Por estos días España está atravesando días críticos. A las manifestaciones de los “indignados” se está sumando la reivindicación independentista catalana. El poder del Estado o más bien de la dupla partidaria que se ha repartido alternativamente el ejercicio del gobierno desde la desaparición del franquismo, no suministra solución ni respuesta a ninguno de los problemas. El Partido Popular sólo atina a reforzar las políticas de ajuste y a privilegiar los intereses financieros como expediente para acomodarse a las exigencias del Banco Central Europeo, y el Partido Socialista protesta en tono menor: después de todo fue un gobierno con el sello del PSOE el que recibió el primer impacto de la crisis y asimismo el primero en aplicar las medidas que Mariano Rajoy se está encargando en estos momentos de profundizar de manera inclemente. El socialismo fue tan responsable como su oponente de la política neoliberal que desembocó en el actual desbarajuste.
Los problemas estructurales que trabajan la identidad española se agitan al soplo de la debacle económica. La cuestión de los “nacionalismos” que desde un siglo y medio a esta parte comenzó a cobrar intensidad, adquiere nueva virulencia. Justo cuando el problema vasco parecía empezar a encarrilarse hacia una suerte de equilibrio consensuado, en Cataluña una compleja maraña de factores ha hecho desbordar el descontento y ha arrojado a mucha gente a la calle, a reclamar la separación de la región del cuerpo de la nación española.
Tras aclarar que lo que aquí estamos tratando está referido al espacio europeo, conviene establecer la diferencia que existe allí entre los nacionalismos de campanario, y el nacionalismo del Estado-Nación. Los primeros suelen exteriorizar una diferencia cultural, confesional o idiomática que, eventualmente, es explotada por un estado central absorbente que puede llegar a explotar de manera colonial o semicolonial a una población relegada que, sin embargo, comparte las características raciales del grupo dominante o no guarda diferencias apreciables respecto a este. El nacionalismo, en ese caso, se justifica como expediente para sacudirse el yugo.
No es un caso frecuente. Fue sí el problema de los irlandeses del Eire, sometidos por siglos a la dominación inglesa, que se fundaba en la rapiña de una clase latifundista protestante anglo-escocesa que relegaba al campesinado católico y lo sometía a políticas exactivas que a veces generaban hambrunas devastadoras. Y como suele ocurrir en estos casos, el saqueo colonialista se justificaba a sí mismo cubriéndose con la capa del desdén racial. Según la perspectiva del núcleo dominante; los celtas católicos eran por naturaleza inferiores a los anglosajones protestantes, y proclives a la pereza y el desorden.
Ahora bien, el nacionalismo irlandés es el único que ha tenido esas características en Europa occidental. Y, cosa notable, el factor lingüístico no fue demasiado importante en su surgimiento. Aunque muchos nacionalistas hayan reivindicado el gaélico como lengua nacional, el principal vehículo expresivo no sólo siguió siendo el inglés sino que fueron los irlandeses los que suministraron algunas de las figuras más importantes de sus letras modernas. Por ejemplo James Joyce, Oscar Wilde, George Bernard Shaw y Liam O’Flaherty, entre otros.
En otras zonas de Europa el Estado-Nación, tal como lo forjó la Revolución Francesa, se configuró por encima de esas diferencias o las relegó a un segundo plano, articulando una estructura consolidada por el idioma en la cual las lenguas locales en ningún caso pretendieron erigirse en vehículo de una identidad cultural radicalmente diferenciada. Por ejemplo el napolitano y el piamontés, en Italia, son evaluados no como lenguas sino más bien como dialectos, esto es, como variaciones de una lengua predominante, que es la que brinda el terreno común en el cual encontrarse. En este caso esa lengua es el italiano tal como se lo habla en Toscana. Las tendencias centrífugas que se perciben en la península itálica no sólo son más débiles que las españolas, sino que no parecen querer engancharse a una peculiaridad cultural cualquiera sino que tienden a expresar sin velos –como en el en el caso de la llamada “Padania”- una cruda cuestión de interés económico. En Francia, salvo en el caso de Córcega y esto tampoco en gran escala, sucede lo mismo.
En España el problema de los nacionalismos está mucho más teñido de particularismo, un particularismo que, por razones que se derivan de la originalidad del desarrollo de la madre patria, se ha enquistado en la retórica catalanista, vascuence o gallega, aunque en el fondo, en especial en el caso catalán, responde también a una determinación económica y social que no dice su nombre.
Una dialéctica atormentada
España fue unificada por la acción de la monarquía castellana. Esta, sin embargo, pese a su autoritarismo, no pudo o no se interesó en llegar a conformar una sociedad moderna para su época, al estilo de las monarquías absolutas que surgieron en Francia con los Valois y los Borbones, o en Inglaterra con los Tudor y luego los Estuardo. La reacción de la nobleza feudal y los intereses de los señores de la Mesta –la agrupación corporativa que se dedicaba a la trashumancia del ganado y que contaba con grandes privilegios de la Corona- sumada a la pesada presión fiscal de esta, a su delirio universalista y a su identificación con los intereses de la Casa de Habsburgo, obstaculizaron o destruyeron la agricultura, deforestaron el país y limitaron los atisbos de industria que se insinuaban en muchas partes. Al no conformarse una burguesía digna de tal nombre los particularismos subsistieron. Pero no fue hasta mediados del siglo XIX que esa diferenciación de carácter fementidamente “nacional” comenzó a tomar cuerpo, como consecuencia, justamente, de la aparición de unas burguesías regionales entre las cuales la catalana fue la más vigorosa.
En ese momento se articuló una lógica de las contradicciones de carácter negativo y peligroso. Esos estratos burgueses eran en parte secuela del surgimiento de la revolución liberal española, que intentó modernizar al país. Fue un intento hasta cierto punto fallido. Jaqueada desde un principio por la reacción absolutista y por el ultracatolicismo que se oponían a su cumplimiento, la revolución no completó su tarea. Lo que resultó fue que el reaccionarismo expresado en el carlismo, una vez derrotado este, se replegó en el tradicionalismo regional. Y ese regionalismo se conjugó a su vez, en una dialéctica que podríamos considerar perversa, con la progresista burguesía catalana que, atemorizada por el bullir de las tendencias revolucionarias en el resto de España, usó al catalanismo como una forma de desatender el deber histórico que le competía. Esto es, fungir como elemento centrípeto para ordenar a España. En vez de esto se refugió en sí misma, produciendo una obra admirable en el campo de la cultura –el modernismo catalán se cuenta entre los hechos más originales y ricos que ha dado la civilización europea en la intersección de los siglos XIX y XX-, pero rehuyendo el cumplimiento de la misión que podría haber asumido. Dice Antonio Ramos Oliveira: “La revolución catalana no podía detenerse en la línea del Ebro sin fracasar y dejar inconclusa la revolución española. Replegándose en un nacionalismo de corto aliento, la burguesía de Barcelona privó a la transformación española de su más valioso elemento constructivo, introdujo inextricable confusión en la vida pública nacional y consumió en una estéril batalla de cincuenta años espléndidas energías del pueblo catalán y no pocas ajenas”. (1)
Esto ha hecho que España arrastre una invertebración que se expresa aun en estos días. Esa invertebración fue uno de los factores que precipitaron la guerra civil 1936-1939, pues en ese momento la lucha de clases se combinó con la manifestación de unas reivindicaciones regionales que una vez más, so pretexto de luchar contra el centralismo de Madrid, lo que en realidad reflejaban eran las tendencias centrífugas de las burguesías vasca y catalana. El grito de Falange –“España libre, España grande, España una”- más allá de las camisas azules y de la parafernalia fascista con que se adornaba, tenía su razón de ser cuando José Antonio la encabezaba. Sin embargo los elementos positivos que pudo haber habido en ella naufragaron luego en el vendaval de la guerra y la resolución de la crisis española se verificó bajo el control del Ejército, tanto en el plano social como en el nacional. Con Franco la unidad española se consolidó a palos, lo cual equivale a decir que no se consolidó en absoluto.
Con la Transición y el otorgamiento de las autonomías la cuestión podría haber quedado zanjada definitivamente. Pero en ese momento las tendencias centrífugas empezaron a ser reforzadas por la atracción que ejercía la Unión Europea en vías de conformación. El catalanismo y el secesionismo vasco crecieron notablemente, en el segundo caso generando un subproducto siniestro, ETA, que practicó un terrorismo insensato y cuyo substrato ideológico fusionaba directrices contradictorias, que provenían por un lado del racismo y la xenofobia antiespañola de Sabino Arana (1865-1903), y por otro se conjugaban con el aventurerismo de las secuelas militaristas del Mayo francés: las Brigate Rosse italianas o la Rote Armée alemana.
Los independentistas catalanes mantuvieron una tesitura mucho más política e inteligente frente al problema. Aun más que los vascos se convirtieron en el fiel de la balanza en el tejemaneje político del parlamento español. Los nacionalistas catalanes dominaron la política de la región autónoma desde poco después de la muerte de Franco y a pesar de su participación en la política de alianzas y contrapesos que definía la suerte de los gobiernos parlamentarios que se sucedieron en Madrid a partir de 1975, pusieron proa resueltamente a la independencia de España. Una independencia buscada sobre todo para lograr la autonomía fiscal y permitir de esa manera a la burguesía barcelonesa regentar el desarrollo de su región de acuerdo a sus intereses, deshaciéndose de las obligaciones generales que plantea la aceptación de una nación española como conjunto.
Una óptica mezquina
Este tipo de visión entraña, a nuestro parecer, una óptica mezquina, peligrosa e ilusoria. Mezquina porque ningunea a prácticamente la mitad o más de los pobladores de Cataluña, que se sienten españoles e incluso provienen de la emigración interior; peligrosa porque empuja a la subdivisión de las pretendidas nacionalidades que pueblan la península, a pesar de que el Estado español no las oprime en absoluto y que es a su sombra que han crecido y prosperado a lo largo de décadas; e ilusoria porque el catalanismo ni siquiera puede configurarse como un todo, dado que en la región valenciana ha surgido una división dentro de la división al existir quienes sostienen que el valenciano es diferente del catalán y designan a su idioma como “blaverismo” y en consecuencia califican a su vez al catalanismo de “imperialista”. La verdad, es como para agarrarse la cabeza…
Es imposible –una vez más según mi parecer, que no es el de un español de España, sino el de un miembro de la comunidad hispano hablante- ver con buenos ojos las posturas de individuos como el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y sus congéneres de Convergencia i Unió y otros partidos independentistas. La tendencia del progreso en nuestro tiempo va en la dirección a las aglomeraciones grandes y sustentables, no hacia la fragmentación en miniestados que pretenderían sumarse a una Unión Europea que es un batiburrillo de intereses encontrados y que, en este preciso momento, cruje por todos sus costados. Por otra parte conviene no dejar de tomar en cuenta que el hecho separatista, en este momento, tiende a distraer a la opinión pública catalana del problema mayor que vive España y que no es otro que el agotamiento del modelo neoliberal que la Generalitat ha servido en todo momento.
El tema español no nos deja afuera a nosotros, iberoamericanos. Esta es la razón por la cual escribo este artículo, que algunos españoles podrían juzgar impertinente si llegaran a leerlo. Y no nos deja afuera no sólo porque provenimos de esa matriz, sino porque las tendencias centrífugas, siempre presentes en nuestra historia, han representado la mayor tragedia de la vida de nuestros países. Dividida e imantada por la atracción de los centros imperialistas, Suramérica experimentó también, a una escala gigantesca, la partición de sus componentes. Uno de estos, Brasil, ya era una entidad que derivaba sola en el momento de la independencia, pero lo que no se suele tomar en cuenta en su caso es que también ese hecho era la proyección una fragmentación ibérica determinada por la atracción que Inglaterra ejerció sobre Portugal y que permitió, en las condiciones de catastrófica decadencia de los últimos monarcas de la casa de Austria, desgajarlo de la “piel del toro”.
Estos no son perspectivas frecuentes entre los analistas internacionales que se acercan al fenómeno español. Entre nuestros progresistas hay incluso una tendencia a reivindicar las causas secesionistas en la madre patria que parece ser heredera del antiespañolismo de corte sarmientino; a su vez deudor del antihispanismo anglosajón, que tenía motivos mucho más concretos que los del maniqueísmo del ilustre sanjuanino. El estereotipo de la lucha entre la civilización y la barbarie fue acuñado, mucho antes del “Facundo”, por la leyenda tejida por la Europa protestante en torno de los aspectos sin duda reaccionarios y oscuros de la “España negra”. Pero los ingleses que magnificaban esos datos no lo hacían por motivos altruistas, sino porque se encontraban a la cabeza del desarrollo capitalista en esa época y esa visión les resultaba útil para debilitar al imperialismo rival.
Reasumiendo y terminando, no parece que la “autodeterminación” funcione en el caso de las comunidades mínimas. Más allá del caso español, esa tendencia, lejos de suponer una instancia democrática y superior de gobierno, parece ser más bien un instrumento para debilitar a las naciones concebidas como un organismo democrático, donde las clases sociales pueden encontrar un cierto equilibrio y donde se hace posible una construcción estructural que consienta un cierto grado de defensa frente a los tiburones que merodean en el mundo globalizado. Las tendencias centrífugas han sido siempre manipuladas y aprovechadas por el imperialismo. Y no creo que esa actividad nefasta esté en vías de terminar ni que España sea una excepción a la regla, aunque ella forme parte, en sus estratos dirigentes, de esa misma ecuación imperial.
Nota
1) Antonio Ramos Oliveira: “La unidad nacional y los nacionalismos españoles”, Colección 70, México, 1969.