Por estos días como consecuencia del lock out agrario, ha vuelto ponerse sobre el tapete una presunta antinomia entre el campo y el peronismo, el único movimiento de masas que, con todos sus defectos y contradicciones, puso en algún momento en tela de juicio el modelo sistémico forjado por la organización nacional.
Creo que este planteo (el peronismo enfrentando hoy al campo) surge sin embargo de un malentendido. Dicho malentendido se basa en identificar al gobierno actual con el movimiento original que en la década del ‘40 y principios de los ‘50 ensayó un cambio de veras profundo de los datos que habían configurado Argentina como país. Lo que se manifiesta aquí, más allá de las evidentes y fuertes diferencias que pueden discernirse entre los actores de esta puja, y en la cual yo me decanto por el gobierno, es la punta de un iceberg. Apenas un indicio del conflicto secular que ha opuesto a una casta, con una Nación como proyecto.
Este último aun no está definido por el gobierno de Cristina, que sigue respetando las grandes líneas del modelo neoliberal de saqueo consolidado por el menemismo; por lo tanto, mal se puede argüir que estamos ante un choque frontal entre dos tipos de país. Pero es cierto, en cambio, que en esta confrontación se perfilan los elementos de ese debate. Esto es positivo, pues debería forzar a los estamentos políticos a hablar de lo que realmente importa.
No se percibe, sin embargo, por ahora, una voluntad genuina de hacerlo; ni de parte de la oposición, que se enanca en discursos destructivos, superficiales y solapadamente golpistas; ni del lado del gobierno, que sigue soslayando los datos fundamentales del debate al poner el tema de quién se queda con una porción de la renta diferencial agraria, tan solo en relación a una redistribución de esta en tareas como la asistencia social, la educación y las comunicaciones rurales, muy importantes en sí mismas, pero que no van al centro de la cuestión.
Este centro es la construcción de una Argentina industrial, dueña de sus rentas y asociada al Mercosur. Pero, para que esto funcione, el asunto no pasa sólo por poner un límite al egoísmo desenfrenado de los grandes y medianos productores, que enloquecen cuando les tocan un céntimo de las suculentas ganancias que extraen del cultivo de la soja; pese a que esta es pan para hoy hambre para mañana, ya que amenaza la fertilidad de las pampas y arrasa el bosque nativo. El asunto pasa también, sobre todo, por quienes están detrás de ellos, por los grandes monopolios que se han adueñado, por compra o arrendamiento, de más del 50 por ciento de la superficie cultivable del país y que son, o eran, gravados por el gobierno en igual medida que los medianos y pequeños productores. Sobre un total de 300.000 productores (hace unos años había más del doble), los más importantes son las empresas transnacionales, que detentan la mitad de la tierra y arriendan gran parte del resto. Se apropian de gran parte de la renta agraria, tercerizan las exportaciones, fijan los precios que pagan a los medianos y pequeños productores; gambetean al fisco y monopolizan la comercialización de insumos.
Más grave aún: la distorsión a la que nos referimos –quien tiene más, tributa proporcionalmente lo mismo que quien tiene menos- es extensible de manera mucho más espectacular y destructiva al conjunto de las actividades económicas de envergadura. No se grava la renta financiera, ni se cobra tributo a las exportaciones de mineral que efectúan las transnacionales mineras –es más, se subsidia a estas-; no sólo no se intenta renacionalizar el petróleo sino que se renuevan concesiones que consienten a las empresas privatizadas exportar crudo sin efectuar un reintegro al Estado que esté acorde al aumento del combustible en el mercado internacional y a las fabulosas ganancias que cosechan en este; no se debate la deuda externa y no se plantea una reestructuración de las comunicaciones que pase por la reconstrucción de la red ferroviaria. En cambio se proyecta un emprendimiento faraónico –el tren bala- que incrementará la deuda y podrá ser usado sólo por pasajeros de alto nivel adquisitivo. Todo esto implica la carencia de un proyecto industrializador y tecnológico que asocie la expansión fabril a la política de defensa. Argentina es hoy un país prácticamente inerme en medio de una situación internacional que se ensombrece día a día.
Se ha perdido y se está perdiendo un tiempo precioso: el que va del repudio al modelo neocapitalista que se produjo en América latina a fines de la década pasada, y una previsible contraofensiva del Imperio, que estima a esta región del hemisferio occidental como su patio trasero y que ha contado siempre con complicidades locales de gran peso económico que le allanaron el camino.
La relación del Estado con el campo no tiene por qué ser mala. La renta agraria, derivada de la muy favorecida naturaleza del campo en nuestro país, ha sido y sigue siendo una fundamental fuente de riqueza. Pero esta riqueza debe garantizar no sólo el confort de quienes detentan la tierra, sino que también debe ser usada como elemento de promoción para el conjunto de la sociedad, como de alguna manera lo fue entre 1946 y 1955, con el Iapi y si mal no recuerdo la Junta de Nacional de Granos.
La prosperidad del campo debe insertarse dentro de un programa de desarrollo que abarque al conjunto de las actividades del país; se preocupe de imponer un impuesto progresivo a la renta y explore las maneras de salir del atolladero de una deuda externa ilegítima, que ronda los 200.000 millones de dólares. Este año nuestro país debe pagar creo que alrededor de 15 mil millones de esa moneda para servir sus intereses. Pero aun con esta rueda de molino al cuello Argentina, si se lo propusiese, podría lanzar un interesante programa de desarrollo. Para ello, el único instrumento válido es el Estado.
Ahora bien, para encarar esta ruta hay que tener inteligencia estratégica, resolución y ser ajeno al tejemaneje de influencias y prebendas. ¿Podrán nuestros dirigentes acceder a esos atributos? Por ahora, no pasa nada. O pasa demasiado, pues quienes dirigen el gobierno parecen no haber estado siquiera estar en condiciones o en disposición, cuando era tiempo, de liberar las rutas de presencias intrusivas y extorsivas. Esperan ganar por cansancio, parece. Pero, ¿y si la sociedad se cansa primero?