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02
SEP
2012
El 17 de octubre del 45.
El 17 de octubre del 45.
La fractura entre el gobierno y la CGT obliga a replantear, una vez más, el problema de la necesidad de contar con un protagonista social que sea capaz de promover el progreso y el definitivo despegue de Argentina.

Abordar el tema del sujeto histórico, principal impulsor y protagonista de los grandes procesos de cambio en los momentos críticos del desarrollo social, en Argentina tiene un regusto amargo. Porque jamás el país ha podido disponer de una clase dirigente capaz de resolver los problemas estructurales que lo aquejan. Se sabe que un grupo social que asume el rol de conductor del desarrollo va a privilegiar en buena medida a su propio interés sectorial, pero la marca distintiva que le otorga legitimidad es la capacidad para comprenderse como parte de un todo, al cual está obligado a tener en cuenta; y este rasgo, no digamos de generosidad, sino de realismo, no ha sido asumido nunca por ningún estamento en Argentina. Ha habido, es cierto, alguna conducción de corte o naturaleza bonapartista –Rosas, Roca y Perón, pongamos por caso, bien que salvando las diferencias que existen entre sus circunstancias y sus proyectos-, pero no se ha contado con un núcleo social arraigado que fuera capaz de sostener en el tiempo el proyecto transformador, variándolo y profundizándolo de acuerdo a los requerimientos de la hora.

Nuestra oligarquía, como afirmara Jorge Abelardo Ramos, fue capitalista pero no burguesa. Es decir, que no asumió como propio al marco territorial que estaba a su alcance, limitándose a explotar sólo los espacios que le resultaba cómodo abordar y configurándose como agente de su cliente externo, Inglaterra primero, y luego Estados Unidos, adecuando sus miras a los intereses de los mercaderes de esas potencias. En este trámite arrolló de manera implacable cuanta resistencia encontró; pero, lejos de aprovechar esa victoria para trazar un proyecto de país en gran escala, se atrincheró en el disfrute suntuario y se aplicó a combatir o corromper los movimientos que intentaron una comprensión más amplia de la nación y una apertura al espacio interior y latinoamericano.

Roca pudo asegurar los límites naturales de la República con su campaña del desierto y logró –en una sangrienta batalla entre el ejército nacional y Buenos Aires-, acabar con la pretensión secesionista de la ciudad-estado que no aceptaba resignar su privilegio aduanero; pero con el tiempo su movimiento se confundió y se hizo una sola cosa con las potencias del estatus quo. Perón, por su lado, asumió con una conciencia social sensibilizada por la modernidad y con una efectiva comprensión geopolítica, el rescate del pueblo trabajador y un intento de vinculación económica con los países vecinos; pero no supo o no quiso, encerrado como estaba en su autoridad jerárquica intratable, encontrar una base social que fuese capaz de sostenerlo en el momento de la crisis. O, si la encontró, no quiso utilizarla, pues ello hubiera llevado las cosas mucho más allá de su persona y lo hubiera forzado a tener que emplearse en un programa revolucionario que no le interesaba más allá de cierto límite. Como no le interesaba tampoco la gestación de un movimiento obrero independiente que hubiera podido convertirse en el bastión, pero al mismo tiempo en el resorte, de una progresión nacional hacia el mañana. Le interesaba como baluarte de su política, pero no como opción autónoma de cambio. Ello no impidió que cuidara siempre el vínculo con los sindicatos, en sus propios términos, ni que estos se convirtieran en el núcleo de la resistencia a la reacción oligárquica después de 1955.

Un curso oscilante

Hoy en día se sigue echando en falta la presencia de un núcleo social capaz de movilizar el país hacia adelante. O quizás más bien debamos decir que, como en el caso de Perón, no se está determinado a encontrarlo. La peripecia política del último año, que ha visto la fractura del Frente para la Victoria y la ruptura del gobierno con el ala más combativa del gremialismo, así lo demuestra. No es agradable tener que decirlo, pero la Presidenta Cristina Fernández y su entorno más próximo han optado por recostarse en el empresariado para llevar adelante su gestión, limando la autonomía del segmento más popular y combativo del frente de clases que el kirchnerismo se había animado a plantear y con cuyo apoyo llevó adelante las notables –aunque insuficientes- reformas que le aseguraron el respaldo electoral que le consintió la reelección en 2011.

Se puede decir todo lo que se quiera de la torpeza política de Hugo Moyano y de su deseo de forzar la presencia sindical en el Congreso, cosa que habría hecho descender sobre él la excomunión presidencial. También hay que señalar que sus procederes posteriores no se han distinguido por el tacto ni por el sentido de las proporciones. Pero el intento de reemplazarlo, de parte del Ejecutivo, con los viejos exponentes de la burocracia sindical entreguista, corrompida hasta el tuétano por su cooperación con el proyecto desnacionalizador y antipopular de Carlos Menem, es un pésimo síntoma. La Presidenta o quienes la asesoran están cometiendo un error mayúsculo al creer que pueden intentar una reforma estructural de la economía sin el apoyo de la alianza plebeya que estaría conformada por el proletariado y los sectores más combativos de la clase media. Pero, por supuesto, aquí surge el interrogante que tantas veces hemos formulado y que ahora parece estar contestándose por sí solo: ¿hay de veras un modelo que pretenda reformar a fondo las condiciones del país?

No terminamos de visualizar algo que vaya más allá de la potenciación de modelo agropecuario en el cual se ha fundado toda la evolución argentina desde los orígenes de la patria. Por cierto un modelo refinado y dotado de una acumulación tecnológica que lo mantendría actualizado y permitiría aprovechar en su plenitud las ventajas comparativas que tiene el país en ese plano. Pero, fuera de una industria complementaria del modelo campestre y que no dejaría de remachar su primacía, no se termina de ver cómo se conformará una estructura industrial que contemple el pleno empleo y sustente la integración en un marco suramericano. Este proceso debería contar con una fuerte orientación estatal, que diagramara la dirección y el escalonamiento de los esfuerzos, y también que potenciara las capacidades de la defensa en un tiempo sembrado de peligros. Sin estos recaudos, el modelo de desarrollo quedará rengo, será socialmente frágil y a estará a merced de cualquier vendaval que se dé en el mundo globalizado.

Pero este avance no puede llevarse a cabo tan sólo con decretos originados en un gabinete. La alianza plebeya que impulsaría la tarea del cambio tiene que tener un protagonista social consistente y capaz de insuflarle el dinamismo y la combatividad que son necesarios para empujar las cosas hacia delante. Un movimiento sindical vinculado a sus bases debe ser un componente capital para empujar y consolidar un proceso de liberación nacional. Este proceso tendría como factor revolucionario un protagonismo popular consistente, en tanto provendría del sector organizado del trabajo. Desde luego no podría revestir las características calenturientas que tuvieron algunas de las manifestaciones pequeño burguesas de los años 70, cuando las “juventudes” –esa entelequia que abarca todo y no explica nada- agrupadas en la Tendencia y en los movimientos estudiantiles, intentaron un salto hacia adelante que estaba condenado de antemano al fracaso por su inadecuación al contexto, fuertemente conservador, del grueso de la sociedad argentina.

Una entrevista reveladora

Facundo Moyano, el hijo del líder camionero y diputado de la Nación, realizó declaraciones muy jugosas en torno al tema en una revista de La Pampa, que circuló bastante por Internet.(1) El párrafo más revelador de su argumentación es la afirmación de que el movimiento obrero en la Argentina “tiene que trascender lo estrictamente gremial y pasar al plano de la lucha política”. Este argumento no pudo ser detectado en el discurso en Plaza de Mayo que pronunció su padre, y su ausencia constituyó la mayor falta de una pieza oratoria vacilante y provista de provocación gratuita (ver Fragilidades, del 2/07/12). Pero no parece que sea en absoluto este el caso en lo referido a su vástago, que hace gala en el reportaje al que nos referimos de una comprensión muy abarcadora y dúctil de la problemática social y política argentina.

Lejos de caer en el peligroso anticristinismo hacia el que parece derivar su padre, Facundo Moyano pondera su evaluación de la situación con el enjuiciamiento de sus componentes históricos; primera tarea, nos parece, para comprender la naturaleza de los problemas que se han de enfrentar. Se remonta a las raíces del movimiento obrero en la Argentina, a los anarquistas, a la Semana Trágica, a las matanzas de la Patagonia, a la huelga del 36 y a la devastación neoliberal de los 90 para hacer perceptible que la lucha del movimiento obrero es una y que el saldo de experiencia que deja debe ser capitalizado por los dirigentes actuales. Y valora la experiencia peronista de la clase obrera estimando que ese fue el peldaño que “le permitió trascender lo estrictamente gremial y pasar al plano de la lucha política”.

Esta última apreciación es justísima y permite medir lo regresivo que resultan ciertas declaraciones y actitudes del elenco gobernante, que apuntan a reducir la acción de los obreros organizados a las reivindicaciones estrictamente salariales, mientras no faltan quienes entienden –como Ernesto Laclau- que la clase obrera ha perdido el peso específico que tenía en el pasado y que el protagonismo histórico que tenía entonces se ha corrido, en el presente, hacia unos sectores medios que disponen del instrumental teórico y técnico que es indispensable para la gestión de la sociedad moderna.

Este es un punto de vista discutible. Trasunta una suerte de perspectiva eurocéntrica que tal vez no mide el grado sumersión social en que viven las masas del mundo periférico. Pues, aunque es verdad que el “cognitariado” se está erigiendo en un factor que escapa tanto al diktat del mercado como al doctrinarismo de las vanguardias del proletariado, se trata de un fenómeno circunscrito al mundo desarrollado y su valor como ariete contra las murallas del sistema está disminuido por el individualismo y la tendencia a la dispersión de sus integrantes, que en gran medida se diseminan por el mundo debido a la fuerza de atracción que sobre ellos, como individuos, ejercen los polos del desarrollo técnico, su carácter avanzado y sus buenos contratos. Aunque las redes comunicacionales pueden mantenerlos en contacto, su capacidad para incidir en los acontecimientos es muy relativa, e insuficiente para mantener la presión que es necesaria para aprovechar el momento de ruptura que pueda haberse producido en un punto determinado.(2)  

Desde luego, esto refleja la complejidad del presente, en el cual se entrecruzan influencias provenientes de edades de desarrollo disímiles, pero lo capital es que el peso que el “cognitariado” puede tener en los países avanzados es sensiblemente mayor al que puede tener en los que no lo son, y que además si las masas del sur han de aguardar a que en ellas se formen espontáneamente esos núcleos ilustrados para ascender en la escala social, pueden esperar sentadas. El imperialismo y las clases locales que le están asociadas no están dispuestos a concederles ninguna gracia. Por lo tanto la existencia del núcleo proletario y su papel político sigue siendo muy importante en estas sociedades. Relegarlo en nombre de una supuesta adecuación a la modernidad y fraguar o inventar otros protagonismos sociales bajo el rótulo genérico de juventudes por el cambio, etc., es disimular esta realidad y, en el fondo, es también hacerse cómplice en la obstaculización del cambio al que se invoca.

Argentina necesita de un movimiento obrero organizado, así como requiere de sectores medios capaces de proveer la intelligentsia que es indispensable para consumar las transformaciones de fondo y abrir el paso a una verdadera democratización de la sociedad, en la cual todos los estratos sociales tengan igualdad de oportunidades en el acceso a la educación. Y precisa asimismo de una fuerza política capaz de articular las variantes del frente plebeyo en un compuesto que sea capaz de una acción eficiente.

Los gobiernos kirchneristas han realizado una tarea invalorable de recuperación de los restos del naufragio promovido con toda deliberación en las décadas neoliberales, pero faltan las tareas más importantes y se advierte hoy una una actitud dilatoria y evasiva frente a problemas como la reforma fiscal y el lanzamiento de un plan de reformas estructurales que dote al país de un proyecto mirando al futuro. La enmienda de la desnacionalización del subsuelo promovida por el gobierno de Menem, la corrección del desatino que supuso la concesión de la autonomía a la ciudad de Buenos Aires, que casi ha abolido la representación federal que le otorgó Roca, son datos que no pueden ser evadidos. Quizá no se puedan resolver estos problemas de un golpe, pero al menos hace falta emprender las opciones posibles y arrojar otras a la mesa de debate para concientizar a una opinión pública que tiende una vez más a despreocuparse de las cuestiones centrales ya ocuparse (gracias en gran parte a la labor deletérea de los monopolios de la comunicación) de mezquinas reivindicaciones, como es protesta contra los gravámenes a la tarjetas de crédito en las compras en el exterior, etc.

En esta tarea un movimiento obrero independiente, provisto de democracia interna, ajeno al servilismo áulico y capaz de comprender su rol protagónico como generador de proyectos que fortifiquen el aparato industrial, promoviendo el pleno empleo a la luz de una concepción no meramente sectorial sino que comprenda a la Argentina como devenir, es una baza de decisiva importancia estratégica.

Ojala que lo comprendan así todos los que, de una u otra manera, propugnan una reforma que saque al país definitivamente del estancamiento en que lo dejado el modelo, siempre controvertido, pero nunca superado, de su matriz oligárquico conservadora.

Notas

1) Se las puede rastrear en la publicación electrónica de la revista Colonia Vela o en listas alternativas como Reconquista Popular, donde aparecieron reproducidas el 29 de agosto.

2) La “primavera árabe” suministra un ejemplo elocuente en este sentido. Detonada por un sacrificio –la autoinmolación de un joven tunecino, Mohamed Bouazizi, que protestaba contra la miseria-, la rebelión se expandió por el norte de África y por el Medio Oriente como una mancha de aceite; pero, aunque consiguió algunos resultados, como la caída de Hosni Mubarak en Egipto, no tardó en ser capturada por el imperialismo occidental, que encontró en ella la oportunidad de engranar una serie de ataques contra objetivos que se proponía eliminar, como los regímenes de Libia y Siria, mientras se disolvía la embestida inicial de las masas absorbiendo su energía con cambios cosméticos o reprimiéndola salvajemente, como aconteció en Bahrein, a manos del ejército saudita.

 

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