El condicional “si” al principio del último párrafo de nuestra nota anterior –“si pasado mañana se verifica la oficialización y puesta en marcha de la Ley de Medios…”- no estaba allí por casualidad. Reflejaba la íntima desconfianza en las marrullerías de los jueces del sistema enquistados en el aparato judicial. La resolución de la Cámara en lo Civil y Comercial de prorrogar la cautelar que impide la aplicación del artículo 161 de esa ley, y el rechazo de la Corte Suprema al per saltum antes de que la Cámara dicte sentencia definitiva, aguó el festejo que el gobierno se aprestaba a desencadenar por la aplicación del freno que quiere imponer a la voracidad monopólica del grupo Clarín.
De aquí en más hay que prever una serie de idas y venidas en las que la Corte Suprema tendrá un papel fundamental. Si en algún momento admite la aplicación del per saltum basándose probablemente en la ofensa institucional que significa la demora en la aplicación de la ley parlamentaria, su decisión implicará una resolución por sí o por no del tema del artículo 161. Si eso no ocurre, el diferendo seguirá el curso normal de las apelaciones sucesivas hasta que en algún momento llegue a la Corte. En este último caso habrá que contar que el calendario judicial correrá por alrededor de dos años más. Clarín habría así logrado su objetivo: ganar tiempo hasta que se agote –según sus cálculos- el ciclo kirchnerista.
El desempeño de la Corte Suprema de la Nación permitirá arribar a una conclusión acerca de si este organismo forma o no parte del mecanismo de impedir que hasta aquí distinguiera al bloque de intereses agrarios, financieros y bancarios que se activa a través de los medios monopólicos y del grueso de la oposición.
Ahora bien, en el caso de la Ley de Medios el bloqueo del artículo 161 puede ser contorneado, dejándolo como un problema a resolver más tarde o más temprano, pero mientras tanto se podría y debería implementar la ley en el resto de su articulado, haciendo posible la asignación de espacios para estaciones de radio y de TV de las universidades, los barrios y las entidades sociales sin fines de lucro. La apertura del espectro radiofónico y televisivo es un problema de voluntad política, más que de viabilidad judicial.
Un problema universal
En realidad, el problema de la judicialización y parálisis de temas claves no es solo argentino. La composición del sistema judicial en todo el mundo refleja la influencia de la fuerza preponderante en un determinado esquema social. Hablar de Democracia y de Justicia en abstracto es la consigna de quienes sostienen la intangibilidad del estatus quo. Las clases dominantes tienen la justicia que requieren y que ellas mismas han concebido y formulado en su hora como un instrumento de equilibrio que en realidad no es tal, pues su función última está dirigida a proteger a quienes la han implantado en su propio beneficio. Es decir, que el equilibrio judicial consiste en hacer que uno de los platillos de la famosa balanza pese siempre más que otro, al menos en los contenciosos donde se dirime de veras una instancia que implique una opción de cambio. Esa función podrá cumplirse con mayor o menor pudor, con menor o mayor sutileza, de forma más o menos corrupta, pero, en el fondo, el poder judicial es la proyección de los intereses de clase del sector dominante de la sociedad. En nuestro país el pudor brilla por su ausencia: la casta judicial, salvo excepciones, se siente muy bien arbitrando a favor del poder profundo y disfruta de unos privilegios extraordinarios a los que nunca se le ha ocurrido renunciar, siquiera sea en parte.
El alboroto creado por el monopolio mediático que se ha transformado por sí mismo en un partido político, ha intentado volver al clima destituyente que se creara en 2008, cuando se discutió el tema de las retenciones a la soja. En la medida que los intereses afectados por la Ley de Medios están muy concentrados y no cuentan con la distribución capilar que sí en cambio permitía movilizar a los propietarios rurales, la protesta callejera se limitó en esta ocasión a la estridencia de los cacerolazos. Sin embargo, al revés de lo que ocurría en 2008, el Ejecutivo no tiene ahora nada que oponerle en la calle, en caso de un enfrentamiento franco. La fractura del frente plebeyo provocada por el gobierno y el alejamiento de Hugo Moyano –que deambula dando abrazos de ciego entre quienes lo detestan- han quitado al Ejecutivo el elemento de mayor peso de que disponía para enfrentar las emergencias. Mientras el problema no pase a mayores y quede circunscrito al plano judicial, empero, esto no debería ser motivo de alarma.
Lo que sí está quedando demostrado por estos días es otra cosa, que en el fondo es tal vez peor. Y conste que tampoco hablamos en este caso sólo de Argentina. Nos referimos a la generalización de la práctica del “golpe blando”, que surge de dos elementos condicionantes. Uno es el garantismo que se ha convertido en una superstición y que es manejado con ductilidad por el sistema para desarmar ideológicamente a los factores sociales que se oponen al régimen. Otro es la despolitización que surge de ese desarme ideológico y la imposibilidad que existe, en virtud de este, para exigir la puesta en práctica de las reformas de fondo o de las contramedidas que son necesarias para romper un estancamiento o salir de una crisis.
El desarme ideológico
Siempre se ha mentido en el escenario político, a nivel universal. Pocas veces, sin embargo se ha practicado este ejercicio con más descaro que en el presente. La despolitización que es fruto del totalitarismo blando destilado por los mass media y por la forma en que los partidos políticos gestionan el poder sin cuestionar las raíces del sistema dominante, ha llevado al vaciamiento intelectual de los sectores que antes se declaraban de vanguardia y a la neutralización de la predisposición contestataria de las masas. Si la palabra imperialismo, que había desaparecido del diccionario político hasta hace unos años, revive hoy al influjo de la agresión del neoliberalismo, desencadenada en todo el mundo, el término revolución sigue siendo tabú, o es tomado por la opinión convencional como la expresión de un arcaísmo sin otra explicación que la tozudez o la imbecilidad de quienes lo estiman viable.
Desde luego que la palabra revolución no puede ser asumida en el sentido de agitación, turbamulta o desorden, aunque en ciertas etapas de su desarrollo esas manifestaciones pueden llegar a hacerse inevitables. La creencia en que “la violencia es la partera de la historia” no pasa de ser una postulación genérica, que requiere ser comprendida en sus detalles para no caer en el anarquismo y la provocación estúpida, que juega en el sentido exacto que quiere la reacción. La brutalidad de energúmenos como los que destrozaron la casa de Tucumán en Buenos Aires para protestar por el inconcebible fallo de la causa de Marita Verón, es un ejemplo de ese tipo de idiotismo. Son tontos que quieren llamar la atención, y que lo consiguen, pero en un sentido opuesto al que ellos desearían. Aunque quizá pensar esto sea hacerles demasiado honor: su propósito, en fin de cuentas, pasa por el exhibicionismo puro, que les hace imaginar que son importantes, más que por otra cosa. Pero la revolución en sí, sigue siendo un concepto válido. Y hoy más que nunca, porque los estratos dirigentes se han fijado en un rumbo que, si los favorece a ellos, desampara a la inmensa mayoría de los seres humanos en una época en que las fuerzas productivas, la tecnología y la demografía avanzan a un ritmo que requiere una adecuación drástica a su progreso.
Ahora bien, volviendo al tema argentino y a la situación que existe en torno a la Justicia, la única forma de conseguir que los estamentos judiciales se renueven y se aboquen al menos a una interpretación menos parcial de la realidad, es la presión en la calle, la permanencia del pueblo en esta y una voluntad política implacable de parte del gobierno en el sentido de airear las guaridas tribunalicias a través de los legítimos instrumentos que lo asisten en este momento en que goza de mayoría parlamentaria. Los jurys de enjuiciamiento, la presión popular y la adopción de expedientes que hagan de veras a un cambio de modelo productivo en el país –como una reforma financiera y fiscal progresivas, y la adopción de medidas de hondo contenido social, etc.-, tornarían creíble su accionar y empujarían a la corporación judicial a una reevaluación de su papel. “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”, dice el refrán, y este, como los vocablos revolución e imperialismo, conserva toda su validez. La cuestión de fondo consiste, sin embargo y como siempre, en saber si el poder ungido por el voto popular se atreve a recoger el guante que le han arrojado a la cara.