Más allá de sus méritos artísticos y de sus grandes realizadores, que el cine de Hollywood siempre ha estado íntimamente vinculado a las orientaciones propagandísticas del gobierno norteamericano no es un secreto para nadie. En forma más o menos espontánea a veces, en la medida en que sus productores han estado siempre deseosos de transmitir la imagen del “sueño americano” -del cual algunos de los “moguls” de la industria del cine fueron logrados prototipos-; y luego de manera más oficial y sistematizada, a medida que el “establishment” fue cobrando noción del impacto que la narración cinematográfica tenía sobre el gran público. Ejemplo de esto fueron el código Hays y la ya directa integración de Hollywood con los servicios armados en la época de la segunda guerra mundial y más tarde en la guerra fría. Pero ahora esta imbricación ha llegado al nivel de la perfección. La orientación del grueso de la producción de acción y aventuras está informada por escenas que banalizan la violencia y someten al espectador a un bombardeo de imágenes que apuntan a suspenderle el razonamiento, entregándolo al disfrute de la sensación pura. Es una introducción al lavado de cerebro y a la normalización de la brutalidad, para hacer esta admisible al intelecto. Pero la cuestión está lejos de detenerse allí: el cine de Hollywood se ha convertido, en buena medida, en un programa de la CIA. Empezando por la glorificación, adobada a veces con toques de realismo autocrítico para hacerla más potable, de los procedimientos de la agencia, y terminando con la premiación de las películas que mejor se ajustan a los parámetros más desvergonzados de la propaganda. Tal como hubo ocasión de comprobar en la última ceremonia de los Oscar y, antes, en la concesión de los Premios Globo de Oro por parte de la prensa extranjera en la Meca del cine.
Entre las películas que comulgan con las características que señalamos una recibió el premio máximo, Argo, y otra había ganado poco antes el Golden Globe a la mejor actriz dramática: Jessica Chastain, por su prestación en La noche más oscura. Ambas fueron comentadas en esta columna, el 20.10.2012 y el 09.02.2013. Las dos películas están contadas con gran oficio (en especial la de Kathryn Bigelow, dedicada a la descripción de la persecución y caza de Osama bin Laden), pero ambas se ajustan a un modelo de argumento y de relato que exalta de forma acrítica “la excepcionalidad americana”, que difunde el discurso oficial y que hace hincapié en el carácter único de la civilización de ese país. La autoindulgencia y la carencia de autocrítica son los elementos básicos sobre los que se apoya una visión del mundo según la cual el estadounidense es una especie de pueblo elegido, destinado a una misión muy alta y cuya limpieza de miras está sustentada por un denuedo a toda prueba, capaz de hacerle superar los desafíos que le plantean la maldad o el error de los otros. En la tarea de cumplir este empeño puede desplegar una inocencia burlada por espíritu maligno de otros pueblos. Los bárbaros están siempre al acecho, o se aplican a destrozar a pobres diablos provistos tan solo de una inocencia primitiva que requiere ser “protegida”. La angélica bondad de los “nuestros” (sean marines, organizaciones filantrópicas o cooperantes) es, empero, siempre una bondad armada, como la de un arcángel vengador listo a cobrarse las ofensas recibidas y amparar a los más débiles blandiendo una flamígera espada.
Los otros, los “malos” de la película, siempre se distinguen por rasgos característicos, que varían con el tiempo y las circunstancias: son mecánicos autómatas hitlerianos o comunistas; amarillos propensos a la traición, guerrilleros barbudos o musulmanes atravesados por una locura destructora. Las similitudes entre estos últimos y los judíos de nariz ganchuda y expresión lasciva que llenaban los carteles de propaganda antisemita de los nazis no son casualidad; aunque estén atenuadas en apariencia por la presencia de “musulmanes buenos”. Gracias al machaconeo de estas figuras y su siembra a diestra y siniestra, un sedimento tóxico se deposita en la psiquis colectiva, que la inmuniza tanto contra la razón como contra la compasión, a menos que esta última se ejerza hacia seres dispuestos a besar la mano de quien se presume que los salva y a brincar como perritos falderos a su alrededor.
Miradas
Las dos películas premiadas con el Oscar enlazan con otras relativamente recientes jugadas sobre la misma impronta: Black Hawk Down y Charlie Wilson’s War, En la primera se describía como un escuadrón de helicópteros fracasaba en una tentativa para capturar (más bien liquidar) a un “señor de la guerra” somalí, y en la segunda se nos enseñaba cómo, gracias al denodado esfuerzo de un senador republicano mujeriego, ocasionalmente drogadicto y hedonista confeso –todo lo contrario de la imagen de un político de alto vuelo-, la guerrilla de los mujaidines afganos contra el ocupante soviético en los años ’80 se convertía en una guerra que sonaría el toque de difuntos para el régimen soviético.
En esas dos películas los directores Ridley Scott y Mike Nichols hicieron gala de su veterana y perfecta habilidad para pilotear temas que no habían estado presentes en su producción anterior. La ductilidad es un instrumento de supervivencia en Hollywood, y el exquisito realizador de Los duelistas con el tiempo se ha convertido en el artesano complaciente de películas como Gladiador, y en un aplicado transmisor de las consignas del aparato mediático en Black Hawk Down. Mientras tanto el director de esa ácida mirada a la clase media que fue El graduado terminó elogiando las trapisondas de un político “trasgresor” y convirtiéndolo, según la convención hollywoodense que halaga al presunto individualismo americano, en el factótum, en el “deus ex machina”, de una peripecia histórica que, por supuesto, escapó a la sola iniciativa de un individuo decidido a socorrer a los buenos contra los malos en un remoto país asiático.
La instalación de la mirada convencional hacia los otros, cargada de desdén por su inoperancia y de autocompasión por el rol esforzado que esa dejadez obliga a “los nuestros”, se ilustra al final de la película de Scottcon la actitud del oficial indio perteneciente al contingente de las Naciones Unidas en Mogadiscio: desganada, indiferente, rutinaria, frente al pedido de ayuda que los marines le formulaban para sacar del brete a su unidad en problemas.
En Charlie Wilson’s war (que aquí conocimos como Juegos de Poder, si mal no recuerdo) contemplamos en cambio como los primitivos y casi inermes “combatientes por la libertad” brincaban con entusiasmo infantil cuando los misiles Stinger con los que los norteamericanos los habían surtido, empezaban a voltear a helicópteros y aviones soviéticos. Esos mismos personajes, sin embargo, se revestirían luego de actitudes malévolas en películas como las premiadas en la última sesión de los Oscar.
Todo esto no tendría excesiva importancia si no fuera porque forma parte de un esfuerzo por remodelar la historia contemporánea del cual Hollywood es el vector más poderoso. El simplismo y el maniqueísmo en dosis masivas pueden ser letales para la autoconciencia del pueblo. En Estados Unidos en primer término, pero también en otras partes, entre los sectores sociales menos informados. Cientos de millones de dólares son vertidos año a año para tallar una interpretación de la historia a la medida del interés de la casta dirigente del sistema estadounidense.
Cuando el domingo 24 de febrero Michelle Obama irrumpió en la fiesta de los Oscar, a través de teleconferencia, para conferir personalmente el premio a Argo, algo estaba significando.