El año que fenece ha estado recorrido por grandes tensiones tanto a nivel nacional como internacional. Esto puede parecer una verdad de Perogrullo, porque las tensiones en este mundo en transición entre un sistema “que se resiste a morir y otro que es incapaz de nacer”, son el plato de todos los días. Pero en nuestro país, al menos, este ejercicio se ha distinguido por un hecho fundamental y provisto de múltiples aristas: la ruptura de la alianza plebeya que había llevado al gobierno a Cristina Fernández, y antes a su esposo Néstor Kirchner.
No es un asunto que pueda abordarse desde una perspectiva simplista. No es que Moyano sea el malo del cuento ni que Cristina sea una impoluta dirigente que se esfuerza por conducir la nave del Estado afrontando tempestades y defecciones que colindan con la traición. Tampoco es verdad que ella sea la traidora y que el sindicalismo acorralado haya optado por cerrarse en defensa de sus sin duda legítimos intereses. El escenario es mucho más complicado y tiene que ver con un conjunto de factores que hacen a la psicología de los personajes involucrados, a los estilos conductivos del peronismo, a su composición compleja de clases -a la que el progresismo pequeño burgués ha venido a introducir otra línea de corte, que no es de hoy sino que proviene de los años 70-, y fundamentalmente del problema de escoger entre al menos dos opciones de desarrollo para el país, que hoy están sobre la mesa pero que, en apariencia, nadie se atreve a asumir con franqueza.
La batalla que el kirchnerismo viene dando por la recuperación, al menos parcial, de la soberanía económica, tiene unos límites que restringen la posibilidad de avanzar con decisión hacia delante y proveer a la Argentina de la autonomía política y productiva que le permita integrarse como una presencia fuerte en el Mercosur, basamento de una unidad latinoamericana que es el único instrumento que permitirá al subcontinente hacer frente con éxito a las presiones del mundo globalizado. El gobierno nunca se ha decidido a librar “la madre de todas las batallas”: la reforma financiera y fiscal que haría a la tributación progresiva y que consentiría afrontar gran parte de los gastos del desarrollo sin necesidad de acudir al requerimiento de fondos masivos provenientes del exterior que, como se sabe, son condicionantes y que no se prodigan sin reaseguros políticos que nuestro país no está en condiciones de dar. Esa reforma financiera y fiscal, en las condiciones de Argentina, no tendría porqué traspasar los límites del modelo burgués capitalista para obtener resultados a gran escala, que consentirían entonces al país moverse en el ámbito financiero internacional con mayor seguridad en sí mismo y en condiciones de negociar los préstamos y el intercambio de acuerdo a pautas mucho más seguras que las que existen hoy.
Esta tarea presenta dificultades, sin embargo, dado que el aparato económico, financiero y cultural que ha fijado al país en una posición de dependencia sigue contando con enormes recursos y ejerce un cuasi monopolio mediático de determinante importancia para el desarme intelectual de la población que debería apoyar un proyecto de cambio. Es tal vez por esto que Cristina Kirchner ha hecho de su batalla casi personal con el grupo Clarín el meollo de su política actual. Pero, al mismo tiempo, al no ejecutar los cambios que la sociedad necesita y al no programar una reforma estructural bien razonada, quita plausibilidad a su ofensiva, pues el cambio no verificado sigue dejando en inferioridad de condiciones a grupos sociales y a sus medios de presión (como son los sindicatos) que resultan decisivos para la consecución de las transformaciones de fondo.
El nudo de la cuestión
La presidente y su equipo han optado, según indican todas las apariencias, por apelar a un modelo “desarrollista” (en la acepción frondizista del término) que busca la alianza con los sectores empresariales en el marco de un consenso entre capital y trabajo que debería privilegiar los intereses del primero. Ese consenso sería gestionado por el gobierno, que sometería la cuestión a una evaluación periódica, pero que, en la medida que el Ejecutivo no asuma la vía más audaz para el desarrollo, por fuerza habrá de favorecer los intereses del sector empresario. Llamar “Vasco” al presidente de la UIA, en un estilo informal y amistoso, contrastó, en su hora, con el seco “Ah, el compañero secretario general de la CGT ya se ha ido. Bueno, no importa”, que Cristina disparó durante un acto en momentos en que las rispideces entre el gobierno y el titular de los camioneros empezaban exteriorizarse. Pese a lo insignificante de la anécdota, en su banalidad se encerraba todo un programa. Diferencias que podrían haberse negociado se agravaron por la decisión de liquidar prácticamente la representación parlamentaria del sindicalismo en ocasión de las elecciones generales del 2011. Con ello no sólo se abolió el expediente introducido por Perón de reservar un tercio de las bancas parlamentarias al sector gremial, sino que se eliminó el estorbo que podría haber significado la presencia de diputados gremiales en el Congreso en el momento en que se tratasen asuntos vinculados a una problemática salarial o social atinentes al interés empresario y que afectasen a la clase obrera. Pero al hacer esto también se prescindió del sector que le había sacado las castañas del fuego al Ejecutivo cuando se produjo el lock out patronal en ocasión de la ley 125 de retenciones a la soja. Con la marginación del sector sindical el gobierno se amputó el puño popular que podría volver a poner las cosas en su lugar en el caso de una revuelta de la reacción al acecho.
La manera que tuvo Hugo Moyano de responder a ese ataque fue y sigue siendo desorbitada y absurda, poniendo de relieve sus ya evidentes límites como dirigente político. Podría haberse hecho fuerte en sus antecedentes combativos y haber planteado, desde el interior del frente plebeyo, un programa de trabajo que asumiese, por cuenta de la clase obrera, una serie de reivindicaciones que desbordasen los límites sectoriales e hiciesen a una conducción popular (o si se quiere populista) de un proyecto de cambio. Ha preferido, por el contrario, encerrarse en la reivindicación sectorial y aparecer abrazado a un galimatías político que va desde la ultraizquierda de Micheli y Vilma Ripoll a la derecha personalizada en Mauricio Macri, pasando por todas las gradaciones del espectro político y corporativo argentino: el duhaldismo, el sciolismo, sindicalistas provistos de pésimas referencias, como Luis Barrionuevo o el Momo Venegas, y hasta la Sociedad Rural y la Federación Agraria pilotada por Eduardo Buzzi. Todos los que hasta aquí le hacían ascos o lo despreciaban se le acercan o lo acogen ahora con cierta simpatía, que no obstará para que lo tiren al tacho de la basura en cuanto no tengan necesidad de él.
Esta trayectoria le ha quitado a Moyano mucho suelo debajo de los pies. Lo cual es una lástima, pues el sector que acaudilla dispone de figuras de mayor envergadura que la del camionero, que podrían haber hecho sus veces de una manera más atinada. Como quiera que sea, las diferencias de fondo que subyacen al proyecto gubernamental y al impreciso y nunca bien formulado que podía haber encarnado la CGT de Azopardo, están agravadas por rasgos personales con los cuales es difícil lidiar, en especial dentro de la estructura jerárquica del verticalismo peronista. Si Moyano da muestras de una obcecación similar a la de la España de Antonio Machado, que “embiste cuando se digna usar de la cabeza”, la Presidente no se distingue por su habilidad conciliadora ni por esa capacidad de sumar que es el rasgo inequívoco del líder político de masas. Si al verticalismo, de prosapia castrense, que distinguía al primer peronismo, le sumamos la intratable arrogancia del progresismo de cuño pequeño burgués, que se cree de vuelta de todo, el panorama se torna desalentador. Ese último rasgo está muy difundido, y no tanto en la Presidenta como en los corifeos que están prestos a celebrarla y a adelantarse a los que suponen serían sus deseos.
No decimos esto con placer; al contrario, lo constatamos con desazón. “El país de las oportunidades perdidas” denominamos en alguna ocasión a la Argentina. La coyuntura que se abrió con el quiebre del modelo neoliberal y la náusea popular que lo vomitó en 2001, ofrecía y ofrece todavía, al menos hasta cierto punto, la ocasión para revertir las normas que habían aherrojado a Argentina desde siempre. En aquel momento el desprestigio de la clase dirigente era total y los sectores golpistas no estaban en condiciones de enfrentar a la opinión pública. En ese momento tal vez era practicable la inversión del principio de la “doctrina del shock”, que Naomi Klein delineó para explicar con brillantez las prácticas del capitalismo del desastre: por una vez sus premisas podrían haberse vuelto en contra de sus autores. Y la verdad es que se hizo mucho en ese sentido, con el drástico cambio en la política exterior, orientándola hacia el eje natural que debe sustentarla, el subcontinente suramericano; con el rescate de las jubilaciones secuestradas por las AFJP, devolviéndolas al Estado; con la recuperación de Aerolíneas, con la Ley de Medios, con la renacionalización –parcial- de YPF, con el fomento de la investigación científica y la reactivación del Plan Nuclear; con una política social inclusiva y con la reactivación industrial que ha reducido muchísimo la tasa del desempleo; y con la derogación de las leyes de Punto Final y obediencia debida que habían relegado al limbo demasiados crímenes impunes.
Pero toda esa ejecutoria no ha tocado el núcleo de la cuestión, que es la distribución brutalmente desigual de la renta y la existencia de un sistema tributario regresivo. La reforma en este campo es esencial para sacar de una vez a la nación de su rol de proveedora commodities y acercarla al nivel de una potencia industrial articulada sobre la potenciación energética y las estructuras ferroviarias, camineras, marítimas y aéreas que faciliten no sólo su interconexión interior sino también su proyección continental, en un esquema de progreso adecuado a los requerimientos del mundo globalizado. En vez de plantear una batalla en gran escala se ha preferido librar una serie de combates en detalle, quizá con la esperanza de que así se debilitará al enemigo, pero sin tomar en cuenta que de esa manera tal vez lo que se descompagine más rápido sea el propio bando. Pero estos son los límites que marca el moderado nacionalismo del actual gobierno. O, si queremos pensar mal, los que le fija una decisión tácita de contemporizar con el modelo dependiente que la Argentina viene arrastrando desde la irrupción neoliberal.
Saqueos
Esos límites determinan un riesgo. El de que la situación se deteriore hasta el punto de que la reacción pueda apelar al sabotaje social e institucional. Los saqueos navideños que se cobraron cuatro vidas en distintos incidentes ocurridos en el país, son un síntoma inquietante. En su explicación no caben por supuesto las acusaciones cruzadas entre el gobierno y el moyanismo, de una debilidad y de una irresponsabilidad que deberían dar vergüenza a quienes las emitieron. Las declaraciones de Sergio Berni y de Juan Manuel Abal Medina pretendieron invertir la carga de la prueba y exigieron del camionero que “demostrase” no haber estado involucrado en los hechos de violencia, cuando eran ellos los que tenían que demostrar primero ese involucramiento. Y la réplica de Moyano, acusando al gobierno de haber estado detrás de esos episodios para desacreditarlo, fueron tan grotescas que casi no vale la pena mencionarlas. Pero la existencia de bolsones de pobreza generadores de sectores lumpen predispuestos al desorden y a sacar provecho del río revuelto, es un dato de la realidad que no se remedia tan sólo con subsidios y expedientes asistenciales. Es un hecho que demuestra que el país necesita sumirse en una dinámica de desarrollo que barra con su empuje las excrecencias del subdesarrollo, o las reduzca a una entidad prescindible, inútil para las mafias que pueden querer instrumentarlas.
Pese a las limitaciones del actual gobierno, se debe convenir, sin embargo, que ninguna otra fuerza política operante con posibilidades de acceder al poder está en disposición de profundizar el actual programa. Al contrario, podemos dar por seguro que, en el caso de una victoria de una configuración política alternativa al kirchenerismo, los que prevalecerían, en última instancia, por una cuestión de peso específico, serían los partidarios de la vuelta parcial o total a la Argentina de los 90; esto es, a la Argentina del desastre.
El futuro inmediato de la actividad política estará dominado por la cuestión de la Ley de Medios, por las elecciones legislativas y provinciales, y por su inevitable correlato: la posibilidad o no de que los temas de la reforma constitucional y el de la re-re-elección cobren cuerpo. No es poco.