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26
NOV
2012
La 9 de Julio desierta el 20 N.
La 9 de Julio desierta el 20 N.
La ruptura del frente nacional se profundiza y no augura nada bueno. Ni para el gobierno ni para la parte del país que desea un cambio de modelo.

La cosa se veía venir cuando escribimos –entre otras notas referidas al mismo tema- El discurso, Empezando con mal pié y Una disputa cada vez más acerba. La ruptura entre la rama sindical más vigorosa del movimiento obrero y el gobierno es hoy un hecho consumado. Dato lamentable, por cierto, pues deja a la experiencia iniciada en 2003 irremediablemente renga y descubierta frente a los ataques de la derecha más recalcitrante.

Lo más penoso de todo es la incapacidad que tienen los protagonistas de la querella para elevar su disputa a un nivel provisto de racionalidad que, por ende, la haga inteligible. Cuando las cosas están claras se pueden discutir y hasta se hace posible llegar a acuerdos a largo o mediano plazo que sienten las bases para programas de desarrollo que aseguren la solidez de un proceso de cambios estructurales a gran escala - que este país necesita con urgencia-, sin necesidad de debilitarse ante el enemigo común.

No es esto lo que ocurre: lo más grave de la actual situación son los agravios al buen sentido. Esto es, la incapacidad para llegar a una exposición razonada acerca de cuáles son los motivos reales en torno a los que se enreda la presente bronca entre dos sectores que se consideran peronistas. Las formas cerriles de esta discordia hablan muy mal de la envergadura de los dirigentes de uno u otro grupo, pues en ellas se prefiere la exposición de los motivos inmediatos y más o menos contingentes que desencadenan la crisis –agravados por una retahíla de agravios cruzados de carácter personal-, a la exposición de las razones de naturaleza social, económica y política que los motivan. Estas razones pasan por la dialéctica de revolución nacional en las sociedades dependientes, donde el cambio tropieza con la dificultad de concertar objetivos comunes entre los sectores que lo desean, pero que tienen objetivos de distinto alcance según sea el interés del sector que los propugna.

En el fondo, este encocorarse mutuo y este barullo de invectivas cruzadas que no llegan al fondo de la cuestión, es también una manera de disimular la escasa o nula voluntad que tienen, los protagonistas de este asalto, de llegar a encontrar el sentido de las cosas últimas, pues unos no desean verse reflejados a sí mismos en la escualidez de su proyecto, y los otros no se atreven a confesarse su miedo a asumirlo en su totalidad a partir de la comprensión de su propio posible protagonismo. Hablamos del gobierno de Cristina Fernández, y de Hugo Moyano y la CGT de Azopardo.

La cuestión del cambio

La cuestión del cambio en nuestro país pasa por una modificación del estatus quo que equivalga a un cambio revolucionario. No es necesario atribuir a este término la connotación catastrófica que suele ir asociada a la palabra revolución. Se lo puede llevar adelante sin caer en el desorden si se tienen la coherencia y el coraje suficiente como para aprovechar las coyunturas favorables que pasan frente a nosotros. Ello haría posible acceder a un cambio de paradigma que permita a la Argentina pararse sobre sus piernas y revertir la situación de dependencia del capital extranjero que ha arrastrado desde el principio de su vida “independiente”. Pero, para los peronistas, dejar pasar por delante esas oportunidades mientras se dedican a sus querellas intestinas parece haberse convertido en una vocación.

La revolución argentina debe ser nacional y nacional iberoamericana. Mientras no estén dadas las condiciones para que este movimiento se verifique a escala continental, hemos de comprender que la caridad empieza por casa y que deberíamos convertirnos en un ejemplo de la capacidad para gestar un cambio que pase por una renovación ponderada pero continua. En la medida en que el mundo no vive en estos momentos una situación histórica que autorice o haga viables los arrebatos de violencia que informaron a las revoluciones inglesa, francesa, norteamericana, rusa o china, que consolidaron el poder de esas naciones, los arrebatos apocalípticos están fuera de lugar y sólo pueden ser esgrimidos por desubicados de ultraizquierda o ultraderecha, siempre listos para actuar como lo que son, títeres de fuerzas que se aprovechan de su desconocimiento de la realidad.

La cuestión es quién se encarga de ese cometido de cambio y de qué manera los lleva adelante. Se nos permitirá ser escépticos acerca de la predisposición de los sectores del empresariado argentino, hipotética expresión de la burguesía que debería empujar un proyecto capitalista nacional, de asumir ese encargo. Es a ellos, en efecto, a los que competería la misión de desarrollar el país de acuerdo a los parámetros que adoptaron las burguesías de las potencias de occidente. Pero Argentina, como la generalidad de los países iberoamericanos, padece por el carácter timorato y menguado de la clase que debería propugnar la transformación. Esa timidez está determinada no sólo por su sacro egoísmo capitalista y por el temor que siente de perder el timón del proceso que habría de desencadenar en beneficio de sus aliados y rivales; es también consecuencia de su situación de dependencia cultural respecto del núcleo dominante, que recorta su conciencia y su voluntad para enfrentar a los poderes que han tutelado la evolución argentina.

Tenemos aquí, por lo tanto, una situación de desarrollo combinado (explicitada por Lenin y aun más por Trotsky con su teoría de la revolución permanente), en la cual sectores burgueses, pequeño burgueses y proletarios tienen aspiraciones comunes que sin embargo sólo parcial y transitoriamente se concilian unas con otras. Este impasse suele ser roto por la irrupción de un frente nacional plebeyo que se convierte en el vector del cambio, a través de regímenes de corte populista configurados alrededor de la figura de un líder, que se encarga de conciliar, mientras se puede, esas perspectivas segmentadas. Pero el sector burgués empresario sólo coincide apenas con esa dirección y lo hace en la medida que le sirve para controlar a la fracción oligopólica, financiera y “compradora” del capital que vive en simbiosis con el imperialismo externo y succiona los réditos que este no se lleva.

Esa burguesía empresaria “nacional” no tiene la suficiente energía para llevar adelante su empresa y teme, asimismo, verse empujada por sus aliados más allá de los límites que ambiciona alcanzar. Esto, y la falta de identidad a la que aludimos, hacen que ese sector tienda siempre a ser concesivo para con los poderes establecidos e inseguro de sí mismo. Después de todo incluso en las potencias avanzadas de occidente no fue la burguesía propiamente dicha sino los “cabezas redondas” ingleses, los jacobinos franceses y los radicales del abolicionismo norteamericano los que impulsaron el cambio que luego fue aprovechado con plenitud por los estratos económicamente más fuertes.

El frente plebeyo existe entonces para fungir de forma vicaria como burguesía y empujar hacia adelante las tareas que ese estrato es incapaz de asumir. Los intelectuales de clase media, los sectores avanzados de la oficialidad de las fuerzas armadas y los sindicatos suelen ser los integrantes de ese frente. En nuestro país el primer peronismo brindó un ejemplo de esa conjunción progresiva.(1) Pero, ¿qué pasa cuando los potenciales participantes de ese frente carecen de claridad lógica, el sector militar no existe y el sector pequeño burgués se inclina romper antes de tiempo su vinculación con la clase obrera y busca recostarse en el sector económicamente más potente, aferrándose a la ilusión de que este le resolverá el problema?

Esto es lo que ha estado y está en el núcleo de la crisis que se ha abierto entre el kirchnerismo (o cristinismo, más bien) y el sector de Hugo Moyano, sólo que nadie se anima a decirlo con claridad. Del lado del gobierno porque por los vicios de conformación del verticalismo justicialista la palabra santa del líder no se discute; y del lado sindical porque ese mismo vicio lo conforma a un seguidismo respecto del conglomerado justicialista que lo acuñó, a cuya dirección no cree poder reemplazar y que le ha contagiado su aversión al debate democrático. El carácter independiente, el carácter de clase que debería tener el protagonismo obrero sigue siendo una entelequia para quienes deberían concebirlo. Todo se reduce entonces a un debate a ciegas, que elude el núcleo duro del problema: la formación de un nuevo partido o la remodelación del justicialismo para hacerlo apto a la discusión libre de la cuestión concreta que está en juego. Esto es, quién o quienes dirigirán el movimiento y cuáles serán las metas hacia las que este se oriente.

Resumen de lo acontecido y los hitos de la protesta.

Referir, así sea someramente, lo acontecido en los últimos días, es someterse a un ejercicio de masoquismo. Pero es inevitable hacerlo. De la lectura de los diarios y del seguimiento de los hechos a través de la radio y la TV, surge la imagen de una confusión absoluta. El paro del 20 de noviembre fue, según sus organizadores, un triunfo que expresa la protesta popular, y según el Ejecutivo se trató apenas de un “piquetazo” que no superó los límites de la Capital Federal. Ambas opiniones son deliberadamente erróneas. El paro tuvo una repercusión muy considerable, alcanzó a puntos importantes del interior además de la CABA y el argumento de que no concitó concentraciones masivas y que sólo fueron los cortes de ruta lo que impidieron el normal desenvolvimiento de las actividades es una tontería. Un paro tiene éxito en la medida que frena la actividad productiva y trastorna el normal cumplimiento de la agenda cotidiana, con o sin mucha gente en la calle. Y bien, un país cuyas principales ciudades no tuvieron transporte ni bancos ni recolección de basura ni conexiones aéreas, es un país parado. Importa poco que no se hayan producido concentraciones o, más bien, demos gracias a que no las haya habido: dado el talante de los grupos de provocadores del PO o de Quebracho que se dedicaron a romper vidrieras, es posible que en ese caso la función hubiera terminado mal. En especial debido a la práctica -prudente, pero no siempre posible- del gobierno en el sentido de no reprimir o hacerlo después de que ya se han producido los desmanes. El paro del 20 de noviembre por cierto no fue lo mismo que el cacerolazo del 8 de noviembre. El cacerolazo hizo ruido, pero el paro golpeó fuerte.

En su temor a abordar la tarea que le compete, es decir, profundizar un modelo de producción que lleve al cambio de paradigma, el gobierno ha preferido recostarse en el sector empresario con miras a lograr una transformación módica y tranquila, apoyada en buena medida por la inversión extranjera. De otra manera sería inexplicable la permanencia del país en el CIADI y la continuación de la subordinación de los contenciosos económicos entre el Estado argentino y los inversores foráneos a cortes ajenas al país. La vigencia de este mecanismo es lo que permite a un octogenario juez neoyorquino fallar una y otra vez a favor de los fondos buitres y poner a la Argentina en una encrucijada.

Es de este esquema que se desprende la ruptura entre el gobierno con los representantes del gremialismo combativo y su primera manifestación práctica, de la cual derivó luego todo: la exclusión de los cargos políticos a los que creyeron tener derecho. Esa presencia, que hubiera podido negociarse, no era incompatible con un proceso de cambio medido pero profundo. Pero el verticalismo justicialista y tal vez la forma destemplada que la Presidente tiene de utilizarlo, frustraron esa oportunidad. La “profundización del modelo”, lema de campaña, fue reemplazada por la “sintonía fina” y esta se perfiló como decididamente favorable al sector burgués empresario. Ello se puso en evidencia por la práctica de un ajuste disimulado, practicado, por ejemplo, a través de la negativa a aumentar el mínimo no imponible y de la lenidad con que se combate al trabajo en negro. Amén de la constante negativa a lanzar la reforma fiscal que proveería los recursos para iniciar un proceso de desarrollo autocentrado y establecería un andarivel más equitativo y solidario para todos los sectores que integran la población.

La selección al revés que el cristinismo ha realizado respecto a sus aliados en el sector sindical, obedece a esta misma composición de lugar. Composición que nos animaríamos a calificar de ingenua, pues los “gordos” –los Cavalieri, Lescano y otros representantes del sindicalismo prebendarlo- dejarán al gobierno en la estacada si las papas queman. Los exponentes de la burocracia sindical más corrupta cargan sobre sus espaldas una ejecutoria tenebrosa: fueron ellos, en fin de cuentas, los que consintieron, desde la comodidad de sus poltronas, las privatizaciones de Menem, el desguace de la industria nacional y el crecimiento del desempleo durante el período de auge neoliberal. Esa vecindad implica por lo tanto, para el gobierno, un desprestigio sin contrapartida.

Pero, por otra parte, el gremialismo combativo acaudillado por Moyano no parece contar con brújula que lo oriente. Puede tolerarse su asociación con los sectores de la ultra arremolinados en las cercanías de la CTA de Pablo Micheli; después de todo estos expresan –mal, pero lo expresan- un rechazo al estado de cosas. Que ese rechazo esté viciado de una miopía próxima a la ceguera es otra cosa. Pero la aproximación de Moyano a Clarín, el PRO, la Sociedad Rural o el sindicalismo de Barrionuevo o el Momo Venegas es a su vez un disparate de marca mayor. Desde luego, Moyano puede argüir que él no se les aproxima sino que son los otros los que se acercan a él; pero la cuestión es comprender quién utiliza a quién en este intercambio. No parece que el camionero disponga de un peso específico que le permita contrabalancear la gravitación económica y mediática de los más importantes personeros del sistema, máxime si se tiene en cuenta que estos manipulan la conciencia de vastos sectores medios a los que se les eriza la piel ante la sola mención del sindicalismo, sea de los “gordos”, los “combativos” o los “izquierdistas”.

Tenemos así a un Poder Ejecutivo expresivo de la voluntad de una persona, bien dotada sin duda, pero intemperante y poco inclinada a escuchar consejos que vayan contra su voluntad o su instinto; y a una conducción sindical que tiene razón en sus reivindicaciones, pero que las empobrece al no conectarlas con un cuadro de situación que abarque al entero espectro nacional y a la determinación antiimperialista que este debe tener. Y que además se desvirtúa al asociarse a lo más granado de la reacción sistémica.

La confusión de esta pelea hace que se mezclen los tantos y que quienes deberían vigorizar el proceso de recuperación nacional terminen, en el caso del gobierno, aislados y encerrados en su relato, y los otros, los gremialistas encabezados por Hugo Moyano, abrazados a los personeros del proyecto opuesto a sus propias necesidades objetivas. Pues de la Sociedad Rural, el mercado financiero, el monopolio mediático y las fuerzas conservadoras dentro del justicialismo y en las filas de la oposición, no parece desprenderse otra idea que la del retorno a las pautas neoliberales que determinaron el desastre de los 90, el desguace de la industria y la desarticulación de la salud pública, las obras sociales y la educación en el país. A pesar de que sus fórmulas, que aquí nos hicieron pedazos, están revelando ahora su inviabilidad en el seno de los países desarrollados donde se acuñaron y cuya población ve hoy, como lo vimos nosotros en las tres décadas trágicas del 76 al 2002, caer sobre su cabeza la recesión, el ajuste y el desempleo.

La verdad es que cuesta mucho encontrar una frase optimista para cerrar la ecuación. Pero propongamos una, pese a todo. Sólo comprendiendo que los proyectos políticos estratégicos no pueden hacerse en base a meros cálculos electorales o a disputas que se abstraen en el interés sectorial, se podrá empezar a construir una opción válida para la salida que Argentina necesita.

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Nota

1) Este peronismo avanzó hacia la construcción de un capitalismo nacional a través de la subordinación del gremialismo a Perón. Prueba de esto fue la suerte corrida por Cipriano Reyes y el Partido Laborista independiente, que habían servido de escalón político para la candidatura presidencial del coronel después del 17 de octubre. Su atrevimiento en sostener una línea propia y en perfilar objetivos que no se ajustaban al congelamiento de la contradicción capital-trabajo llevaron a Reyes al congelamiento primero y a la cárcel después. Pero la subordinación de la masa obrera al jefe indiscutido y querido era espontánea y, en esa coyuntura económica e histórica le aseguraba un ascenso social y una mejoría en las condiciones de vida inimaginables hasta pocos años antes. No es esta la situación actual.

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