Sería conveniente que, antes de ver Lincoln, el espectador actualizara algunas nociones de la historia norteamericana. La principal es que los republicanos y los demócratas, en la época de la guerra de Secesión, jugaban roles más bien antitéticos a los que desempeñan actualmente. Los demócratas estaban por el apaciguamiento del Sur y la negociación con los propietarios de esclavos para impedir que rompieran la Unión. Esta tesitura la mantuvieron también durante la guerra, a la que aceptaban como un mal inevitable tras la ruptura sureña, materializada con el ataque al Fuerte Sumter y con la formación de la Confederación, pero a la que pretendían paliar con parches y remiendos, devolviendo al Sur al seno de Estados Unidos a través de una política de concesiones. Los republicanos, por el contrario, acababan de forjarse como un ariete político dirigido a consolidar la estructura interna de Estados Unidos potenciando al norte industrial y acabando con la economía agraria, servil y librecambista del sur del país, que constituía una rémora para el pleno desarrollo capitalista de la nación. Para ello había que terminar con la herramienta que sostenía economía sureña: la esclavitud y, si era necesario, afrontar una guerra civil a todo o nada. Este empeño se revistió del prestigio humanitario que suponía la voluntad de acabar con la explotación y el tráfico de seres humanos, y convocó por lo tanto a los mejores y más generosos personeros de la causa liberal, pero el núcleo determinante del conflicto residió en la necesidad de franquear el espacio para la liberación de las inmensas posibilidades productivas de la nación. En estos tiempos, entenebrecidos por los estragos que provoca el capitalismo en su etapa senil, es fácil olvidar que fue también,a pesar suyo, si se quiere, para las naciones que lo gestaron, un decisivo y arrollador instrumento de progreso, destructor de rémoras feudales..
Ahora bien, ni siquiera entre los republicanos había unanimidad respecto de la cuestión de la esclavitud. El prejuicio racial era muy fuerte y la posibilidad de liberar a los negros de sus cadenas se complicaba con el temor a la cantidad de desorden que la irrupción de esa masa iletrada podía acarrear al sistema de patronazgo burgués que regía la sociedad.
Abraham Lincoln tuvo que dirigir la nave del Estado en esas difíciles condiciones. Nadie se sintió satisfecho con sus procedimientos. En el tema de la abolición de la esclavitud procedió paso a paso y con, para muchos, excesiva prudencia. Primero se limitó a emancipar a los esclavos que se encontraban sometidos a amos que se hubieran plegado a la causa secesionista en el sur, dejando como estaban a los que pertenecían a plantadores de estados fronterizos –como Kentucky, donde había nacido- que habían optado por ser fieles a la Unión. Recién al final del conflicto se decidió a respaldar la décimo tercera enmienda a la constitución, que sentaba el principio de la abolición de la esclavitud en todo el territorio de Estados Unidos. Sin inferir por ello, sin embargo, que los hombres habían sido creados iguales ni otorgar el derecho del voto a los negros. Esta última facultad recién se alcanzó con las Enmiendas de la Reconstrucción, realizadas después de la guerra, y de cualquier modo en buena medida quedó en letra muerta durante casi un siglo.
La tesitura de Lincoln –prudente hasta el exceso, pero firme en el fondo- le suscitó antagonismos por todos lados. De los abolicionistas radicales porque entendían que contemporizaba demasiado; de los demócratas y los republicanos moderados porque entendían que con su actitud tensaba el conflicto cerrando la posibilidad de una solución negociada de este. Lincoln consiguió sin embargo llenar su objetivo respetando (al menos en apariencia) las formas del gobierno representativo, lo que trabó e hizo lento el proceso dirigido a terminar con la rebelión del Sur, pero concilió o mantuvo en equilibrio a los intereses contrapuestos que figuraban en su propio bando. El “viejo Abe” supo imprimir a sus procedimientos de político práctico una consecuencia y una persistencia que al cabo tuvieron éxito. La moral de la cuestión fue, en definitiva, como lo expresaron Marx y Engels, “que una guerra de ese tipo, que debía ser combatida en forma revolucionaria, de hecho fue librada por los yanquis dentro de los marcos constitucionales”. Si esto fue un bien o un mal, es un asunto que nunca se ha dilucidado. En cualquier caso, habría que concluir que Lincoln fue un líder que comprendía a la perfección aquello de que “la política es el arte de lo posible”. Cosa muy diferente, por cierto, a la opinión de los que creen que la política es el arte de hacer lo menos posible, estupendo pretexto para no hacer nada.
La película
Steven Spielberg es un director multifacético. Y también irregular: no toda su producción tiene el mismo nivel de excelencia. Sus pergaminos sin embargo justificaban el abordaje de Lincoln. Lo que consiguió satisface a medias, pero de cualquier manera es un producto digno de ser tomado en cuenta.
Spielberg elige un tono narrativo en cierto modo afín al film de cámara, sustrayéndose a la tormenta épica a que podría haber dado lugar la naturaleza del período que trata. Hay apenas un choque bélico, bastante estilizado dentro de su concepción sangrienta, al comienzo de la película, y el resto se juega en espacios cerrados y más bien sofocantes.
La apelación a un estilo intimista, no deja sin embargo afuera a naturaleza de los problemas que acosan al presidente. Lincoln es una película política sobre un personaje que era, de hecho, un animal político con todas las letras. El film versa precisamente sobre la lucha llevada a cabo por Lincoln, en los últimos meses de la guerra civil, para imponer la decimotercera enmienda a la constitución de Estados Unidos. Ella había de decretar la abolición definitiva de la esclavitud a través del gambito de declarar a todos los hombres iguales ante la ley. Se trató, como decimos arriba, de una fórmula incompleta y poco generosa, pues el argumento sostenido por los abolicionistas pretendía sustentar la enmienda con la afirmación de que todos los hombres han sido creados iguales, era rebatido por los demócratas y los republicanos moderados,poco dispuestos a ir más allá de la lucha por preservar la Unión, de preferencia a través de una negociación con los confederados. Esos elementos no iban a aceptar ningún documento que implicase, amén de la abolición de la esclavitud, la admisión implícita de posibilidades tales como la integración, el derecho al sufragio y el matrimonio interracial. De modo que fue solo a través del soborno y la compra de votos, de la persuasión y la presión, que el proyecto de ley salió aprobado. Ese fue un texto insuficiente para poner de relieve la moralidad de lo que estaba en juego, pero que resultó lo bastante amplio como para zanjar la cuestión de la esclavitud de una vez por todas. La película relata las idas y venidas en torno de esta disputa
Lincoln es una película sobre las mezquindades, bajezas y grandezas de la política. La declaración más trascendente de la historia norteamericana hasta ese momento, se logró en efecto, como dice el mismo filme, a través de las trapisondas, el mangoneo, el soborno y la corrupción de los representantes cuyos votos eran necesarios para conseguir la aprobación de la ley en el Congreso. Todo esto no deja mucho espacio para la vibración épica o para el trémolo afectivo, pero sí para una reflexión seria sobre las formas en que proceden los asuntos humanos.
El rol de Lincoln durante el conflicto está bien expresado en el relato de Spielberg. Lincoln fue un hombre compasivo, sin duda, pero resuelto a sostener e imponer lo que era su objetivo de máxima: salvar y preservar la Unión y echar las bases para un desarrollo capitalista libre de rémoras serviles. Para eso era preciso acabar con la oligarquía sureña y con el resorte de su riqueza, el trabajo esclavo. Cuando esa casta aristocrática de plantadores pretendió fracturar la Unión por medios que contaban con la adhesión de la mayoría de los pobladores blancos y libres del Sur, el presidente no vaciló en desentenderse de la democracia federativa y decidió el sacrificio de cientos de miles de vidas de sus connacionales más jóvenes para conservar a los estados subversivos dentro de las fronteras. Los sureños quisieron irse, pero el gobierno central se lo impidió con las armas, de una manera implacable e impiadosa. Dentro de su naturaleza flexible, amable, amena y de veras humana, había en Lincoln un núcleo voluntarioso, forjado en puro acero. Y eso lo hizo el hombre de la hora.
Spielberg nos muestra a un individuo cansado por cuatro años de gobierno y de guerra, transido por la conciencia del el sufrimiento que ha debido inferir al cuerpo de su nación y agitado por problemas familiares que pretenden apartarlo de la misión mayor que tiene entre manos. A veces reacciona con rabia al acoso histérico a que lo somete su esposa, medio loca de miedo; pero mal que bien consigue conservar un sentido del humor que el espectador adivina que es tanto un expediente para compensar el desequilibrio a que lo empuja su situación pública y privada, como una forma de docencia y al mismo tiempo de instrumento para eludir el acoso a que lo someten sus enemigos y sus propios amigos. El estilo elusivo del presidente no lo distrae en lo más mínimo de la persecución de su meta: el restablecimiento de la Unión. Lo logra con un final abierto a todas las conjeturas, y que deberá ser trabajado por las futuras generaciones. Él había ido hasta dondele daban sus posibilidades en un determinado período. El perfeccionamiento de su tarea no iba a quedar en sus manos: John Wilkes Booth se encargaría de inaugurar con el presidente emancipador la larga lista de mandatarios norteamericanos asesinados a tiros. A dos meses de asumir su segundo mandato y un día después de la capitulación de Lee en Appomatox, una bala en el cráneo acababa con su vida. Al mismo tiempo, la conspiración de la que Booth formaba parte intentaba asesinar a otra figura prominente del gabinete de Lincoln, el secretario de estado William Seward, que salvó su vida de milagro.
Spielberg prescinde de la representación directa de estos tramos de la historia. Refleja el final del presidente en forma alusiva, un poco como la peripecia de Waterloo es escamoteada por Thackeray en la novela Feria de Vanidades donde, cuando esperamos asistir al espectáculo del choque entre Napoleón y Wellington, sólo escuchamos el lejano retumbar del cañoneo. Esta mesura y esta toma de distancia concuerda con el registro escogido por el director para narrar su historia y evoca también, de alguna manera, el anticlímax cargado de presagios que encerraba el final de Munich.(1)
El director maneja la compleja trama política que se desarrolla a lo largo del relato con gran habilidad. Esta narración de tramoyas políticas y de grandes apuestas que exceden la estatura de los personajes que las encarnan, está ambientada con una fotografía de tonos fríos, jugada por lo general en interiores. El resultado es algo así como un drama de cámara, sostenido por un reparto de actores de una solidez impresionante. Es posible que Daniel Day Lewis no haya dado en Lincoln la mejor interpretación de su carrera (preferimos al Newland Archer de La edad de la inocencia o al asesino de Pandillas de Nueva York), pero saca de la galera un personaje creíble, a pesar de los límites con que tropieza cualquier actor cuando de personificar una figura histórica se trata. Es difícil evitar en estos casos el apegamiento a la visión convencional del héroe.Daniel Day Lewis consigue evadir solo en cierta medida ese riesgo, pero se las arregla para habitar a su personaje y se destaca en especial en las escenas de la intimidad familiar. Su Lincoln es un personaje exhausto, pero resuelto, que se adecua al individuo que sospechamos debe haber sido en la última etapa de su vida.
Tommy Lee Jones hace un Thaddeus Stevens de una compacidad formidable. El duro luchador abolicionista es retratado con una vehemencia convincente y, a nuestro modo de ver, es la interpretación más sólida que se ve en la película. David Strathairn, por su lado, en el papel del secretario de estado William Seward, demuestra una vez más que es un solidísimo actor, cuyo eximio oficio, articulado en base a un estilo discreto y comedido, arriesga a veces que el espectador desprevenido no lo tome muy en cuenta. Y Sally Field está perfecta como Mary Todd Lincoln, la errática y por momentos desequilibrada mujer del presidente.
Lincoln no va a ser la película más notable de Steven Spielberg, pero sí va a perdurar entre los títulos importantes de su filmografía.
Nota
1) Esta película, una de las mejores de Spielberg, dedicada a historiar la matanza de los atletas israelíes en las Olimpíadas de Munich y la venganza judía por el atentado, termina con un desolado contrapunto a la violencia que ha predominado a lo largo del filme. Cuando el agente del Mossad que ha comandado el escuadrón de castigo contra los palestinos se niega a volver a su puesto y renuncia al servicio activo, la cámara realiza un silencioso paneo desde el Hudson sobre Manhattan, deslizándose hasta detenerse en una imagen que abarca un paisaje donde se yerguen, casi insignificantes a la distancia, las Torres Gemelas. Una sutil sugerencia acerca del círculo vicioso de la retribución y el terror, que el espectador sabe cerrará su vuelta 30 años después de completarse el relato que ha estado viendo.