Ha muerto el caudillo que signó con su personalidad denodada, pletórica, jocunda -intérprete del espíritu de la tierra-, el viraje de Iberoamérica hacia un nuevo siglo, hacia la mayoría de edad y hacia el reconocimiento de los vínculos que la atan a un destino común.
Chávez llegó en el momento en que la devastación neoliberal patrocinada por el imperialismo y sostenida por las castas locales unidas a él, forzaban su curso con miras a terminar de someter a unos países latinoamericanos castigados por la locura represiva de los ’70 -que había suprimido por vía física o psicológica a sus elementos resistentes-, y por el genocidio social perpetrado por las políticas del consenso de Washington. Era el momento de la “doctrina del shock” y del auge del “capitalismo del desastre”, que venían a remachar la dependencia de nuestros países respecto al centro mundial. En la década de los 90, en efecto, la ofensiva neoliberal pareció barrer con todo lo que quedaba de las infraestructuras estatales penosamente erigidas a lo largo de los años. A su alrededor flotaban los restos de voluntad política de unas masas aturdidas por los golpes recibidos y por la propaganda deletérea del discurso único propalado desde los medios de comunicación. .
Desde el fondo del pueblo, sin embargo, se levantó entonces una ola social que, en Venezuela primero y luego en Argentina, Brasil, Bolivia y Ecuador, proclamó que ya era suficiente, que el engaño no podía sostenerse más y que las nuevas generaciones iban a por la forja de un destino distinto y más justo.
Las olas de fondo, sin embargo, si no encuentran un intérprete que las canalice, pueden perder su fuerza al cabo de cierto tiempo. En Venezuela, el “Caracazo” de febrero de 1989 pudo haberse diluido de no encontrar en su paso a un puñado de jóvenes oficiales en cuyos dichos y actos podía escucharse el eco de las voces de Perón, Velazco Alvarado, Omar Torrijos, Francisco Caamaño Deñó, Gualberto Villarroel y Carlos Ibáñez del Campo. En 1992 esos militares, encabezados por un capitán de paracaidistas, Hugo Chávez, dieron un golpe de estado que fracasó y que sería seguido por otro que tampoco tuvo éxito. Pero el trauma de esos tres impactos seguidos, el caracazo y su feroz represión, y los dos intentos de golpe, promovieron una conmoción que hizo insostenible el mantenimiento de la corrompida ficción democrática encarnada por Carlos Andrés Pérez.
En torno a Chávez se agrupó el Movimiento Quinta República, que luego, con el título de Polo Patriótico, lo proyectaría hacia la candidatura presidencial para las elecciones de noviembre de 1998. Las ganó con el 56 por ciento de los votos y a partir de entonces, modificación de la Constitución mediante, refrendaría sus mandatos obteniendo la victoria en una serie de elecciones generales, regionales y referendarias que lo mantendrían 14 años en el poder, hasta que la muerte lo hizo a un lado.
Esas victorias se dieron en un contexto político convulsionado por las resistencias que levantaban las políticas revolucionarias de Chávez, que hubo de superar un golpe de estado que lo depuso por dos días y que fue de imediato revertido por el pueblo en la calle y el apoyo de la oficialidad joven del ejército; y por conspiraciones para asesinarlo que fracasaron puntualmente. Pese todas estas adversidades Chávez mantuvo el sistema de consultas periódicas al pueblo, en un clima de absoluta e irrestricta libertad de prensa, dato no menor no sólo porque quitó un argumento a la reacción alentada sin tregua desde Estados Unidos, sino porque ha venido a demostrar que el dominio de los medios de comunicación, en el mundo híper informado de hoy y en el contexto de un proceso revolucionario genuino, capaz de proveerse de las políticas de comunicación adecuadas, no ejerce ya el peso absolutamente determinante que tuviera en épocas pasadas.
Y digo proceso revolucionario genuino porque Chávez y la revolución bolivariana supieron instituir medidas de naturaleza radical que, amén de aleccionar y redimensionar la historia de su país, fueron decisivas para combinar el progresismo ideológico con las fuerzas motrices reales del crecimiento. Sin esta combinación el discurso soberanista arriesga sonar a hueco y terminar pisado como una cáscara vacía.
Chávez fue incansable en su lucha por dotarse de los instrumentos para promover la reforma y llevar adelante esta. La reforma agraria, la difusión del empleo, la alfabetización, la recuperación del petróleo y su uso como arma para dirimir la soberanía; la asistencia de la pobreza allí donde era imposible eliminarla del todo; una política exterior independiente que señaló tanto a amigos como a enemigos de manera explícita, y una concepción geoestratégica suramericana y caribeña que no se quedaba en la coyuntura sino que apuntaba al futuro, fueron datos que lo asemejan al más importante de sus predecesores, Perón, militar como él y como él consciente del valor de la construcción de una potencia iberoamericana en condiciones de lidiar con las emboscadas del mundo globalizado. Chávez era, sin embargo, menos personalista, más fresco y menos complicado psicológicamente que aquél, lo que lo dotaba de una ventaja nada desdeñable para capear temporales.
Sus grandes proyectos –el oleoducto y gasoducto del sur, la fundación de la UNASUR, el banco suramericano- son fundamentales para que cuaje la Patria Grande soñada por Bolívar, San Martín, Manuel Ugarte y Fidel Castro. Esta es una tarea que por supuesto excede los límites de Venezuela y requiere del compromiso de los principales países de la América latina. Pero Chávez fue su adalid más explícito e hizo todo lo que estaba en sus manos para impulsarla. Y a pesar de que la Iglesia venezolana no le fue afín, su catolicidad esencial estableció otro nexo importante con las masas profundas. Había en Chávez una percepción estratégica del cuadro suramericano, moderada por su inteligencia táctica y aunada a algo más que la razón política; algo que estaba informado por la pasión poética y por los jugos de la cultura. Su antiformalismo, sus menciones a Cristo, su gusto por la música popular, cuyas canciones no se privaba de entonar en los discursos públicos, hablaban de una persona vital, que se bañaba en el alma de los pueblos iberoamericanos, cuya alegría es síntoma de una reserva de energías que mucho y muy bueno puede brindar al espíritu del mundo.
Hugo Chávez ha partido. Soldado, caudillo popular y visionario, su ejemplo no va a ser olvidado y seguirá indicándonos el camino que hemos de recorrer hasta arribar al cumplimiento del sueño unitario que, de forma consciente o semiconsciente, fue y sigue siendo el sueño de casi todos nosotros.