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15
AGO
2012
Naciones ¿Unidas? Una cueva llena de viento.
Naciones ¿Unidas? Una cueva llena de viento.
El mundo está viviendo una situación que se asemeja peligrosamente a la de los años más críticos del siglo pasado.

El ejercicio del periodismo suele traer aparejado que al comunicador se lo suponga poseedor de informaciones privilegiadas o, si se trata periodistas “de opinión”, que se le pidan pronósticos sobre los acontecimientos por venir. Son interrogaciones cándidas, pues presuponen que el comunicador en cuestión está en el secreto de los dioses y puede anticipar desarrollos hoy en curso y que tienen un sinfín de variantes potenciales. La respuesta de quien esto escribe cuando se le hace este tipo de preguntas es que no dispone del globo de cristal y que no puede vaticinar nada. Pero las interrogaciones a que me refiero son legítimas: están motivadas, más que por la curiosidad, por la angustia que causa la visión de un mundo a la deriva.

En efecto, con el derrumbe de las utopías que habían regido al mundo no sólo a lo largo del siglo XX sino desde mucho tiempo atrás, la sociedad occidental (no sé si cabe decir la humanidad) se ha quedado sin rumbo. A la “muerte de Dios”, la fórmula nietzcheana con la que el pensador alemán ponía al hombre frente a lo ineluctable de su sino como ser perecedero, habían seguido los credos operantes dirigidos a fundarle un lugar ideal en la historia a partir de su propio albedrío. El materialismo dialéctico y el darwinismo social suministraron pistas para organizar una concepción del mundo a partir de la cual se podían montar construcciones con las que se podría estar o no de acuerdo, pero que brindaban una meta.

Algunas de estas construcciones imaginarias ofrecían una perspectiva generosa, como la del socialismo, dirigido hacia la creación de una sociedad más justa en un mundo más armónico. Otras eran propensas a remachar un orden fundado en la voluntad de poder, como el fascismo, que encontró en el nazismo la versión más extrema de un ideal negativo, que absolutizaba a la predeterminación genética y al nacionalismo biológico como instancias supremas de una realización egoísta, que exaltaba a los “puros” hasta el nivel del superhombre y hacía a un lado al resto de la humanidad; condenada a ponerse al servicio de aquellos o a servir de punching ball contra el cual los seres superiores probarían una y otra vez su “virtud”. Es decir, que de alguna manera se racionalizaba el principio de la selección natural y el escenario mundial se convertía en el motivo de una puja agonista por la supervivencia del más fuerte.

Ahora bien, los credos políticos operantes a lo largo del siglo pasado respondían en el fondo, como es natural, a la crisis paroxística del sistema económico que nos ha involucrado desde los albores de la era moderna. Eran, en el caso del socialismo o del comunismo, un intento para superar esa crisis, que prometía cada vez más caos en las relaciones entre las potencias, a la vez que se asociaba a la aparición de formas tecnológicas que permitían enormes avances materiales y abrían la posibilidad de que la humanidad escapase, por primera vez, del reino de la necesidad. Paradójicamente, cuanto más se progresaba en esos campos, a la capacidad de liberación se sumaba una porción aun mayor de capacidad de destrucción. Esta era una posibilidad que no espantaba a quienes reivindicaban la fuerza bruta como ultima ratio de la historia, pero lo singular es que, pese a la derrota de la distopía nazi, ese principio sigue operante, aun cuando hoy existen posibilidades concretas de que tal dinamismo ciego lleve a la autoaniquilación del género humano. En cambio, la opción optimista del progreso no ha podido sobrevivir al fracaso de la utopía comunista.

Esta última cayó víctima tanto de sus propias limitaciones como de las presiones externas. Las primeras se derivaron del carácter atrasado de la sociedad rusa y de las sociedades en las cuales esa ideología pudo cobrar cuerpo. Alejadas del desarrollo productivo que según Marx y Engels era el presupuesto de la evolución hacia el socialismo, los revolucionarios hubieron de partir de un estadio en el cual las masas no estaban maduras, no se encontraban en condiciones de alcanzar la cultura del pensamiento independiente. Esto las ponía en una situación de subordinación a una vanguardia intelectual articulada en partido político, que a su vez tendía a degenerar en una burocracia que rápidamente se iba a convertir en una estadocracia interesada en impedir la adquisición, de parte del proletariado, de una capacidad de raciocinio espontáneo, pues, de ser así, su propia posición se vería amenazada.(1) De ahí se desprendió mucho del horror social y de la grisalla intelectual del estalinismo y de los sucesores del estalinismo.

Pero estos niveles de degeneración jamás se hubieran producido si no hubiera existido una conspiración externa que se esforzó en sofocar la experiencia socialista en su cuna, y que hoy, alentada por la extinción o el eclipse de esa amenaza sistémica, campa por sus fueros.

Un mundo a medias civilizado

Vivimos hoy en un mundo semicivilizado, donde el diktat de los centros financieros nos dispensa un “horror económico” –según la expresiva fórmula de Vivianne Forester- que no encuentra cuestionamientos eficaces. En América latina pasamos por la experiencia de la devastación neoliberal, pero ella se produjo después de una serie de procesos represivos que destruyeron la capacidad de resistencia de las masas. Aquí hubo después una reacción contra ese proceso que ha arribado, si no a su inversión, al menos a una corrección parcial de sus peores excesos. En Europa y también en Estados Unidos, por el contrario, donde no se ha producido un desastre ni remotamente equiparable a nuestros años de la guerra sucia, hoy en día asistimos a una devastación de todos los atributos que habían caracterizado al Estado de Bienestar sin que se verifique una contraofensiva eficiente contra ese tipo de procedimiento. Grecia, Italia, España, Portugal, mañana quizá Francia y luego tal vez Alemania, han pasado, están pasando o pasarán por las horcas caudinas de una regresión social sin paralelo desde los años 30 en el mundo desarrollado.

Es verdad que existen los movimientos de los indignados, pero no parece que puedan producir otra cosa que una protesta genérica, mientras que los gobiernos, se titulen de derecha o de izquierda, aplican las recetas del ajuste de la economía monetarista y ortodoxa sin que se les mueva un pelo. Su política se funda siempre en “más de lo mismo”: se rescata a los bancos que produjeron la crisis y se castiga a sus víctimas, a veces no del todo inocentes, con programas de ajuste que profundizan el desempleo y debilitan los resguardos sociales. Las expectativas de los amos del cotarro parecen ir en el sentido de que la repulsa que tal orientación produce en la gente se irá limando por sí sola. Esta es, sin embargo, una receta suicida, pues, aunque no se verifiquen movimientos de corte insurreccional que comprometan al capitalismo salvaje o que, de producirse estos, no cuenten con un sujeto histórico capaz de liderarlo, el caos que está resultando de esta operatoria ha de llevar a choques globales de gran magnitud, tanto en el plano internacional como en el de las disputas intestinas en el seno de las sociedades involucradas en un proceso de cambios que parece estar librado a sí mismo.

La regresión sin velos

Están desapareciendo los datos que hicieron de la segunda mitad del pasado siglo, o al menos a una parte de ella, un período esperanzado. Los derechos sociales, la distribución algo más prudente de la riqueza que consintió la afirmación de estos; la liberación de los países coloniales y semicoloniales, que les abrió una perspectiva de futuro y los aproximó a la civilización moderna, están siendo barridos por una concentración reaccionaria del capital, facilitada por la decadencia de la educación y del espíritu, resultado en gran medida de la hipertrofia de los medios de comunicación, que si bien multiplican la posibilidad de los discursos alternativos, al mismo tiempo lo están sofocando a partir de su poderío global. Este distribuye un discurso banal y simplificado, unívoco y falso, uno de cuyos ejemplos puede verse hoy mismo en el tratamiento que se da a la situación en Siria, tratamiento ya probado a lo largo de la llamada “primavera árabe”, en especial en ocasión de la agresión a Libia, y que consiste en mentir y mentir, con la más absoluta impavidez.

Poco importa que los datos objetivos muestren que Siria está siendo objeto de un ataque fomentado por los satélites de Estados Unidos en el Golfo Pérsico, Qatar y Arabia Saudita, con la colaboración entusiasta de Turquía y Jordania, y que sus protagonistas sean en su mayoría fundamentalistas de Al Qaeda o soldados de fortuna: la cosa está en adjudicar mecánicamente la responsabilidad de las masacres a un gobierno sirio que se defiende y no a los tejemanejes de los gobiernos y las agencias de inteligencia que fogonean desde fuera las contradicciones que sí existen en ese país, pero que de ninguna manera hubieran alcanzado la gravedad actual si no se las hubiese estimulado artificialmente desde afuera. En el caso sirio se da la conjunción de algunos de los factores cuya sombra se proyecta de manera más ominosa sobre el planeta por estos días y es, en este sentido, un dato muy ilustrativo.

Las coordenadas sobre las cuales parece discurrir el acontecer social en el presente han sido definidas muchas veces y se organizan de acuerdo a una serie de elementos que se interpenetran. El preponderante es sin duda la globalización fundada en un modelo económico desigual e injusto, que sólo apelando a la fuerza bruta puede sostenerse. Pero esta tendencia, de por sí muy grave, se complica aun más por la irrupción de una serie de elementos que la refuerzan:

a) Una instantaneidad en las transacciones comerciales que corroen por dentro al Estado Nación, a menos que este se desconecte del mercado global (cosa virtualmente imposible) o que se organice en bloques regionales unidos por cierta comunidad de cultura, de geografía y de lenguaje, para resistir mejor las cláusulas del libre comercio que se pretende imponerles por la fuerza.

b) Una tecnología moderna de las comunicaciones que está en vías de modelar un tipo diferente de individualidad, la individualidad digital. El homo digitalis dispone de una miríada de recursos para abrirse a un campo inagotable de perspectivas, pero esta misma multiplicidad tiende a dispersarlo y a hacerle perder de vista los hilos conductores del mundo que lo rodea y puede arrebatarle toda capacidad de síntesis, cosa indispensable para poder actuar en forma responsable sobre la realidad.

c) Ante la carencia de referentes firmes, fundados en la razón, capaces de hacernos interpretar las cosas que nos circundan, la reviviscencia de viejos códigos de moral religiosa asumidos fanáticamente y que, en consecuencia, se prestan a la manipulación de parte de los servicios de inteligencia y de los diagramadores del –más que problemático- nuevo orden mundial. Basta ver el papel que juegan o han jugado las agrupaciones jihadistas en Irak, Afganistán, Libia, Siria, Chechenia, Georgia, Bosnia e incluso Estados Unidos, con el 11/S, para comprender cómo el extremismo religioso puede servir de marioneta a intereses que son por completo ajenos a toda inquietud moral, pero extremadamente sensibles a las oportunidades que el irracionalismo fundamentalista les proporciona como expediente para montar provocaciones y para desarticular conglomerados nacionales que ostentan singularidades confesionales en su seno.

Estos códigos morales de origen religioso debilitan la posibilidad de instituir bloques regionales y son reforzados por los particularismos étnicos, también alentados desde afuera, con miras a destruir la cohesión de los Estados-Nación, sea en su forma convencional, tal como se los ha conocido hasta ahora, sea en su proyección ampliada a escala regional, como pueden ser el MERCOSUR, la UNASUR o la Unión Europea.

El mundo se va acercando así a una configuración caótica, en la que priman el apetito irresponsable de la ganancia y la voluntad de poder. El ascenso del oscurantismo no es exclusivo de las sociedades ajenas a la civilización occidental; en el seno mismo de esta se pueden detectar los síntomas de esta regresión. En particular en Estados Unidos, donde se echan por la borda las garantías primarias del sistema democrático en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, una guerra inventada como expediente para suministrar una pátina de ética para consumo del público y un reaseguro psicológico para la población; pero que en realidad disimula –no mucho, a decir verdad-, la expansión de esa voluntad de dominio a que nos referimos. Estamos volviendo al ejercicio bruto de la fuerza que caracterizó a los años que precedieron a la primera guerra mundial o a los años 30, preludio de la segunda guerra mundial.

Ya lo sabemos, hay jefes políticos responsables que temen jugar con fuego. De ahí, probablemente, la contención rusa y china cuando se trata de salir a enfrentar el desvergonzado accionar de la OTAN. Pero para todo hay un límite, en algún lugar se ha de trazar una línea divisoria. No sabemos si será en Siria, Irán o Pakistán, pero en alguna parte va a existir una línea que no se podrá traspasar sin tener que enfrentarse a una oposición u oposiciones concretas que, una vez producidas, acarrearán una dinámica imposible de pronosticar.

¿Cómo oponerse a esta deriva? ¿Son los líderes de occidente unos “sociópatas” o cabe esperar un mínimo de capacidad de su parte para poner freno al salvajismo del expansionismo desencadenado? ¿Son unos Hitler deslavazados, sin la tenebrosidad trágica de este, pero carentes como él de la empatía necesaria para hacer la cuenta de los sufrimientos que generan a su alrededor? No lo sabremos sin la prueba empírica que suministren los hechos.

Así, pues, podemos cerrar este razonamiento completando el círculo y volviendo al tema de la bola de cristal. Nadie la tiene, pero las tendencias objetivas que marcan el rumbo del presente son cualquier cosa menos tranquilizadoras. Sólo podemos oponernos a ellas por medio de la intelección, esto es, de la comprensión, de los mecanismos sociales, psicológicos y económicos que nos han llevado a esta situación. Y a partir de aquí de una agitación racional en procura de que se los enmiende. Para eso hará falta la presencia activa del pueblo y el descubrimiento de los expedientes que lo doten de una eficacia política que condense su fuerza y la convierta en un ariete para demoler el muro de conformismo, laxismo, e indiferencia que nos rodea. La vía para conseguir este objetivo pasa por la expansión de una conciencia democrática real y no declamada. Pero la manera de encontrarla sigue siendo en cierta medida un misterio.

Nota

1) Sobre el particular ver los interesantes puntos de vista de Boris Kagarlitsky en Los intelectuales y el Estado Soviético, Prometeo, págs. 91 y ss.

 

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