Ha muerto Margaret Thatcher. No vamos a lamentar su desaparición, como lo hizo la Secretaría del Papado, y mucho menos vamos a dejar sin condena, como hicieron varias figuras del gobierno cordobés, al homenaje que Álvaro Vargas Llosa, hijo del escritor peruano Mario Vargas Llosa, le formuló en la Bolsa de Comercio de de nuestra ciudad. El hijo del escritor definió en esa ocasión a la ex primer ministra británica como a “un ícono de la libertad”, ante el silencio incómodo o complaciente de los circunstantes, con excepción de la periodista Betina Marengo, que se animó a interpelar al orador y dio después testimonio del hecho.
Margaret Thatcher cometió un crimen de guerra contra los argentinos, de resultas del cual murieron más de trescientos marinos que integraban la tripulación del crucero General Belgrano, hundido por un submarino nuclear británico cuando la nave se encontraba fuera de la zona de exclusión en torno a Malvinas -que los mismos ingleses habían decretado- y estaba retirándose en dirección al continente. Fue un acto criminal perpetrado en frío y ordenado por la primera ministra con el deliberado propósito de que funcionase como una provocación que haría naufragar la mediación peruana que, a esa altura de la crisis, se perfilaba como una posible salida pacífica al conflicto a propósito del archipiélago. Solo por eso cualquier tributo a ese personaje, en el ámbito argentino, debería ser insoportable para todo connacional bien nacido.
Hay argentinos -no pocos, desgraciadamente- que toman una posición cerradamente negativa en torno a la guerra de 1982 y persisten en verla como un intento de la dictadura para salvar la cara tras la criminal y desastrosa gestión iniciada en 1976. Los árboles les ocultan el bosque. En un país dependiente cualquier gobierno, del signo que sea y por pesados que resulten sus antecedentes, cualquier gobierno, decimos, que se anime a hacer frente al imperialismo en un tema de importancia estratégica, es lógico que reciba el apoyo de las fuerzas nacional-populares, por más que estas sean conscientes de las limitaciones, insuficiencias o crímenes del régimen. Se lo debe apoyar en la esperanza de que ese movimiento hacia adelante (que las autoridades incluso pueden haber tomado sin una clara conciencia de hacia donde se dirigían), implicará a futuro, si se lo fogonea desde abajo, una mayor concientización y un más grande compromiso para con la causa nacional. Ese fenómeno liberador puede terminar desprendiendo fuerzas que perforarán y harán añicos la superestructura reaccionaria que recubre a la sociedad.(1) No sucedió así en nuestro país por la traición de los generales en junio de 1982 y por las políticas de desmalvinización que aplicaron todos los gobiernos posteriores a 1983.
Las fuerzas conservadoras que detentan el gobierno en Gran Bretaña tienen en cambio bien en claro el significado que tiene el caso Thatcher en el encuadre de su historia imperial. El gobierno de David Cameron otorgó a ex la primera ministra un funeral ceremonial equiparable a un funeral de Estado, en el cual la voz cantante la tendrán los soldados de los regimientos que combatieron en Malvinas. Esto equivale a una clara demostración de que para Inglaterra el rol de la extinta política tuvo, al menos desde un punto de vista simbólico, su momento de inflexión en “la pequeña guerra” que llevó a cabo en el Atlántico Sur y que, por un momento, bien que a un alto costo, permitió reverdecer los laureles imperiales.
Trampolín para el genocidio social
Pero la guerra austral, bien adobada por la propaganda, le sirvió también a la estadista británica de atajo para escapar por un tiempo al rechazo que causaban sus políticas sociales. Thatcher, en efecto, fue una de las figuras más negativas y detestables que diera la segunda mitad del siglo XX. Sin la compensación que pudiera haberle significado algún rasgo de genio o de talento literario, como los que le sobraban a Winston Churchill, por ejemplo. Fue una política astuta pero sobre todo cruel, la más eficiente ejecutora del “capitalismo del desastre” que señoreó al mundo desde los años 80 en adelante y que tiene plena vigencia todavía, a pesar de que su perversidad está quedando a la vista incluso en las sociedades que lo habían prohijado o que al menos habían asistido a su expansión creyendo que se beneficiaban con ella.
Margaret Thatcher, “Maggie” para los amigos y la “dama de hierro” para amigos y enemigos, fue un personaje que sólo pudo crecer en una época de decadencia como la que estamos viviendo. La insignificancia de las figuras políticas en el mundo desarrollado termina dotando de relieve a personajes que escapan a su chata uniformidad por rasgos que no son precisamente elogiables, pero que de cualquier manera implican cierto pintoresquismo, aportan un caudal de energía y sirven para promover políticas audaces que, ante la inconsistencia de las izquierdas, acaban por imponerse. Este es el rasgo que distingue a la etapa neoliberal y a las prácticas del llamado “consenso de Washington”. Que no es otra cosa que la refuncionalización del rol ideal que debieron cumplir el FMI y el Banco Mundial, pensados por John Maynard Keynes al final de la segunda guerra mundial, cuando se suponía que esos organismos iban a servir para regular los mercados y evitar catástrofes como el crack de la Bolsa de Nueva York en 1929, que arrastró al mundo al abismo de la Depresión y abrió el camino al nazismo.
La esperanza de Keynes se reveló ilusoria. Como señala Naomi Klein en La doctrina del Shock, al no respetar esas entidades el principio vigente para las Naciones Unidas que otorgaba, a cada nación, un voto, no tardaron mucho en organizarse en función del tamaño de la economía de cada país, lo que determinó que se convirtiesen en “portavoces de la cruzada corporativista” dirigida a colonizar al mundo a través de la economía financiarizada.(2) Este movimiento irrumpió con toda su fuerza cuando se hizo evidente, a finales de los años ’70, que la expansión significada por el “estado de bienestar” estaba llegando a su límite y que la única manera de conservar una desmedida tasa de beneficio para las corporaciones y la banca era procediendo a la liquidación de las políticas de seguridad social, la especulación bursátil y a la privatización de las empresas públicas, empezando por el Tercer Mundo. Advino así la recolonización del planeta, hoy en pleno auge, de la mano de la desregulación del mercado y del intervencionismo militar de las potencias en las áreas que son sensibles para sus intereses.
Thatcher y Ronald Reagan fueron los figurones de proa de las doctrinas de la Escuela de Chicago, liderada por Milton Friedman. Su ligereza y su irresponsabilidad, fruto quizá de su propia mediocridad, les permitieron causar un enorme destrozo y consumar una suerte de genocidio social que precipitó el proceso regresivo que el mundo está viviendo. Se abolieron los beneficios del estado de bienestar, se empobreció a la población y se la arrojó a la incertidumbre respecto al futuro. Argentina encontró en Carlos Menem a un émulo de esos personajes, con el agravante de que ni Thatcher ni Reagan traicionaban su propio pasado de reaccionarios orgánicos, como sí en cambio lo hizo el riojano entre nosotros al destruir al movimiento nacional desde dentro, tornándolo en el vector de políticas a las cuales su fundador siempre se había opuesto.
La liviandad de Thatcher la llevó a tener el tupé de criticar a la Revolución Francesa en ocasión de festejarse su bicentenario en París. La anuencia tácita con que se recibieron sus palabras ilustró sobre el proceso regresivo que se estaba abatiendo sobre Europa y que en esos mismos momentos estaba expresándose en la implosión del ya inviable bloque del “socialismo real”.
El crecimiento exponencial de las innovaciones tecnológicas, la afirmación de la “sociedad de la comunicación” y el capitalismo salvaje están introduciendo a la humanidad en un territorio desconocido. La concentración de los beneficios, la militarización de la política exterior y la superficialidad o el aventurerismo con que los “gobiernos técnicos” propulsan un cambio que suponen ha de disciplinar a las masas y beneficiar al capital monopólico, tuvieron en la figura de Margaret Thatcher a una adelantada. Esto será suficiente para anotar su nombre en una página de la historia. Pero una página negra, connotada por la distopía reaccionaria que nos plantean el canibalismo y el retorno a la ley de la jungla.
Notas
1) Por ejemplo el apoyo brindado por Mao Tsé Tung al Kuomintang en la época de la agresión japonesa. A pesar de los horrores perpetrados por Chiang Kai Shek contra los comunistas y de la guerra larvada o abierta que llevaba adelante contra ellos durante la lucha contra Japón, esa colaboración se mantuvo con altas y bajas hasta después de la derrota nipona.
2) Naomi Klein: La doctrina del shock. El auge de capitalismo del desastre. Paidós, 2007.