No es propósito de esta nota comentar la marcha opositora del pasado jueves. Lo esencial que podía decir al respecto ya fue expresado en el artículo “Cacerolas”, publicado el 15 de septiembre pasado, a propósito de la movilización similar producida por esos días. Lo que sí se puede añadir es que este tipo de reclamo –inorgánico, confuso, histérico en no pocos casos, pero no desprovisto de una orientación mediática que gustaría de convertirlo en una guerra de baja intensidad-, no parece un indicio de rejuvenecimiento político de la sociedad argentina, como dicen algunos, sino más bien un síntoma de las peligrosas tendencias a la desestructuración que alberga. La oposición al gobierno, que apoya o saluda las marchas, es un acoplamiento de intereses disímiles, que van desde la Sociedad Rural al sindicalismo de un Moyano cada vez más extraviado. En cuanto al gobierno, no termina de asir al toro por las astas atacando el núcleo resistente del sistema de dominación oligárquico, que es la regresiva escala fiscal, pues esto pondría en peligro su proyecto de reconstrucción neo desarrollista de la nación, cuyo carácter módico no se compadece con las iniciativas duras y los riesgos ciertos que habría que tomar para llevarlo adelante. Y sin esas iniciativas y esos riesgos el país siempre estará expuesto a una inestabilidad permanente. De la cual este tipo de marcha es, precisamente, una muestra.
Si la Presidenta supone que su moderantismo económico es una garantía para un discurrir fluido de su gestión me parece que se equivoca. Las manifestaciones del 13 de septiembre y del 8 de noviembre de alguna manera así lo demuestran. Pues ellas, con lo relativamente pacíficas que fueron, ofrecen un espacio para la provocación que puede terminar cerrándose de mala manera. El estallido de algunos incidentes de gravedad pondría al gobierno en una situación difícil. Empeñado en su lógica garantista no puede desdecirse de ella sin incurrir en una grave contradicción si procede a reprimir, y la represión, no la mera intervención persuasiva o pacificante puede llegar a hacerse inevitable en aglomeraciones de este tipo si ocurren hechos de violencia grave, Bastaría para producirlos la acción de unos cuantos provocadores. De suscitarse una situación de esa clase, ¿se encuentran las autoridades en capacidad para actuar, ahora que la cadena de mandos en las fuerzas de seguridad se ha roto, como se pusiera de manifiesto en los episodios de cuasi amotinamiento que se produjeron en la Prefectura y la Gendarmería?
Hasta aquí las cosas han discurrido por carriles pacíficos y se tiene la esperanza de continúen de la misma manera. Salvo unos pocos energúmenos que agredieron a algunos periodistas, la abrumadora mayoría de los integrantes de la masa movilizada la otra noche no era agresiva; tal vez porque no tiene motivos reales de queja y más bien tiende a expresar un descontento difuso, fogoneado por el corporativismo mediático aglutinado por Clarín. Este oligopolio ve aproximarse la fecha del 7 de diciembre y se siente cada vez menos seguro acerca de su aptitud para seguir postergando la cesión de una parte de su imperio y la consiguiente apertura de un espacio más respirable para la transmisión y difusión de noticias, ideas y modelos de comportamiento. Pero la fragilidad del gobierno respecto de los apoyos que puede concitar en una situación de enfrentamiento no es un buen síntoma. Carece de apoyos de parte del sindicalismo combativo y se ha asociado a los especímenes menos recomendables de los "gordos" que hicieron factible la traición del menemismo. Por otra parte, carente de políticas efectivas de seguridad, el gobierno nacional es un blanco propicio para la gestación de otra de esas “revoluciones de color” que se han transformado en uno de los vectores del imperialismo y de los grupos dominantes cuando estos desean desestabilizar o remover a regímenes que por uno u otro motivo no son de su preferencia.
Cristina Fernández podrá hacerse todas las ilusiones que quiera acerca de Barack Obama y de la posibilidad de establecer una relación amena con los demócratas de Estados Unidos, pero el núcleo de intereses que se expresa en los organismos financieros internacionales y que en última instancia orientan el mundo, no se preocupa de los cambios más o menos cosméticos de gobierno en Washington y tiene a Argentina bajo una mala nota permanente. Desea verla humillada y reducida a la obediencia tras sus “atrevimientos” en materia de cancelación de la deuda y política económica. Los “fondos buitres” que mantienen secuestrada a la nave escuela de nuestra Armada en Ghana y amenazan incluso a la fragata “Espora” estacionada en Sudáfrica para someterse a reparaciones, no son tan solo la expresión de la piratería financiera, sino la evidencia de que la piratería financiera forma parte inseparable del sistema del imperialismo monopolista. Que el amigo de Paul Singer, Mitt Romney, haya sido derrotado en las elecciones de Estados Unidos (por un escaso margen en el voto popular, por otra parte) no significa que las acciones judiciales patrocinadas por las cortes de Estados Unidos vayan a caer por sí mismas.
Este gobierno debe ser sostenido por quienquiera tenga un adarme de buen sentido, pues inviste legitimidad democrática y realiza políticas en general progresivas. Pero también él debe asumir sus deberes y tomar iniciativas que lo saquen de la situación de relativo desamparo en la que se ha puesto y que podría agravarse si se produce una movida desestabilizante que lo comprometta a fondo. Después de todo, si se mira con atención, el trasfondo consciente o semiconsciente de la protesta del jueves era pedirle a Cristina que se vaya.
¿El menor de dos males?
Las elecciones norteamericanas del 4 de noviembre consagraron a Barack Obama presidente de EE.UU. por un nuevo período de cuatro años. Para los estadounidenses, al menos para los estadounidenses que pertenecen a los estratos menos favorecidos de esa sociedad, ese resultado es un alivio, pues el darwinismo social de un tipo como Romney les prometía un futuro aun más difícil que el que ahora tienen. Como señala Atilio Borón, “Obama es un representante del capital, pero Romney es el capital mismo”.
El actual presidente es una figurita de papel: su rol es ser la correa de transmisión de los intereses monopólicos. De las promesas de su primera campaña no quedó gran cosa. Apenas consiguió filtrar parte de su proyecto sobre seguridad social en un Congreso cuya Cámara de Representantes está dominada por los republicanos; no mejoró la situación de los asalariados y no encontró mejor idea para la recomposición de la crisis que se abate sobre su país desde 2008, que rescatar a los bancos, oligopolios y fondos de inversión –principales responsables de esa crisis- con ingentes entregas de dinero federal que les permitía, sin contrapartida, eludir la quiebra y premiar a sus gerentes en cese con indemnizaciones multimillonarias.
De política exterior ni hablemos. Lo que no había hecho George Bush jr. lo hizo Obama, pronunciando el compromiso bélico en Afganistán, multiplicando las incursiones con drones y los asesinatos selectivos, y poniendo en práctica, a través del atajo que le suministró la llamada “primavera árabe”, una remodelación del mapa político del medio oriente que aun no ha terminado. En efecto, después de Libia, las páginas más tenebrosas de este proyecto pueden estar todavía por venir si Obama, que ya se ha sacado se el problema de la reelección de encima, decide ir a por todo en Siria y en Irán. Al Premio Nóbel de la Paz nunca le ha temblado el pulso para lanzarse a la guerra.
Claro está que si Mitt Romney hubiera sido el ganador deberíamos haber cambiado esta especulación por una certeza. El candidato republicano es un cavernícola, emparentado con lo más reaccionario del electorado norteamericano. Que este reaccionarismo de Romney tenga su parte de oportunismo –necesitaba del Tea Party para diferenciarse de su oponente y presentarse como una alternativa a este- no hay duda de que en su fuero íntimo nutre convicciones que son afines a la representación del mundo que se hacen los exponentes más conservadores de la tradición política estadounidense. Como surgió de las conversaciones captadas de manera subrepticia por una cámara durante una reunión de Romney con “fundraisers” de Florida que contribuían a su campaña, el ex candidato republicano desprecia olímpicamente a los pobres. Acorde a la establecida leyenda norteamericana en el sentido de que el mundo se divide entre ganadores y perdedores (winners and losers) por una especie de predestinación, Romney estimaba que no debía preocuparse por la población que en ningún caso votaría por él. La describía como gente que no paga impuestos y que quiere depender del gobierno, gente que cree ser víctima, que el Estado tiene la responsabilidad de cuidarla y que supone tiene derecho a disponer en forma gratuita de asistencia médica, alimentación, techo y “cualquier otra cosa que se le pase por la cabeza”.
Hubo un dato interesante y renovador en la elección del 4 de noviembre, sin embargo. Este no fue otro que la votación “hispana”. Con más del 16 por ciento de la población estadounidense –50 millones de personas- de ese origen, la fuerza gravitacional del voto latino en Estados Unidos se está haciendo cada vez más grande y en estos comicios se reveló decisiva. Siete millones de votos hispanos recolectó Obama, en la participación más masiva de electores de ese origen. Necesitaba de 2,5 millones para volcar la elección de su parte. La población latina está en expansión y posee una concentración y un temario de problemas que tienden a hacerla muy activa y a convertirla en un factor de gran peso en las estimaciones preelectorales. A partir de aquí tanto los dirigentes demócratas como los republicanos habrán de andarse con cuidado en torno de las leyes de inmigración y el estatus de los inmigrantes ilegales si quieren que su pugna por las bancas o la poltrona presidencial tenga éxito. El problema migratorio es uno de los pocos que no pueden ser diferidos o extraviados en el laberinto judicial de las cortes de Estados Unidos. Familias partidas, filtración de “espaldas mojadas” y la existencia de una masa poblacional al sur del Río Grande que asegura que la presión inmigratoria va a seguir en alza, ponen a los políticos estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, frente a un problema al que no podrán ignorar.