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01
MAR
2013
Barack Obama.
Barack Obama.
Quizá debamos desdecirnos de nuestro pronóstico negativo respecto del segundo gobierno Obama. Algo se mueve en su política exterior, que podría estar anticipando cambios importantes.

Al enfrentarse a la realidad global muchos observadores tienden a fijarse en posiciones rígidas. Si son de derecha, entienden que la mundialización piloteada por Estados Unidos impondrá el diktat neoliberal –con algunos matices, según las zonas del mundo- y que ostenta un poderío irrebatible. Otros, en especial si son de izquierda, viven proclamando la inexorabilidad e inminencia del fin del capitalismo y el hundimiento de Estados Unidos y su sistema en una implosión determinada por propia crisis. Creo que ninguna de estas tesis se adecua a la verdad, aunque haya elementos veraces en ambas. No me parece que el Apocalipsis social sea para mañana ni que el poderío del bloque occidental vaya a extenderse de forma inexorable sobre todo el planeta.

Es de presumir, más bien, que se contemplará un tira y afloja, con variaciones más o menos sorprendentes respecto de las convenciones establecidas por la propaganda y tragadas por el público masivo, que quizá conduzca al diseño de nuevos escenarios; no necesariamente menos complicados que los actuales, pero quizá más atenidos a la realidad de los balances geopolíticos. Los peligros, por supuesto, seguirán siendo muy altos, incluso en una evolución que se pretenda controlada, pues la irracionalidad del sistema capitalista da para todo y las complejas articulaciones de las políticas de poder en todos los sistemas de gobierno conocen un sinfín de vericuetos, con grupos de influencia y conglomerados de intereses muy enquistados en el mundo financiero, las empresas, el complejo industrial-militar y los servicios de inteligencia, que pueden dar golpes de timón o introducir obstáculos o factores de ruptura política imposibles de pronosticar. Pero, en fin, esa es la fatalidad de la historia. Al contrario de lo que piensa el determinismo, no hay un demiurgo con un plan colectivo que nos conduzca al progreso de forma inevitable, sino una evolución –a veces gradual, a veces dramática- en el sentido del crecimiento de las fuerzas productivas. Ese crecimiento no siempre se condice con un ascenso en la responsabilidad moral de sus protagonistas y esto, hoy, da a los hombres incluso la posibilidad de autodestruirse.

La segunda opción de Obama

El segundo período presidencial del presidente Barack Obama se ha abierto con algunas expectativas de cambio, en especial en el campo de la política exterior. El hecho de no tener que defender su candidatura para un siguiente término lo dota de una libertad de acción que podría estar en condiciones de aprovechar. Sin abdicar por supuesto ni un ápice de la voluntad imperial que imbuye a la política norteamericana, pero adecuándola esta vez a un realismo que no ha sido corriente en las decisiones de los gobiernos de Estados Unidos desde el hundimiento del bloque socialista, Obama podría intentar un viraje dirigido a restablecer algo del equilibrio y la previsibilidad que distinguió al período de la guerra fría, más allá de los combates librados entre la URSS y occidente por interpósitos estados. En esos cuarenta años hubo una sola crisis paroxística, la de los misiles cubanos. Y se resolvió felizmente, de acuerdo al parámetro de las concesiones mutuas.

El triunfo estadounidense en la guerra fría fue fatal para esa relativa sensatez. Impregnó a la política exterior norteamericana de una arrogancia que no se paró ante nada. El intervencionismo, político o incluso militar en los Balcanes, en la ex Unión Soviética, el Medio Oriente y el Asia central tocó un ápice que se ilustra con las alrededor de 700 u 800 bases militares estadounidenses implantadas alrededor del mundo.

Este esfuerzo se ha cobrado su precio. El complejo militar-industrial-militar sigue floreciente, pero la economía, duramente probada ya por el neoliberalismo, la migración de las industrias y su transformación gradual en una economía de servicios y en un gigantesco pulpo especulativo, está trastornada en sus bases. Los emprendimientos externos -esto es, las intervenciones y guerras en la periferia-, no terminan de dar los frutos apetecidos. La guerra de Irak consiguió a medias su objetivo pues, aunque desarticuló a ese país y lo eliminó como factor de riesgo para la preponderancia occidental en la zona, significó también que en la captura del petróleo –objetivo primordial de la empresa-, ingresasen los competidores chinos, mientras que el grupo confesional más importante del país, los shiítas, basculaba hacia Irán, otra de las bestias negras de Washington.

Más allá del medio oriente, en Afganistán la situación sigue empantanada y el anunciado retiro de las tropas de la OTAN para el año que viene no va a dejar un país pacificado a sus espaldas. Más atractiva para los intereses norteamericanos parece haber sido la explotación de la “primavera árabe” para desarticular a otro de los “rogue states”(1) , Libia, paso que fue seguido de una ofensiva directa contra Siria, mientras el complicado juego de la CIA con los fundamentalistas musulmanes parece estar destinado a favorecer a una forma más moderada de estos en su acceso al poder en los países del norte de África y el Levante, en una ecuación destinada a cerrar el camino al proceso de democratización genuina que estaba en la base de las insurrecciones contra Hosni Mubarak en Egipto y Ben Alí en Túnez.
En el juego de Washington y los países de la OTAN desplegado contra Libia hay que tomar en cuenta también otro elemento, el africano. USA y sus aliados desean consolidar una cabeza de puente en ese continente a fin no sólo de explotar de manera inclemente sus recursos, tal como lo vienen haciendo hasta hoy, sino para contrarrestar la influencia china, que cada vez se pronuncia más. La contigüidad de Libia al corazón del África negra y a las enormes riquezas minerales que allí existen y que son codiciadas tanto por occidente como por China, dota a la liquidación del estado libio de una lógica perversa.

Todos estos factores se expresan la política exterior norteamericana. En consonancia con ellos están aflorando indicaciones en el sentido de que podría estar operándose una modificación sutil en sus términos, quizá en correspondencia a una decisión de Obama en el sentido de profundizar un cambio en la proyección geopolítica de la Unión; cambio esbozado ya en los últimos meses de su período anterior. Por entonces se asistió a una gira de Obama por Oceanía y el Extremo Oriente durante la cual el presidente proclamó que Estados Unidos daría la máxima prioridad a ese escenario. El “eje del Pacífico” ha constituido siempre un punto de vital interés para Estados Unidos, pero hoy, con el auge chino, ese interés pasa tanto por la relación con la superpotencia en ciernes que es China como por la necesidad de crearle barreras para que no siga expandiéndose.

El dato que inquieta al gobierno de Washington en materia global es el reforzamiento de la colaboración ruso-china, que podría convertirse en una verdadera alianza a todos los efectos, tanto económicos como políticos y militares. Los países del BRICS no son un núcleo homogéneo, pero representan un hecho nuevo en el panorama internacional. Y de ellos, Rusia y China implican el carozo duro, cuya coincidencia en una asociación total Washington necesita impedir para que no conviertan en realidad el imperio del “Heartland”, o región cardial, que obsesiona a los geopolíticos.

Un plan probable 

A estar por las informaciones suministradas por Thierry Meissan en la Red Voltaire, nutridas a su vez por un informe publicado por la revista rusa Odnako, próxima a Vladimir Putin, podría estar tejiéndose entre Rusia y Estados Unidos un acuerdo respecto al rediseño del medio oriente, que eliminaría muchos de los factores de disputa entre ambos países y que a su vez permitiría a USA reordenar sus prioridades estratégicas. En el fondo de esta posible adecuación mutua de intereses, que podría soslayar a China, está la certeza de un avance técnico: la viabilidad que ha cobrado la explotación del gas de esquisto y de las arenas bituminosas o arenas petrolíferas, que suministran un crudo extrapesado. Por este medio Estados Unidos podría alcanzar la independencia energética. En consecuencia, la doctrina Carter, según la cual la necesidad de garantizar el acceso al petróleo del Golfo Pérsico era una cuestión de seguridad nacional, puede caer en desuso. La doctrina Carter plantea un desafío engorroso y peligroso, del cual se podría prescindir si –como asegura la fuente citada por Meyssan- se procede a un arreglo general para la zona, arreglo que dejaría un tendal de heridos y provocaría fuertes resentimientos, pero que supondría un viraje de 90 grados en el curso de las actuales relaciones internacionales.

Según esta hipótesis Estados Unidos habría propuesto un pacto a Vladimir Putin: Washington reconocería implícitamente su derrota en Siria y admitiría que Rusia se instale en el Medio Oriente, dividiéndose ambos países sus respectivas esferas de influencia. Esto permitiría desplazar las tropas estadounidenses hacia el Extremo Oriente, para contrarrestar allí la creciente influencia china. Pero, para que este arreglo (si es que existe) tenga viabilidad sería preciso que Washington moviese varias piezas en la región y forzara un par de variantes que sin duda no van a ser fáciles de imponer. Una de ellas es modificar o liquidar el régimen de los Saud, verdadero motor del extremismo y terrorismo salafista. Esto inhabilitaría al bando rebelde en Siria y, sobre todo, aliviaría la presión que Rusia tiene en las repúblicas ex soviéticas del Cáucaso.

El otro factor sería sacarse de espalda la pesada mochila israelí, que ahoga las posibles iniciativas norteamericanas en la región y plantea, a través del accionar del lobby pro-israelí en el Congreso y del peso electoral de la comunidad judía en estados como Nueva York y Florida, una especie de extorsión contra los candidatos que pretendan esbozar un arreglo para el problema palestino. Este debería pasar –según siempre la revista rusa de referencia- por la retirada de Israel a sus fronteras de 1967 y por la formación de un estado palestino que abarcase tanto a Cisjordania como a Transjordania, lo que implicaría la desaparición de la monarquía hashemita en Amman. Para que esto fuera posible, por supuesto habría que contar con la colaboración de Siria, que se encargaría de poner orden entre las facciones palestinas, y con un arreglo entre ese país e Israel en torno al tema de las alturas del Golán. Dentro de estas directrices generales deberían existir también otros cambios, como el reconocimiento de un estado kurdo que requeriría de la anuencia de Irak, Irán, Siria y, sobre todo, Turquía. Todos estos países deberían ceder una franja de su territorio para albergar a ese nuevo estado, étnicamente homogéneo. Por supuesto, dentro de este reordenamiento el contencioso con Irán debería entrar en una fase nueva y más razonable.

Si este plan es cierto –y es probable que lo sea- deberíamos aprestarnos a asistir a una serie de conmociones importantes. Es posible que Francia e Inglaterra acepten el programa, pues tienen intereses comunes a escala global con Estados Unidos; pero las reacciones en Turquía, Arabia Saudita e Israel son imposibles de pronosticar. En el caso de este último país los sectores ultraconservadores que sostienen el timón del gobierno entrarían en ebullición. No deberían asombrarse de la evolución que tomarían las cosas, sin embargo: la injerencia que practicó el gobierno Netayanhu en las últimas elecciones norteamericanas, en las cuales sectores muy influyentes de la comunidad judía aconsejaron no votar a Obama, tiene que haber escamado a los demócratas y bien pudo llevarlos a liberar las manos de quienes están hartos de sujetar la política norteamericana en el medio oriente a las pautas poco imaginativas del apoyo irrestricto a Israel en todas las circunstancias. Esta conducta tiene mucho de suicida, pues sacrifica las opciones de una política más elástica para con el mundo árabe, de un peso demográfico y cultural indescriptiblemente más grande que el de Israel. Esto no significaría desamparar al estado judío, que será siempre una baza importante para Estados Unidos en el Medio Oriente, pero sí reducir su influencia a las dimensiones que su propia entidad comporta.

El rebote que provocaría la puesta en marcha de un plan semejante, sin embargo, sería muy serio. Aunque difícilmente los integrantes de la dinastía Saud estén dispuestos a morir con las botas puestas, como sí lo estuvo Gaddafi, un proyecto que, según se dice, contempla la partición de ese país desértico en tres porciones –una se integraría con el Irak shiíta, otro a la federación jordano-palestina y otro continuaría como está, asegurando el flujo del petróleo por el Golfo-, podría movilizarlos a intrigar con todos quienes se opondrían al nuevo curso de la política de Washington. Estos enemigos de un cambio son legión, y los más poderosos están en los mismos Estados Unidos. 

El peso inercial de una política seguida durante tantos años es, en efecto, muy grande. El bloque industrial militar está muy interesado en mantener las cosas tal como están y en seguir lucrando con la “guerra infinita” y la inacabable lluvia de negocios que esta supone. Muchas secciones de la CIA y los sectores del Pentágono asociados al curso de las operaciones de guerra de los últimos 20 años, pueden reaccionar de manera inopinada. La lista de presidentes hechos a un lado –por asesinato o por “impeachment”- es larga, y existen también otros expedientes menos dramáticos o más indirectos para bloquear o sabotear las iniciativas reformadoras en el Congreso, en los medios y en la opinión pública.

Con todo, las designaciones que ha realizado Obama al alborear su mandato, parecerían indicar que el presidente piensa ensayar algún tipo de salida al impasse de la política exterior. Hasta hace un tiempo no parecía que Obama tuviera agallas para esto, pero designaciones como las de John Kerry en el Departamento de Estado, la de Chuck Hagel en el Departamento de Defensa, y el nombramiento de John Brennan a la cabeza de la CIA dan para pensar. El ex candidato presidencial demócrata tiene un currículum interesante. Kerry es un partidario de las conversaciones con Moscú en torno a los temas de interés común. Sirvió en Vietnam, fue herido y condecorado en esa guerra y se convirtió luego en uno de los líderes del movimiento de rechazo al conflicto. Y es amigo personal de Bashar al Assad, el presidente sirio hasta hace poco en la picota. Hagel es un duro, pero ha denunciado la megalomanía del proyecto neoconservador que pretende la hegemonía global. Y John Brennan es un antiguo defensor de la tortura para extraer informaciones a los sospechosos de terrorismo, pero al mismo tiempo condena la política de la Agencia Central de Inteligencia de apoyo al fundamentalismo terrorista para usarlo como arma de doble filo dentro del mundo árabe.

El escándalo sexual que involucró al general David Petraeus, quien motorizó la guerra contra Siria, cobra así su verdadera dimensión. Esa no fue una de esas transgresiones que los partidos usan para vulnerar la imagen de un adversario político ante el puritanismo hipócrita de la opinión -a la que le importa un bledo que las bombas de su país exterminen a los morochos de otros países, pero que arruga la nariz si un funcionario tiene un desliz matrimonial-, sino una maniobra en frío para abrir el paso a una reforma en los servicios inteligencia. Después de la caída de Petraeus al frente de la CIA la purga se profundizó en el Pentágono y también en el gabinete de Obama, donde Hillary Clinton empezó a recibir ataques por haber, se dice, ocultado información sensible en torno del asesinato del cónsul norteamericano en Bengasi. Tras lo cual, Hillary enfermó oportunamente y su nombre no figuró ni por las tapas en el nuevo gobierno de Obama.

Algo se mueve en la cúspide del sistema global, por lo tanto. No se puede aventurar ningún pronóstico, pero es evidente que, al menos dentro de este cuadro, nuestro intento de pacto con Irán para aclarar el tema del atentado a la Amia se redimensionaría por completo. A nuestros legisladores de la oposición, ¿no se les ocurre que el arreglo con Irán para investigar el caso puede tener algo que ver con este nuevo esquema global?

No, no se les ocurre. Están demasiado ocupados en abolirse como seres pensantes en su obsesión por abolir al gobierno.

Nota

1) “Estados delincuentes”. Libia sin embargo había salido de esa categoría hacía unos años, lo cual no le valió de nada, pues cuando la OTAN redefinió sus objetivos para el África, la presencia de un líder independiente como Muammar Gaddafi se convirtió en un obstáculo digno de ser removido.

 

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