de contrapesos –la URSS, el bloque socialista- los movimientos antisistémicos se veían obligados a suprimir libertades y a correr el riesgo de anquilosarse detrás de un blindaje autoritario y burocrático para defenderse y llevar adelante el cambio, ¿qué puede suceder en un mundo como el de hoy, donde la injerencia política y la coerción económica van de la mano con la amenaza militar y disponen de toda la parafernalia comunicacional para extender el descrédito sobre los gobiernos populares?
Hugo Chávez había sabido conjugar, dentro de las características de la circunstancia venezolana, un cierto grado de fortaleza a través de la movilización de las masas en la calle y de su indiscutida autoridad sobre un aparato militar que había sabido reforjar a su modo. Está por verse si esta ecuación puede seguir en pie. El dilema de todo proyecto revolucionario en un país subdesarrollado -es decir, en una situación de debilidad frente al poder del imperialismo-, está en su capacidad para disciplinar a los sectores internos que contrarrestan el crecimiento nacional y que se vinculan con el capital extranjero. Para ello debe hacer del Estado un elemento eficiente de control del comercio exterior y propulsor del desarrollo industrial. El fetichismo respecto de la democracia formal y sus instituciones, y a la de la pretendida libertad de mercado, ata a cualquier gobierno con lazos que progresivamente lo van estrangulando, sin que por ello disminuya la corrupción que suele ser un componente congénito, pero no decisivo, de los sistemas cerrados, como pueden ser o haber sido la Unión Soviética, Cuba o China. Pues es el contacto con los grandes sistemas especulativos lo que favorece la corrupción y no al contrario. Decir esto es políticamente incorrecto, pero es una verdad como puño.
Qué irá a pasar con el proceso de liberación y gradual unificación de la nación latinoamericana balcanizada por el imperialismo, es cosa que está por verse. El Mercosur y la Alianza del Pacífico son proyectos divergentes, cosa temible. Es de esperar empero que el sentido central de la marcha se mantenga, pues de no ser así Iberoamérica se condenaría a una segunda balcanización. A favor de una salida exitosa del proyecto unitario pesa el hecho de que lo que no ha podido ser destruido en dos siglos –la conciencia de un destino común- no va a ser abolido en unas décadas. Pero no es cuestión de entregarse mansamente a lo que algunos pueden ver como una fatalidad objetiva, pues eso nos condenaría a un sinfín de postergaciones y sufrimientos. Hay que refinar los medios para asumir la tarea liberadora. Y ella sólo puede pasar por un realismo que admita que ninguna institución es intocable, sino que debe adecuarse a las necesidades de un proceso de lucha y liberación que vaya despejando el campo de rémoras. Lo que estamos viviendo en Argentina y Venezuela debería darnos muchas lecciones útiles. ¿Podremos aprender de ellas?
Nota
Wikipedia.org. Según esta difundida publicación electrónica el fiscal Strassera asimismo avaló la detención y confiscación de bienes del ex gobernador de Santa Cruz, Jorge Cepernic, esgrimiendo, en una indiscernible jerga jurídica, el siguiente argumento: “(…) la privación de libertad (…) encuentra su legitimidad en la misma Constitución Nacional -indudablemente reformada por el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional y el Acta- de tal suerte que el artículo 2º, inciso e) de ésta última constituye una norma de idéntica jerarquía que la contenida en el artículo 23 de aquella, en cuanto faculta al Poder Ejecutivo Nacional para arrestar personas a su exclusiva disposición, en tanto las circunstancias excepcionales por las que atraviesa el país así lo aconsejen. En consecuencia parece claro que impugnar la Resolución Nº2 de la Junta Militar so color de repugnar a la Constitución Nacional resulta inadmisible pues (…) ello equivale a afirmar que la Constitución es inconstitucional”.