De muchos años a esta parte se multiplican las advertencias sobre la decadencia del poder norteamericano. Que China ha de reemplazar a los USA como primera economía del mundo, que Estados Unidos pretende abarcar más de lo que puede apretar, que la espantosa deuda pública de la Unión más pronto que tarde ha de hacer explosión y que arrastrará al mundo en su caída, son algunos de los puntos –en general veraces- que se citan para definir la situación de la potencia del norte como extremadamente grave. El mismo Paul Kennedy –el autor del magistral libro Auge y caída de las grandes potencias- no vacila en calificar la situación como un embrollo sin salida.
Sin embargo, a pesar de estas desfavorables perspectivas, la oligarquía política de Washington persiste impertérrita en sus planes de hegemonía y se previene, para la deriva catastrófica que se pronostica, multiplicando sus gastos militares y declarando como primera prioridad de su política externa la construcción de un arco alianzas en el área Asia-Pacífico que estará dirigido sin duda contra China, mientras que en el medio oriente gerencia las derivas de la llamada “primavera árabe” y prosigue sin descanso su guerra de zapa contra Siria e Irán, con la ayuda furibunda de Israel, obsesionado por la aparición de un eventual “equilibrio del terror” en la región si Irán se hace con capacidades militares de carácter nuclear. Y muchos estiman que si la chispa aun no ha saltado entre esos dos países es porque Washington le hace tascar el freno a Benjamín Netanyahu hasta que pasen las elecciones norteamericanas de noviembre.
De estas no hay que esperar nada en lo referido a un posible cambio de rumbo en la política exterior norteamericana. Como dijo más de una vez Gore Vidal, “Estados Unidos es una nación gobernada por un partido que sólo tiene dos alas derechas”. En efecto, si Mitt Romney es un conservador que estima que no es su trabajo ocuparse del 47 por ciento de los norteamericanos que, entiende él, votan demócrata porque quieren que el Estado haga por ellos lo que ellos no quieren hacer por sí mismos -esto es, “asumir sus responsabilidades y ocuparse de sus vidas”-, el presidente Barack Obama no ha cambiado un ápice la directriz de la política exterior de su nación. Como lo enseña la historia, los demócratas suelen ser más peligrosos que los republicanos en lo que atañe a las intervenciones en tierras extrañas. En consecuencia, de las elecciones de noviembre no habrá que esperar variaciones sensibles en la orientación fijada por el complejo militar-industrial-financiero, que es el trípode que sostiene la gestión efectiva de la política estadounidense.
No hay entonces nada que esperar respecto de un cambio en las coordenadas de la política mundial en un futuro próximo, habida cuenta de que Estados Unidos es, más allá del show de intrigas y juegos de masacre partidarios que Hollywood se complace en retratar, el poder que fija las reglas del juego, y que sus adversarios globales en potencia parecen no querer interferir, por ahora, en su actividad tentacular y dan la sensación de estar predispuestos a dejar que se cocine en su propia salsa.
Un gran choque en ciernes
Es verdad que esta situación podría cambiar si se precipita un conflicto en gran escala en el medio oriente, dado que allí Rusia tiene intereses puntuales y China no podría dejar de sentirse afectada. Y las posibilidades de que este estalle son grandes. Hay muchos factores en juego y que van muchísimo más allá de las reivindicaciones “humanitarias” de EE.UU. y la OTAN, que dicen preocuparse por la suerte de las minorías oprimidas y por la brutalidad de los regímenes despóticos en plaza. Que como siempre son los que se oponen de una u otra manera a los designios de occidente. De la brutalidad de los que son aliados a este –como Arabia saudita, los emiratos petroleros, etc.-, nadie se preocupa, como nadie se inquieta en torno del armamento nuclear israelí y del hecho de Tel Aviv suprime brutalmente los derechos de la población palestina en Cisjordania.
La “guerra humanitaria” es una contradicción en los términos que sin embargo hunde sus raíces en el pasado de occidente. La ilustración que flanquea estas líneas, que incitaba en 1898 a la guerra de Estados Unidos contra España, así lo demuestra.. En ella la blanca imagen de la Unión tiende los brazos para socorrer a una Cuba morocha e infantiloide agarrotada por la ferocidad ibera. Desde “la cruz y la espada” a la misión civilizadora que Rudyard Kipling definía como “la pesada carga del hombre blanco”, hay una continuidad innegable, que ahora reverdece con el tópico de la “guerra justa”, de las “misiones de paz” y de la necesidad de “llevar la democracia” a los países musulmanes. Cómo se concilia esto con la utilización de formaciones inspiradas en el salafismo, en la Jihad y en Al Qaeda es un misterio que resta explicar, pero que no parece molestar a nadie ni en el gobierno ni en la opinión pública de Estados Unidos. Total, la dictadura del discurso mediático poliforme se encarga de diluir las contradicciones en un magma indiscernible.
El caso es, sin embargo, que la creciente suba de la tensión en el medio oriente y en especial en Siria, tiene motivos geoestratégicos que involucran a muchos países de la región y contiene, en su núcleo, a la partida de ajedrez a escala global que se juega en torno a la energía. El petróleo y el gas siguen siendo los elementos claves del desarrollo y la guerra civil siria está en íntima relación con esto, a pesar de que ese país no posee grandes yacimientos. Pero ocurre que es una encrucijada para el tránsito de un gasoducto que debería estar listo para el 2016, y que tendría que canalizar los enormes yacimientos de South Pars, en Irán, atravesando Irak y Siria, con una posible derivación hacia el Líbano, desde donde se dispondría de la llave para abrir un enorme mercado de exportación hacia Europa.(1)
Este trazado contornearía a Turquía, otra de las protagonistas del drama y potencia emergente que aspira a recuperar el rol tradicional que le cupo hasta la guerra del 14, o al menos a transformarse en la placa tectónica de cuya estabilidad dependa el equilibrio de la zona. En principio estaba dispuesta a jugar la carta energética con Siria, pues para Europa, y por consiguiente para la OTAN, liberarse de la dependencia del gas ruso que canaliza Gazprom, se ha convertido en una obsesión, y poder disponer de un acceso directo a la disponibilidades de gas y petróleo del medio oriente sería la mejor manera de superarla. Pero Turquía ahora parece preferir en Damasco a un interlocutor más fiable de Bashar al Assad y se ha sumado por lo tanto a la ofensiva occidental para removerlo y explotar el proyecto que este había planeado en el diseño de su Estrategia de los Cuatro Mares (el Mediterráneo, el Negro, el Caspio y el Golfo Pérsico) en provecho propio.(2) Para lo cual, por supuesto, primero deberán eliminar a Irán, la próxima víctima designada para asumir el papel de espantapájaros de la paz mundial.
El laberinto del Gran Juego es en apariencia inextricable y se ramifica en muchos frentes, pero en él Estados Unidos tiene una parte preponderante. Sin su participación activa no tendrían lugar los golpes de estado, las guerras civiles y los dramáticos golpes de efecto que tornan a un jefe de estado hasta ayer aliado en un déspota inhumano, peligroso y requerido de castigo si se quiere no sólo que deje de hacer daño sino que se vea impedido de ensanchar su poder adquiriendo capacidades destructivas de una magnitud inimaginable. Tan inimaginable, en efecto, que cuando la alianza occidental lo destruye, esas abominables capacidades no aparecen por ningún lado, como sucedió con Saddam Hussein en Irak.
El “poder benevolente” que muchos creyeron ver en Estados Unidos después de su victoria en la guerra fría y al que encomendaban sus deseos de un mejor y más pacífico orden mundial, allá por 1992, ha revelado ser un Leviatán desencadenado. Para quienes conocen algo de historia y entienden la mecánica de la dominación imperial, esto no es, por supuesto, ninguna sorpresa. Es más, pueden constatar en ello la reiteración de los movimientos y episodios que se verifican en torno a ciertas encrucijadas geográficas, asumidos por potencias que de boca para afuera parecen no tener nada en común, pero que en la práctica revelan estar mucho más cerca de lo que la gente se imagina.
Por estos días, por ejemplo, se están conmemorando los 70 años de la batalla de Stalingrado, momento álgido de la segunda guerra mundial, y las cartas de la puesta en juego que tenía lugar en ese momento no difieren mucho de las que actualmente están sobre la mesa. Pero este será el tema de otra nota.
Notas
1) Ver artículo de Pepe Escobar: “Syrie: La guerre du Pipelineistan”, aparecido en Mondialisation del 15 de agosto 2012.
2) Ibíd.