El jueves de la pasada semana se produjo un acontecimiento que no concitó demasiada atención, pero que resulta significativo de los rumbos que toma la actualidad internacional o, mejor dicho, de las tendencias reales que la recorren por debajo y que diseñan, cuando tienen ocasión, un rechazo categórico al modelo globalizador neoliberal, agresivo y militarista que se manifiesta a nivel de gobiernos. Convocado a un referéndum para aprobar o no el Tratado de Lisboa, el pueblo irlandés dijo No con una contundencia que expresa mucho respecto de los humores que habitan, incluso a los integrantes del mundo desarrollado, respecto de las tendencias dominantes que ejercen el poder en el orden sistémico.
El Tratado de Lisboa, firmado por todos los miembros de la Unión Europea (UE), debía substituir a la fallida Constitución Europea, signada en 2004. Sus términos implican que la UE tendrá personalidad jurídica propia para establecer acuerdos internacionales a nivel comunitario. La mayoría de los Parlamentos europeos refrendaron el tratado y en otros esa medida está en proceso; pero, en el ejercicio de democracia directa dispuesto en Irlanda, el resultado fue negativo. El 53,4 por ciento de los irlandeses votaron No, y el Sí, pese a la masiva campaña de prensa que respaldaba esa opción y al respaldo oficial, recaudó sólo el 46,6 por ciento.
La reacción de los diversos gobiernos europeos fue disímil, pero en general tendió a indicar que el Tratado de Lisboa en su forma actual es inviable. Aunque los gobiernos de Londres, Berlín y París tratarían de aislar a la isla y forzarla a convocar un nuevo referéndum, en el cual se le recordaría al pueblo irlandés que ha salido de su endémica pobreza gracias a su incorporación, en su hora, a la Comunidad Económica Europea, otros gobiernos no comparten esa actitud, que contiene los clásicos elementos de extorsión y chantaje que suelen caracterizar a la conducta de las potencias cuando tratan con naciones menores. De construirse de esta manera, la tan trompeteada democracia como factor decisivo para la integración del bloque quedaría en agua de borrajas. Y esto, todavía, es una piedra difícil de tragar para unas corporaciones políticas que hacen gala de sus sentimientos liberales y que por cierto pueden buscar otras maneras de soslayar el obstáculo.
Lo significativo es que el caso irlandés fue uno en los cuales se ha optado por el método del referéndum para arribar a una decisión referida a una cuestión mayor de gobierno. Ya en otras ocasiones la apelación a este tipo de expedientes en el marco comunitario había resultado en un rechazo de la propuesta oficial. Como consecuencia de esto los mecanismos del nuevo tratado apelaban, salvo en el caso de Irlanda, a consignar la decisión a los poderes institucionales de los gobiernos consagrados por el pueblo. Esto es, a la democracia representativa, mientras que en Irlanda se recurrió a la democracia directa. Es decir, a una apelación a la voluntad popular no mediada por el parlamento.
En la actualidad, el vaciamiento ideológico de la política resulta en su puesta al servicio de un modelo sistémico planificado como una aplanadora. Este modelo busca la concentración de la ganancia y la estructuración de un proyecto que cancele o reduzca la seguridad social, avanzando en políticas militares de intervención de parte de las potencias mayores respecto de las áreas que disponen de vitales reservas estratégicas.
Semejante curso de acción proyecta sobre el planeta una sombra ominosa. La democracia, en su versión institucional, se estaría convirtiendo en un expediente válido solamente para saltearse la voluntad del pueblo. La apelación directa a este, al menos en las cuestiones que suponen un compromiso a futuro de magnitud insondable, parecería una forma de soslayar, de tanto en tanto, esta deformación de la democracia.
Cuando se ha hecho tal cosa, los resultados han tendido a ir en contra de los objetivos del sistema dominante. En el caso irlandés los motivos del rechazo pueden haber sido varios, pero es probable que los fundamentales pasaran por la percepción que detrás de la jerga burocrática del texto del tratado se esconden las políticas que intentan construir una super Europa embebida de doctrinarismo neoliberal. Esto es, privatizaciones de los servicios públicos, disminución de los derechos laborales, liberalización del mercado y, lo último pero no lo menos importante, probable involucramiento del país en una política que tiende a militarizar a Europa para hacerla jugar un rol más activo en la misión de “poner orden” en el díscolo espacio de un Tercer Mundo en vías de recolonización.
El instinto popular ha aprendido a desconfiar de las supercherías de un discurso encerrado en cláusulas herméticas para quienes no conocen las reglas del juego. Quizá el pueblo no alcance a distinguir la letra chica de los contratos rimbombantes sobre la democracia, pero sabe que detrás de las grandes palabras hay un vacío tras el cual se oculta a su vez el núcleo duro del pensamiento neoconservador.
Las reformas contempladas en el tratado incluyen la figura de un nuevo presidente para el Consejo Europeo, el fortalecimiento de una política exterior comunitaria y la eliminación del veto nacional en diversas áreas. Para un país de tradición católica y que se ha aferrado a principios neutralistas en el amplio espectro de los conflictos que recorrieron el siglo XX, la posibilidad de verse sometido a disposiciones que pueden legalizar el aborto, incidir sobre los impuestos y vulnerar el estatus de país neutral, resulta poco apetecible.
Irlanda no ha puesto el tema de la Unión Europea en crisis, sino más bien a la concepción que debería inspirar a esta. Se trata de un hecho auspicioso y que debe ser bienvenido.
La retórica del cambio
¿Qué pasaría si en Estados Unidos este sistema referendario se colase a propósito de algunos asuntos de interés colectivo, como la reforma de la seguridad social y la intervención en Irak? Nada parece estar más lejos de la realidad, sin embargo. El senador Barack Obama, candidato a la presidencia por el partido demócrata y enfático propagandista de un cambio abstracto, que todos pueden imaginar acorde a sus propios deseos, no parece estar en disposición de avanzar mucho en este sentido. Desde luego, el tema de la seguridad social ha sido su caballito de batalla, como lo fue de la senadora Hillary Clinton, su oponente en la carrera a la candidatura, pero en todo lo referido a la política exterior su actitud, hasta el momento, está en rigurosa concordancia con los preceptos inculcados por la doctrina de la seguridad nacional seguida desde hace más de medio siglo por los gobiernos norteamericanos y codificada por Zbygniew Brzezinski.
Las declaraciones de Obama ante el lobby sionista agrupado en el AIPAC (America Israel Public Affairs Committee) son transparentes en este sentido. “Haré todo lo que esté en mi poder para impedir que Irán consiga armas nucleares… Y con todo, quiero decir todo”. Juró que no hablaría con Hamas (paradójicamente el gobierno de Tel Aviv estaba en negociaciones para hacerlo, cosa que redundó en la frágil tregua que se ha establecido en Gaza) y terminó afirmando que “Jerusalén permanecerá como la capital indivisa de Israel”.
Esto último, probablemente, se ha debido a un exceso de buena voluntad del candidato demócrata, pues semejante pretensión ha desaparecido sigilosamente hasta de las consignas oficiales del gobierno hebreo. Todo el mundo sabe que no habrá proceso de paz posible si el Monte del Templo, uno de los lugares santos del Islam y uno de los símbolos más importantes del nacionalismo de los palestinos, no se transfiere a la soberanía a estos últimos.
Estas afirmaciones pueden ser anecdóticas y estar referidas a las necesidades de campaña, en especial después de que los asesores de su rival Hillary apelaron a la difusión de rumores sobre la presunta confesión musulmana de Obama; pero en general denotan una actitud de claro respeto a las grandes líneas de la política de Estados Unidos en el mundo. Sus declaraciones contra Chávez y el régimen cubano también así lo demuestran.
Así, pues, ¿de qué cambio nos hablan? Resulta evidente el vigor del blindaje legal del sistema basado en una oligarquía partidaria y en una manipulación orquestada de la opinión pública. El único expediente para penetrar esa coraza es, como lo ha sido en algunas ocasiones críticas del pasado, el recurso a la democracia directa. Claro que este no puede ejercerse en forma permanente y a propósito de cualquier cosa; pero, ante el carácter elusivo y resbaloso de ciertas confrontaciones, recurrir a él no parece desaconsejable. La voz del pueblo, expresada en libertad, debería ser irrebatible e inatacable.
Y ya que estamos, y dado que la presidenta de los argentinos ha decidido renunciar a un atributo del poder ejecutivo y referir al parlamento el tema de las retenciones al agro (que mejor cabría denominar derechos de exportación), ¿por qué no poner más bien el asunto en manos del pueblo, primera víctima de la extorsión generada por el lock out empresario? Un referéndum convocado y resuelto en forma rápida (ha habido tres meses para interiorizarse del asunto) podría aventar todas las dudas y deslegitimar definitivamente un proceder extorsivo que ha tomado a la nación como rehén.