El hecho saliente de estos días en la política nacional es la ya abierta confrontación entre Hugo Moyano y el gobierno. En notas anteriores ( El discurso, del 18/05/11, Una disputa cada vez más acerba, del 24/11/11, y Empezando con mal pie, del 17/03/12) nos referimos a la escalada entre la Presidenta y el jefe de la CGT. Hacíamos votos porque los contendientes en esa puja envenenada por características personales que no ayudan a salir del impasse, pudiesen apelar no tanto al sentido común como al instinto de supervivencia para limar los aspectos más álgidos de la disputa y llegar a un estatus quo que permitiese la convivencia. No ha sido este el caso, por desgracia, y la pasada semana el jefe de la CGT, por la interpósita persona de su hijo Pablo, el titular de Camioneros, ha desatado una ofensiva contra el gobierno apelando –a partir de una disputa gremial comprensible, pero que podría haber encontrado su tratamiento con un ritmo más lento y apelando a las instancias legales correspondientes- a una práctica confrontación con el oficialismo, confrontación que algunos no vacilan en designar como extorsiva.
La sequía de circulante promovida por el paro de los transportistas de caudales y las amenazas que se desgranan a propósito de las trabas que se implementarían contra las exportaciones portuarias con paros sorpresivos, vienen a completar un panorama distinguido, también, por la participación del camionero en programas televisivos del monopolio Clarín y por el acercamiento a Daniel Scioli, candidato implícito del peronismo no kirchnerista.
Estos choques entre la actual conducción de la CGT y el gobierno se orquestan también en el escenario de la lucha por la cúpula de la central obrera, que debe definirse en las elecciones previstas para el 12 de Julio. Allí el Ejecutivo nacional está operando de manera desembozada a favor de los rivales de Moyano, y no hesita en aproximar a los exponentes más deleznables del sindicalismo que en la década de los 90 respaldaron a Menem e hincharon sus bolsillos a costa de la destrucción del patrimonio nacional y de la traición a los intereses de aquellos a los que decían representar. Es la fauna de los Barrionuevo, Lescano o Cavalieri, que resulta útil para desbancar a Moyano, en conjunción con otros gremialistas más decentes, pero que se espera sean también más flexibles a las órdenes de la Casa Rosada.
Suma cero
Todo aparenta ser una horrible mescolanza, un partido a suma cero. Como muy acertadamente lo define Horacio Verbitsky cuando describe la situación de Moyano, “Pasar de las palabras a la acción tiene dos riesgos simétricos: que fracase o tenga éxito, lo cual supone que no hay opción ganadora”. Pero esta oración también puede tornarse por pasiva si se aplica ese aserto al gobierno de Cristina Fernández: una CGT sin Moyano o fragmentada en sectores cuyos burócratas se inclinan al mejor postor, es un respaldo menos que fiable para cualquier propuesta que el gobierno se decida a hacer con miras a una orientación de su labor en un sentido más social y nacionalmente empeñado que el que tiene en la actualidad.
Pero aquí, por supuesto, salta la cuestión de fondo. ¿Existe tal propósito? Se tiene la impresión –algo más que la impresión, realmente- de que Cristina se ha decantado por un modelo de desarrollo nacional que logre el ansiado equilibrio entre capital, empleo, trabajo, consumo y reinversión que lastime lo menos posible a los intereses creados; que se adapte a ellos, inclusive, a fin de ir construyendo por etapas un modelo de país donde reine un grado bastante alto de inclusión social y que se perfile como una entidad nacional “responsable” en el concierto internacional. Es decir, que se propone armar un país capitalista, distribucionista y jurídicamente “seguro”.
Todo esto es muy bonito pero poco creíble, si se atienden a los antecedentes de nuestra historia, a las características de nuestra clase dominante y a la naturaleza del capitalismo imperial, que es el que dicta, ha dictado y se propone seguir dictando las normas que gobiernan al mundo moderno. La colonización mental de nuestra clase habiente (nos resistimos a endilgarle el calificativo de dirigente, pues esto último implica un cierto sentido de la responsabilidad hacia el país al que se orienta) se ha caracterizado por su servilismo hacia el sistema global que la involucra, y por un desprecio siempre listo a transformarse en ferocidad hacia las masas populares, cuando estas sienten el viento de la historia y procuran cambiar su destino. Esa tesitura se ha contagiado a buena parte de la clase media, que suele servir de idiota útil en las coyunturas críticas -de hecho interludios en la preeminencia del esquema dependiente-, cuando algún poder ha intentado revertir, así sea parcialmente, las coordenadas por las que se ha regido el destino argentino de 200 años a esta parte.
Todo indica que Cristina Fernández se acuna en la ilusión de que es posible subsanar de de a poco el estropicio provocado por las décadas neoliberales. Su gobierno, a la vez que toma iniciativas importantes en un tema central como el energético, sigue apostando a la inversión extranjera –que en sí misma no está mal si existen los mecanismos que la orienten y la controlen- en vez de ocuparse en articular un desarrollo que busque extraer recursos de las fuentes que son propias del país. Para esto por supuesto debería tocar los intereses del establishment y su desvergonzado disfrute de la renta, imponiendo una reforma fiscal progresiva e introduciendo un real control de cambios que impida la fuga de divisas. Pero como esta posibilidad no se prioriza o quizá ni siquiera se la toma en cuenta, la opción contraria cobra fuerza y orienta hacia un neodesarrollismo cuya fortuna dependerá en buena medida de la bondad de la coyuntura económica mundial y de la aptitud para convencer a los sectores del privilegio y a los inversionistas extranjeros para que no abusen de su renta.
La aritmética política, en especial la del peronismo, indica que el principio orientador baja en línea recta de la cabeza del movimiento. No habría nada de malo en esto, si no fuera porque la rigidez de criterio que viene de la impronta castrense del movimiento y de la psicología de su fundador, se ha transmitido a todos sus estratos y los espacios para la tolerancia entre los disímiles intereses de las clases que lo integran se restringen mucho. Es posible que en una construcción, no digamos más abierta pues el peronismo lo es, sino más proclive a la convivencia, el choque entre Cristina y Moyano no habría llegado al extremo al que ha llegado: un poco de flexibilidad hubiera bastado para discutir y descubrir las posibilidades y los límites de la coyuntura, evitando el desgaste que se está produciendo. Las exorbitantes pretensiones que Moyano exhibió a fines de la campaña presidencial del año pasado(1) y la representatividad sindical que pretendió en el Congreso hubieran podido negociarse si no fuera porque la Presidenta interpretó esas aspiraciones como una ofensa o una presión, y como un obstáculo para la aplicación de su propia política. Seguramente tuvo razón, si su proyecto se limita a las pautas que hemos reseñado. Pero al no negociar y borrar de un plumazo la ambición legítima de una mayor representación sindical en las cámaras asumió una postura desdeñosa y en cierto modo arrogante que ha exasperado y obnubilado a su adversario, casi volviéndolo contra el modelo que apuntaló hasta el día de ayer.
Mientras tanto arrecia la campaña desestabilizadora de los medios, campaña que hace presa fácil en la pequeña burguesía tonta, siempre lista a hincharse de furor ante los atropellos de una imaginaria dictadura que viola la “libertad”… Su libertad de comprar dólares.
Estas presiones no van a desestabilizar al gobierno, aunque lo pretendan. Pero ilustran sobre las líneas de fuerza sobre las que opera el enemigo y que, de golpear más fuerte sobre nosotros el rebote de la crisis mundial, podrían empezar a encontrar oídos más predispuestos. La capacidad de hacer daño del establishment es muy considerable, y se crece cuando del otro lado no existe una configuración social orgánica, capaz de bloquear esas presiones y de ocupar la calle cuando los contrarios intenten ganar ese espacio. De ahí que el carácter vidrioso que ha tomado la relación con una porción combativa del movimiento obrero entrañe peligros que van más allá de un ríspido divorcio. Hugo Moyano podrá ser derrotado y la verdad es que sus últimos actos lo están dejando cada vez más aislado y mal parado en el concierto del movimiento nacional, pero si esto es así, puede tratarse de una victoria a lo Pirro para los sectores que lo antagonizan desde el gobierno. La alianza plebeya que debería formar la columna vertebral del movimiento nacional corre peligro de quebrarse y sin esta, y sin una adecuada política que acerque a los sectores democráticos de las fuerzas armadas a un proyecto activo de construcción estructural, el Estado -que es el único factor aglutinante capaz de encarar a las fuerzas sistémicas que distorsionan nuestra historia-, puede quedar peligrosamente desprovisto de la masa muscular que necesita para empujar un proyecto de real envergadura.
Ojala nos equivoquemos.
Nota
1) No hay porqué engañarse, Moyano sobrevaloró sus propias aptitudes y empezó a “curtir” un perfil político que a nuestro entender excede sus posibilidades. Moyano fue un ejemplo de resistencia contra el menemismo y contra la degradación del movimiento sindical en los 90, y es un combatiente honrado en la defensa de los derechos de los trabajadores, que cree justificadamente que estos deben tener un peso político que se corresponda a su importancia; pero no es Lula, aunque se deje la barba.