El pasado domingo hubo dos episodios que dieron ocasión de contemplar un nuevo despliegue de mezquindad y cobardía de parte de los exponentes de esa burguesía “pequeña, pequeña” que conforma buena parte de las clases medias de nuestro país y que se especializa en cultivar la ignorancia y el simplismo. Estos sectores, afligidos por su falta de identidad nacional e incluso social, están siempre disconformes, añoran Miami y se mueven al viento que les soplan desde arriba las corporaciones económicas y mediáticas que conforman el sistema de poder que ha dominado a la Argentina durante la mayor parte de su historia.
El ataque al vicepresidente de la República en ocasión de la conmemoración del combate de San Lorenzo puede ser asumido como un gaje del oficio del político. La concurrencia a un acto presidido por un intendente radical en una provincia gobernada por un mandatario opositor, autorizaba a pensar que era posible encontrar piedras en el camino, en especial habida cuenta de los antecedentes de las agresiones que había sufrido en ese mismo estado el legislador Agustín Rossi, ex jefe de la bancada justicialista en la cámara de Diputados en ocasión del debate por la 125. Esto no excusa lo incivil del ataque a Amado Boudou ni lo lamentable del episodio, pero permite situarlo como parte de los sapos que debe tragar quien se brinda a la exposición pública.
El hecho que tuvo como centro al viceministro de Economía, Axel Kicilloff, a bordo del Buquebús mientras regresaba de sus vacaciones en Uruguay, revistió en cambio características francamente repugnantes y que exceden a la malevolencia política. En los insultos y agresiones voceados contra el funcionario (que el video publicado por La Nación reproduce en detalle) iba contenida una intención de humillarlo frente a su familia; de abrumarlo con el denominado “escrache”; desagradable término que puede ser entendido como una especie de vindicta pública calificada por la cobardía, pues se apoya en el carácter de jauría anónima que asumen los agresores, y en el aislamiento y la indefensión en que se encuentra la víctima.
¿Qué pasa en este país para que el odio campe por sus fueros de tan detestable manera? Se trata de un odio estúpido, por otra parte, porque se funda en la ignorancia y en la voluntad de persistir en ella, en una especie de efusión idiota que se complace en el agravio tajante en torno de hechos que el individuo que profiere el improperio no puede demostrar y respecto a los cuales no tiene elementos ni siquiera para sospechar. En efecto, ¿qué autoriza a los tipos que le gritan “ladrón” al viceministro de Economía para esgrimir tamaño insulto? ¿El que haya recuperado para el país a la enajenada YPF? Y si este tipo de situaciones no llega a la agresión física es por el miedo que los atacantes tienen a las consecuencias que podrían acarrear para ellos el incurrir en tales actos. Pero el espíritu de la ley de Lynch sobrevuela sus cabezas.
La degradación de la cultura colectiva que resulta del bombardeo mediático o farandulero se resuelve en el odio a la política o más bien a quienes la asumen. No se puede negar que el estamento político hizo mucho para merecer ese desdén, en especial a lo largo de las últimas décadas del siglo XX, pero el ataque a la política en sí misma es reveladora de un descompromiso y una decadencia que se conectan con el propósito desmovilizador y reaccionario que impulsan los sectores del privilegio económico en nuestro país, erizados ante cualquier medida que roce sus intereses. Aunque esas medidas estén lejos, como aquí ocurre, de promover una reversión drástica de las coordenadas sobre las que se ha movido la nación en las últimas décadas. Y en este sentido conviene recordar los consejos prodigados por Nicolás Maquiavelo y por don Francisco de Quevedo acerca de que es mucho más peligroso ofender al enemigo con medias medidas, que ponerlo fuera de combate, pues en el primer caso se lo volverá siempre a encontrar en el camino, armado de un odio acrecentado por una seguridad que reflejará la inseguridad que ha tenido su adversario para acabar con él.
En fin, pasemos la página. Pero no olvidemos.