Como en tantas otras cosas, los primeros años del siglo XX marcaron una enorme transición en el campo energético. El carbón fue desplazado por el petróleo como elemento base para proveer fuerza motora a las naves, las fábricas, las usinas productoras de electricidad y, posteriormente, al ferrocarril, mientras el parque automotor en continua expansión requería cada vez mayores cantidades de gasolina. En el campo industrial y militar el motor Diesel fue uno de los propulsores de este cambio. La guerra del 14 suministró el impulso decisivo: el mariscal Foch dijo que “las tropas aliadas habían ido a la victoria nadando en olas de petróleo”. Aviones, buques de guerra, submarinos, tanques y camiones, todavía en una proporción reducida en relación a la que tendrían después, fueron elementos vitales para combatir el conflicto. Aun antes de este la flota británica había planificado y lanzado la construcción de una División Rápida de acorazados que había de darle superioridad frente a la flota de alta mar alemana gracias al empleo del combustible líquido: este aumentaba la velocidad, eliminaba el engorroso carboneo y la necesidad de abastecerse de combustible en tierra. Asimismo permitía la aparición de cañones de mayor calibre debido a que el incremento de la potencia motora consentía su instalación en los barcos sin que estos perdiesen movilidad.
Fue en la estela de estos cambios que incluso antes de la guerra del 14 el gobierno británico, propulsado por el almirante Fisher y por Winston Churchill, este último por entonces Primer Lord del Almirantazgo, gestionó la “Anglo-Persian Oil Convention”; paraguas legal que consintió la exploración de los territorios del golfo Pérsico por una comisión de expertos presidida por un marino inglés. Los trabajos fueron financiados en gran medida por la “Anglo-Persian Company” y por la “Royal Burmah Oil Company”.(1)
Como se ve, el petróleo aparece desde el primer instante asociado a la geopolítica y la geoestrategia. El destino del Medio Oriente quedó sellado en ese momento: habría de convertirse en un espacio en disputa y en el punto de convergencia del interés de los estados mayores de todas las potencias. El nacionalismo árabe, que había empezado a representar una fuerza a partir del enfrentamiento contra el Imperio Otomano, fue manipulado por la inteligencia inglesa –T. E. Lawrence fue un arquetipo excepcional de sus agentes(2)-, y desarticulado en una serie de satrapías monárquicas bajo tutela británica. El monopolio inglés sobre el área fue por supuesto antagonizado por las otras potencias imperiales en el período posterior, Francia, Alemania, Italia y, último, pero no el menos importante, Estados Unidos, tenían intereses en la región. Pero no fue hasta que las conmociones anticolonialistas que siguieron a la segunda guerra mundial que los árabes pudieron luchar por ganarse su parte. Su accionar promovió una corriente de cambio, exasperando las tensiones ya existentes con ese nuevo protagonismo e iniciando una era de conflictos que persiste hasta hoy. Y que, a decir verdad, está cobrando tonalidades cada vez más sombrías.
El carácter crítico de las disputas que se generan en ese lugar a propósito del petróleo se duplica por el hecho de que sus yacimientos se encuentran enclavados a caballo de una de las principales rutas del tráfico. El Mar Rojo, el Golfo Pérsico y el istmo de Suez fueron la vía de las caravanas que conectaban a oriente con occidente durante siglos; su significación estratégica fue corroborada por el esfuerzo francés en perforar el istmo y crear el Canal de Suez en la segunda mitad del siglo XIX. Los franceses fueron empujados a un lado por los ingleses una vez consumada esa construcción, asegurándose estos el control de esa vía –esencial para su conexión con la India- desde 1875 hasta 1956, año en que fue nacionalizada por Egipto, durante el gobierno de Gamal Abdel Nasser. Ello le costó al líder egipcio enfrentar una intervención anglo-franco-israelí, desarticulada casi de inmediato por la presión estadounidense y soviética.(3)
Guerras sin fin
El apetito por el petróleo –y, con toda seguridad, por el gas, el otro recurso energético que se está tornando dominante- ha provocado un sinnúmero de guerras. También Latinoamérica ha sido afectada. Los intereses petroleros norteamericanos no estuvieron ausentes de las maniobras que tuvieron su parte en las luchas de la revolución mexicana y en diversos golpes de estado; y la rivalidad entre la Royal Dutch Shell y la Standard Oil Company (hoy Exxon) fue uno de los factores que estuvieron en la base de la guerra del Chaco, que ensangrentó a dos países de la Patria Grande: Paraguay y Bolivia. La Standard (estadounidense), estaba bien implantada en Bolivia, mientras que la Royal Dutch (británica), que actuaba en Paraguay, no había podido “morder” bien en Bolivia. A través de campañas mediáticas que hacían hincapié en nuestros “nacionalismos balcánicos”, se fomentó una hostilidad que llevó a acciones y reacciones que terminaron en un conflicto a propósito del Chaco. Este ocultaba, debajo de los móviles de una disputa territorial, la ambición británica de desbancar a su competidor norteamericano por la explotación de las reservas energéticas que se ocultarían en el subsuelo. Esta disputa corporativa librada a través de interpósitos países costó 90.000 vidas a los dos países hermanos. El papel de la cancillería argentina no fue airoso en la ocasión, pues se le ha imputado una parcialidad británica.(4)
El petróleo ha estado presente, incluso de una manera impensada para el gran público, en una serie de decisiones que tuvieron una importancia capital para el destino del mundo. En Europa, por ejemplo, el dilema central que enfrentó la máquina de guerra alemana una vez que Hitler desencadenó su invasión a Rusia, en 1941, fue la disputa que se planteó entre el Führer y su estado mayor respecto de las prioridades estratégicas de la campaña: ¿había primero que destruir al grueso del ejército rojo impactando en Moscú o girar al sur para adueñarse no sólo de Ucrania sino también de los yacimientos petrolíferos del Cáucaso? La cuestión se resolvió en dos etapas. Hitler se apoderó de Ucrania, pero luego viró hacia Moscú para ocupar la capital y destruir la masa del ejército soviético. Empero, después de la contraofensiva rusa que quebró el ataque alemán frente a la capital en diciembre de 1941, se hizo evidente que Alemania debía moderar sus pretensiones, aceptando que sólo le restaban fuerzas para intentar la segunda solución. La decisión volverse hacia el sur, sin embargo, se reveló también excesiva para la energía germana. La ofensiva contra Stalingrado estaba destinada en principio a cubrir el flanco norte del avance alemán hacia la región petrolífera del Cáucaso, pero se convirtió en un objetivo en sí mismo que hipnotizó a Hitler y desgastó el esfuerzo germano, haciendo vulnerable la Wehrmacht al contraataque soviético. Cuando este se produjo y se cerró el cerco en torno del VI Ejército atrapado en la ciudad a orillas del Volga, a las tropas del frente del Cáucaso sólo les quedó retirarse precipitadamente para evitar ser atrapadas. Más que por un desatino de Hitler el VI Ejército de Von Paulus fue sacrificado en aras de esa cobertura. Y las torres de petróleo de Bakú, Maikop y los otros yacimientos se perdieron en la distancia, mientras que la otra pinza del movimiento de tenazas que el Eje había montado para adueñarse de esas riquezas, se rompía para siempre en la batalla del Alamein, en Egipto, una victoria británica que iniciaría el repliegue alemán frente a los aliados occidentales.
Asimismo, cuando pocos meses antes de esas fechas los japoneses se habían lanzado contra Pearl Harbor, fue el petróleo lo que determinó esa movida. Porque el golpe estaba concebido para neutralizar a la flota del Pacífico norteamericana, a fin de cubrir su flanco occidental para llegar, por el sur, a las por entonces Indias Orientales Holandesas. La decisión de Washington, en julio de 1941, de embargar la provisión de petróleo, caucho y otros materiales estratégicos al Imperio del Sol Naciente si este no se retiraba de China e Indochina, había dejado a los japoneses con una Armada provista de reservas de combustible para apenas 14 meses de operaciones. A Japón sólo le quedaba allanarse a las condiciones norteamericanas o ir a la guerra. En China los japoneses estaban llevando adelante una implacable agresión colonialista. En términos éticos, por lo tanto, la exigencia de retirada era una pretensión irreprochable; pero sucedía que tanto Estados Unidos como Inglaterra y Francia habían desarrollado en China políticas de despojo y saqueo que habían precedido a las japonesas.(5)
Jacques R. Pauwels sostiene en un artículo publicado en Global Research del 27.10.12, que para levantar el embargo que lo estaba estrangulando, en noviembre de 1941 Tokio llegó incluso a ofrecer a EE.UU. el libre comercio con China a cambio del reconocimiento de igual derecho para Japón en América latina. Washington rechazó la propuesta. En las condiciones de histeria belicista que imperaban en Japón en esa época, ceder a las exigencias norteamericanas hubiera sido para la dirigencia japonesa como hacerse el harakiri. Decidió ir a la guerra. Mientras golpeaba con su mano izquierda Pearl Harbor, con la derecha bajó hacia Indonesia y la Australasia. En las posesiones coloniales holandesas y británicas el caucho y el petróleo eran abundantes y hacia allí se lanzó el volumen más cuantioso de la ofensiva nipona. El final de la aventura es conocido. Pero el petróleo, una vez más, había desempeñado un papel decisivo en el juego de cartas que las grandes potencias libraban para hacerse con la hegemonía.
La desdicha de sentarse sobre la riqueza
Después de la guerra las tensiones en torno al tema energético no hicieron sino exasperarse. El clima de guerra permanente que envuelve al Medio Oriente desde entonces responde a este asunto, amén de a la importancia que reviste esa encrucijada de caminos desde un punto de vista geoestratégico. La presencia de Israel en la zona ha contribuido, nada casualmente, a reforzar la naturaleza explosiva de ese escenario; pero no es, en sí misma, el elemento principal del estado de convulsión permanente en que se encuentra la zona. Simplemente, contribuye a exasperarlo.
La primera irrupción dramática del problema fue el golpe contra Mohammed Mossadegh en Irán, en 1953. El veterano político persa había tenido la ingenuidad de pensar que las riquezas del subsuelo de su país pertenecían a este, y en aras de esta creencia procedió primero a aumentar el arancel que las petroleras debían pagar a Irán y luego, ante la hostilidad de que era objeto, a nacionalizar el petróleo. Una conspiración urdida por la CIA y el M 16, con la colaboración activa del Shah y de los mandos del ejército, depuso a Mossadegh y lo envió a prisión hasta el fin de sus días.
La revolución árabe fue la secuela de la crisis en que habían entrado los imperialismos coloniales de viejo estilo como consecuencia de los golpes infligidos a su prestigio y a su capacidad económica y militar durante la segunda guerra mundial. El caso de Mossadegh, aunque producido en un país no árabe, sumado a la derrota frente a Israel en la guerra de 1948, exacerbó el radicalismo nacionalista e hizo presa sobre todo en los miembros jóvenes del estamento militar. Tal como había ocurrido en Bolivia una década antes, o en Turquía tras las guerras de los Balcanes y después de la derrota en la primera guerra mundial, la adversidad templó un espíritu reivindicativo y revolucionario que fructificaría después en fenómenos políticos como el kemalismo, el M.N.R. y el nasserismo.
El petróleo constituyó a partir de entonces un premio que allegaría ríos de dinero y ríos de sangre a los países del Tercer Mundo que disponían de él. Y también se convirtió en un arma para contrarrestar el dominio occidental sobre los países productores de crudo. En agosto de 1973 la OPEP decidió cortar el suministro de petróleo a los países que habían sostenido a Israel durante la guerra de Yom Kipur y ello determinó la primera gran crisis del petróleo, que acabó -o contribuyó a acabar- con las "tres décadas doradas" de la prosperidad económica en que se había bañado occidente. A partir de entonces las cosas no volvieron a ser iguales, aunque hoy asistimos a un esfuerzo criminal para devolverlas a su anterior estado.
La telaraña de las pipelines
En este momento las tensiones en torno a las materias primas no renovables crecen en todas partes. Y las primeras y más urgentes de ellas son el petróleo y el gas, que se puede suponer seguirán manteniendo el rol preponderante en la propulsión y en la generación de energía durante las próximas décadas, hasta que puedan ser reemplazados o complementados a gran escala por la energía nuclear o por otras fuentes alternativas. Y también aumenta la fricción en torno de los puntos críticos de la traslación de carburante, mercancías, y bases militares destinadas a controlar esas vías, así como el acceso a la comunicación interoceánica y a la última tierra virgen por conquistar, la Antártida. Esto debería alertarnos acerca de la importancia cardinal del contencioso Malvinas e instalar este tema como fundamental en nuestras políticas de Estado.
El Océano Índico y las islas que lo siembran también se han convertido en un espacio conflictivo, pues de allí es desde donde Estados Unidos puede amenazar a China, designada como la principal obstrucción que puede alzarse frente a su proyecto hegemónico, y porque por ese lugar circulan los superbarcos que allegan el petróleo al occidente, al oriente y el extremo oriente.
Los oleoductos y gasoductos –instalados o proyectados- que atraviesan el Asia central y el medio oriente son un motivo clave de las tensiones que recorren el área. Allí se disputa el Gran Juego, esto es, el control de los reservorios energéticos y de las vías terrestres y marítimas para conducir el petróleo y el gas hacia los núcleos que son los principales consumidores de esos productos: Europa, China, India, Japón y Estados Unidos. Europa necesita salir de la dependencia del gas ruso o llegar a una entente con Moscú que no podría sino pasar por una reversión de alianzas. Esta debería privilegiar la relación con el Este respecto del vínculo que hasta aquí la UE ha sostenido con Estados Unidos y Gran Bretaña… Es un paso que es muy difícil den las direcciones políticas que se reparten en la actualidad la gestión de esos países. Hipnotizados o corrompidos por el espejismo neoliberal, los conservadores o los socialdemócratas no tienen ninguna intención de reencontrarse con la gran tradición del nacionalismo burgués de la cual el general De Gaulle fuera el supremo intérprete.
El problema de la creciente crisis energética estuvo siempre vigente, así como la necesidad imperial de tener fuentes seguras de provisión de crudo. Pero la cuestión tomó un ritmo desatentado a partir del hundimiento del bloque soviético. Hasta entonces, con altibajos, los países árabes que habían logrado mantenerse relativamente independientes del diktat norteamericano se mantenían. La desaparición de la amenaza rusa y la desaparición del mundo bipolar abrieron la vía a atrevimientos que occidente no había podido permitirse desde mediados del siglo XX, cuando la revolución colonial explotó en la periferia. Pero hete aquí que el campo se volvía abrir, que la bipolaridad parecía trocarse en unipolaridad, que se ofrecía la posibilidad de un nuevo ordenamiento global y que, a la escala del mundo, el control de los combustibles fósiles en vías de reducción o extinción, se erigía en una de las claves de predominio.
No se tardó nada en pasar de la concepción al hecho, tanto más cuanto que los proyectos para bajar la mano sobre las reservas de energía y sobre el avispero del medio oriente y el Asia central hacía tiempo que formaban parte de los planes de contingencia del Pentágono. La invasión de Irak a Kuwait (uno de los típicos emiratos petroleros inventado por los británicos para controlar el mapa de la Península Arábiga) suministró la ocasión, probablemente buscada, para un desembarco en fuerza y a escala masiva de Estados Unidos en medio oriente. La guerra de 1990-91 (la operación Tormenta del Desierto) barrió con el poderío militar de Irak, eliminando su amenaza y ablandándolo para el golpe definitivo que se daría en 2003, cuando Washington, fundándose en la provocación que significara el ataque del 11 de septiembre de 2001contra las Torres Gemelas, prosiguió la serie de asaltos militares contra países que se presumía daban asilo a los terroristas o se encontraban en disposición de efectuar ataques con “armas de destrucción masiva”.
En realidad, tales amenazas no fueron ni son más que pretextos para poner en marcha los engranajes de una reformulación del mapa mundial que, aún hoy, sigue siendo la meta de los estrategas de Washington. Al servicio de este proyecto se ha puesto una parafernalia no sólo bélica sino mediática y cinematográfica que ha instalado el tema del terrorismo y el narcotráfico como factor destinado a impregnar la imaginación colectiva, alejándola de la causa real de la crisis que nos aflige. Esto es, del agotamiento del capitalismo senil, que sólo puede perpetuarse a través de la violencia y el control mental y físico de aquellos a los que domina o entiende dominar. El terrorismo y el narcoterrorismo son fenómenos reales, pero indisociables del sistema que los engendra, los nutre y los usa cuando es necesario, ya sea como chivos expiatorios o como sujetos útiles para la eliminación de presencias molestas. Véanse los casos de los intentos de liquidar a Fidel Castro, el empleo de los jihadistas de Al Qaeda en Libia contra Gaddaffi y en Siria contra Hafez Al Assad o, incluso, el asesinato de John F. Kennedy.
La dura realidad y América latina
El proyecto norteamericano de hegemonía global, tropieza sin embargo con obstáculos cada vez mayores. Lejos ha quedado el concepto del “fin de la Historia”, acuñado por Francis Fukuyama tras la implosión de la URSS. El mundo unipolar imaginado en aquel entonces se ha transformado en un universo multipolar poblado por muchos actores. Una Rusia rediviva después del desastre de la gestión renunciataria de Boris Yeltsin; los países del BRICS, el grupo de Shangai, una Unión Europea que hace agua, la inestabilidad de la economía norteamericana que la aproxima a la crisis del 29, muestran que el mundo no es un dominio manejable por una sola potencia o por una constelación de potencias controlada por Estados Unidos.
Esto no significa que el futuro vaya a ser menos complicado. De momento el modelo sistémico persiste en su voluntad de dominio y no encuentra, a nivel social, fuerzas que reviertan con eficacia su accionar, aunque halla resistencias cada vez más marcadas. El tema del control de las materias primas no va ser de menos importancia en un mundo dividido que en un mundo puesto bajo el dictado del imperio. Más bien se tratará de todo lo contrario: los antagonismos entre las potencias o los bloques regionales vigentes o en formación van a exacerbar la búsqueda de los recursos que consientan estar en condiciones de medirse los unos con los otros. Para América latina este es un dato fundamental, pues Estados Unidos, si no logra sus objetivos de máxima, tenderá a replegarse sobre lo que considera su propia e inalienable esfera de influencia, el hemisferio occidental que nos incluye. El petróleo abunda entre nosotros, así como una gran riqueza en minerales, commodities agrícolas y ganaderas, recursos hidráulicos y mano de obra.
No es que debamos representarnos la relación con EE.UU. como la de una enemistad fatal; más bien hay que pensar siempre en la posibilidad de establecer una relación armónica con Norteamérica. Pero la naturaleza objetiva del Gran Hermano norteño no consiente hacerse muchas ilusiones acerca de sus buenas intenciones. Cualquier abrazo con él corre el riesgo de parecerse al abrazo del oso.
En América latina residen las mayores reservas petrolíferas del globo, con la primacía de Venezuela; también aquí la Amazonia, el reservorio guaraní, los grandes ríos y los hielos continentales implican una provisión inagotable, si es bien tratada, de agua y biodiversidad. Y también aquí existe un enorme espacio y una comunidad de cultura que resulta del mestizaje iberoamericano, que otorgan a la región una potencialidad unitaria sin parangón en el mundo. ¿Encontraremos el camino para administrarla sabiamente? Y antes aun, ¿encontraremos la vía para adueñarnos de ella, es decir, de nosotros mismos?
Notas
1) Winston Churchill: La crisis mundial 1911-1918. José Janés Editor. Barcelona, 1944.
2) Literato, arqueólogo, guerrero y político, Thomas Edward Lawrence, “Lawrence de Arabia”, fue una de esos raras figuras que asumían el imperialismo como una misión. La imposible conciliación entre un temperamento romántico y la cruda realidad de los hechos que hubo de consumar otorgaron a su figura un relumbrón que fascinó a muchos, pero que ocultó repliegues enigmáticos que provenían no sólo de su atormentada sensibilidad personal, sino probablemente también de la ambigüedad de su trabajo entre los árabes, que consistió en liderarlos y traicionarlos al mismo tiempo.
3) Fue el último acto de la prepotencia colonialista viejo estilo. Pero por poco tiempo. Hoy, desaparecida la URSS y 3) lanzado EE.UU. a la conquista de una vidriosa hegemonía mundial, ese tipo de práctica ha sido restablecido con descaro, camuflándola con el nombre de “operaciones para restablecer la paz” o “intervenciones humanitarias” para preservar a los pueblos de los excesos de los tiranos que presuntamente los oprimen.
4) El papel de la cancillería argentina no fue demasiado airoso en la ocasión. Augusto Céspedes en su libro El dictador suicida (Editorial Juventud, La Paz, 1968), imputa al ministro de Relaciones Exteriores argentino, Carlos Saavedra Lamas, haber trabajado a favor del Paraguay; cosa posible en razón de los estrechos vínculos entre nuestra oligarquía y el imperio británico. Saavedra Lamas, que presidiría luego la comisión mediadora entre los dos países, sería ungido con el Premio Nóbel de la Paz, en la primera de las bromas pesadas que suelen dispensar las academias sueca y noruega a propósito de figuras cuya contribución a la paz suele ser muy discutible.
5) Lo que deseaban no era imponer un código humanitario sino no ceder la parte del león de esa magnífica presa a un imperialismo recién advenido. Asimismo Estados Unidos necesitaba un pretexto para sumarse a la guerra entre el Eje, la Gran Bretaña y la URSS, a fin de bloquear el intento alemán de hacerse con la hegemonía en Europa, intento que amenazaba la aspiración del establishment a convertir a EE.UU. en la primera potencia mundial. Desde los tiempos de la doctrina del “destino manifiesto” la aleación entre el dinamismo capitalista y el darwinismo social de la clase dirigente norteamericana se ha convertido en uno de los factores determinantes de la marcha del mundo. Y a esta combinación explosiva hay que añadir el mesianismo bíblico que cubre como un barniz a gran parte de esa sociedad, cuyos integrantes a menudo tienden a sentirse como miembros del país elegido.