El nombramiento de un prelado argentino como Papa de la iglesia de Roma ha dado de que hablar y seguirá siendo un tema de interés permanente. La nota anterior, que versaba sobre la irrupción del “populismo” en Italia, la cerramos con un rápido análisis de los interrogantes que se abrían a partir del nombramiento del Papa Francisco. Señalamos que la necesidad de liberar hasta cierto punto a la Iglesia de los tentáculos del pulpo especulativo que la ha aprisionado en estos tiempos de economía neoliberal, podía ser uno de los motivos que hayan operado en el nombramiento del primer jesuita como sumo pontífice. Los jesuitas y el Opus Dei nunca se llevaron bien. Y el Opus Dei –hasta donde uno puede saber- ha sido el engranaje sobre el que se verificó la traslación de la economía eclesial al campo de los grandes negocios financieros. En la estela de esa operación se produjeron escándalos de bulto, se construyeron conexiones non sanctas con sectores vinculados a la mafia y se produjeron varias muertes misteriosas en los niveles más altos de la administración vaticana o en los medios bancarios vinculados con ella.
Ahora bien, quienes somos ajenos a ese mundo no podemos aventurar diagnósticos categóricos acerca del sentido que ha tenido la designación de Francisco. ¿Quién puede hacerlo, por otra parte? La Iglesia no es una institución “democrática” y sus sectores no publican plataformas ni programas. Tan sólo podemos “ondear” el viento y tratar de dimensionar históricamente la naturaleza de un probable cambio. El punto mencionado recién, limpiar las cuevas del Vaticano en lo referido a la economía y asimismo proceder a la imposición de una disciplina más severa en un cuerpo eclesial sacudido en los últimos tiempos por los escándalos de pedofilia (no importa si estos hayan sido sobredimensionados por la prensa o no), representa una de las caras del tema.
Otra es la posibilidad de un reordenamiento estratégico de carácter político, que tome en cuenta las fuentes reales del poder de la Iglesia, que no son sólo de carácter financiero, sino que se hunden en la existencia de una masa de más de 1.200 millones de católicos en el mundo entero.
Es conocida la frase de Josep Stalin cuando, advertido sobre el problema que podía significar el Vaticano para los designios de la política rusa, respondió con ironía: “¿De cuántas divisiones dispone el Vaticano?” Y bien, Stalin, la URSS y el bloque socialista han desaparecido, y la Iglesia romana sigue ahí. Incluso fue un elemento determinante en la caída del “socialismo real”. Esta persistencia a través del tiempo es única en la historia de las instituciones humanas. Para explicarla no bastan los argumentos que hacen hincapié en la “amoralidad” del poder de la Iglesia, que la pone en componendas con todos los poderes terrenales de turno; también es necesario tomar en cuenta la respuesta que es capaz de suministrar a la demanda espiritual de millones de seres, a su necesidad de encontrar una forma encarnada que exorcice su temor a la muerte y refiera esta vida a una dimensión trascendente que traspase la finitud física.
Ilusoria o no, esta respuesta es el núcleo resistente de la fe y se articula de un sinfín de maneras. Desde la actuación de los soldados de a pie, los párrocos -en una cobertura extensiva del terreno-, a la labor misional de otros pastores; desde el compromiso de los mejores sacerdotes con la lucha de los pobres, al enorme poder sugestivo que tienen los logros arquitectónicos, la monumentalidad de las catedrales y la capacidad de fascinación que poseen las grandes obras de arte. Que no son un mero lujo (como suele argumentarse especiosamente) sino parte de una enorme escenografía en la que lo cuantitativo se confunde con lo cualitativo y que forma parte esencial de la transmutación de lo físico en lo espiritual. Esta dimensión impalpable es imposible mensurarla con la burda matemática de Stalin.
Dialéctica de la fe
En un plano por cierto muy superior, la Iglesia romana es como Inglaterra, que no tiene amigos permanentes sino intereses permanentes. Pero para el Vaticano la supervivencia es parte de un ejercicio que, en su origen al menos, se vinculó a la responsabilidad respecto a la masa de los fieles. De manera paternalista, eventualmente coercitiva y a menudo castrante, este sentido de la misión está inspirado, por paradójico que parezca, en una gran desconfianza y en un profundo pesimismo acerca de la naturaleza humana. De acuerdo a esta conformación de lugar, no es posible dar a las ovejas demasiada latitud en sus movimientos porque de inmediato se descarrían. Es a esta duda y no sólo a la cerril incomprensión de los teólogos o a los intereses creados, a la que hay que atribuir en buena medida el lastre que significaron la Inquisición y la persistente resistencia al cambio que empedraron el camino del progreso con un sinfín de obstáculos.
Por supuesto que los intereses creados han existido siempre, y que el vínculo de la Iglesia con los sistemas imperantes en el mundo ha sido también un cable a tierra y un reaseguro para su persistencia. Pero este no la hubiera salvado de ser arrastrada por la corriente si no hubiera existido antes esa otra dimensión impalpable que se deriva de la angustia ante la finitud y a la cual no hay otras respuestas que no sean encarnizarse en la fe o perseverar en el estoicismo.
Qué irá a pasar ahora en el dominio de la política práctica, habida cuenta de esta peculiar estructura, es cosa que por supuesto uno no puede pronosticar, como tampoco pueden hacerlo los lenguaraces del periodismo oportunista. Las voces más serias en este ámbito, en efecto, han tendido a proclamar una expectativa prudente y, cuando más, a desear que el relevo pontifical vaya en el sentido de sus propios sueños. Creo que, adhiriendo a esa reserva, para nosotros iberoamericanos esa expectativa se desprende del hecho tan traído y llevado del origen geográfico del Papa. “Me fueron a buscar al fin del mundo”, dijo Francisco. Más allá de la coquetería de esta afirmación, pues el nuevo pontífice sabía que era un candidato firme y que Argentina es un país singularmente vinculado a Europa, el dato es importante. Con toda probabilidad está unido a un redimensionamiento de la proyección de la Iglesia en el mundo y se encuentra atado a un cálculo geopolítico. En el cual el creciente papel de Iberoamérica, el hecho de ser el mayor reservorio de católicos en el planeta y que en esta región haya madurado un proceso de mestizaje y fusión racial sin parangón en otras zonas del mundo, sean elementos que no escapan a los sectores dirigentes de la Iglesia. Que en tanto organización ecuménica no se siente inclinada a alentar el choque de las culturas, sino a evitarlo.
Todo esto podría estar significando la apertura de un cambio. Ahora bien, no hay razón para suponer que esta transformación se va a producir de manera torrencial y revolucionaria. Más bien, habida cuenta de la personalidad del nuevo Papa y del estilo de la orden jesuítica, lo que podamos esperar para los próximos años sea un cambio controlado. Incluso vacilante, pues el hecho de que se haya elegido a un Papa de edad avanzada para guiar los destinos de la iglesia podría estar indicando que hay grupos de la burocracia vaticana que se contrabalancean en torno a temas que no por fuerza deben ser todos ideológicos, sino que también pueden estar referidos a las redes de intereses existentes en la Curia romana acerca del manejo de la gestión económica de la Iglesia. Un Papa de edad provecta aunque en plena disposición de sus medios físicos e intelectuales supone la posibilidad de iniciar un cambio, pero también la de imaginar que este puede ser redimensionado en un plazo relativamente breve.
El Papado y la progresía
Desde las filas de la progresía argentina se han lanzado al aire voces de alarma ante la elevación del ex cardenal arzobispo de Buenos Aires a la silla pontifical. Se hace hincapié en sus presuntos vínculos con la dictadura militar en base argumentos un tanto livianos. Si se prescinde del tono denunciatorio el caso parecería reducirse a la existencia de contactos con altos personeros del régimen y con un hecho de abandono de personas que no está claro, en la medida en que los dos sacerdotes jesuitas secuestrados y que se dice fueron desamparados por Bergoglio después de que se negaran a obedecer la orden de abandonar su misión en las villas miseria en plena dictadura, aparecieron después con vida. Este parecería ser el cargo más grave, pues en lo referido a los contactos con figuras del gobierno un sacerdote en la posición en que se encontraba el futuro Papa difícilmente pudiera eludirlos. Hay por otro lado declaraciones que testimonian la protección que el por entonces Provincial de los jesuitas extendió sobre otras personas.
Por otra parte, no hay duda de que la posición de Bergoglio enfáticamente contraria al matrimonio igualitario y al aborto exaspera a la variopinta conjunción de intelectuales avanzados que propenden a confundir la revolución con la revolución sexual. Hay una especie de parti pris en este sector que lo eriza ante todo lo que evoque el uniforme y la sotana. “Sociología de sastrería”, que diría Alfredo Terzaga. Uno se pregunta si, desde una perspectiva política racional y no caprichosa, se le puede pedir a un papa que salga a defender el aborto y el matrimonio gay.
Más serio puede ser o parecer el argumento que desde esos mismos sectores se lanza asimilando el flamante pontificado de Francisco al de Karol Wojtyla. Juan Pablo II llegó para reducir a la obediencia a la teología de la liberación en América latina y para demoler, de la mano con Estados Unidos, al bloque socialista en Europa. En pocos años, en efecto, este sistema se derrumbó y la Iglesia católica –por intermedio del papa polaco- jugó un fuerte papel en esa catástrofe. Ahora, desde los sectores de izquierda a que hacemos referencia, se aduce que Francisco viene para interferir en los procesos populares que están recorriendo a Iberoamérica y que tienden a su unidad y a su liberación social.
Sin pretender desmentir categóricamente la especie (habrá que ver) uno tiende a sentirse escéptico respecto a ella. Y no sólo porque las afirmaciones de Francisco a favor de la integración de los países de América latina no han sido pocas, sino porque la diferencia entre ambos casos son flagrantes. El bloque del Este era un sistema en descomposición, minado por el descontento social y por la antipatía a la tutela rusa de parte de las nacionalidades de atrás de la cortina de hierro. En cuanto a la URSS, si en la base social no existía tal vez un descontento similar, la corrupción de las cúpulas la estaban orientando ya a una restauración del sistema capitalista. La floración de los nacionalismos alógenos y la escasa disposición a defender al sistema en los mismos países que habían constituido el núcleo de la URSS –Rusia, Bielorrusia, Ucrania- estaban anunciando la implosión del conglomerado soviético.
En Indoamérica sucede al revés. Hay un proceso de ascenso popular que se siente identificado con figuras como las de Chávez, Morales o Correa. Con todas las vacilaciones que se quiera, estos países avanzan hacia su integración y en el plano religioso la catolicidad opera más bien como un vínculo que como un elemento disruptivo. Este papel, en todo caso, cabría a las sectas y las iglesias protestantes que están creciendo en el seno del continente, en especial en Brasil. Es de imaginar que esta competencia inquieta mucho más a Roma que la tendencia integradora del subcontinente, donde el catolicismo opera como un vínculo entre los pueblos y los predispone a compartir una identidad unitaria.
A los argentinos de a pie, al revés de lo que ocurre con la pequeña burguesía intelectual, la llegada de un compatriota al trono papal en general los alegra. Está bien que así sea, pero convendría, sin embargo que, junto a ese válido orgullo, moderasen su entusiasmo. Sin duda el Papa Bergoglio va a tener una mirada hacia nuestro país y hacia América latina más próxima que la de los pontífices anteriores. Entre otras, esa es una de las razones por las cuales se lo ha elegido. Pero la Iglesia es universal y posee una gran capacidad para diluir las personalidades en el sentido de la ecumene, es decir de una dimensión superior que abarca al mundo entero.
Como quiera que sea, parece evidente que la Iglesia se encuentra en el filo de un cambio. Cómo será este, cuáles serán sus alcances y cuánto se prolongará en el tiempo, son preguntas a las que no podemos responder.